La memoria es posible llevarla a todas partes. No nos da tregua ni se da por vencida. Tengo la convicción de que si decidiéramos dejarla en algún lado –si la abandonáramos– agazapada habrá de esperarnos en algún recodo del camino para unirnos nuevamente.
- Por Ricardo Rivas
- Periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
- Fotos Gentileza
Dos hojas del simbólico almanaque negro de la humanidad cayeron en la semana que pasó. En tiempos en que la historia parece que habrá de repetirse como tragedia, el pasado miércoles 6 y ayer –sábado 9– se cumplieron 80 años desde que dos ciudades japonesas fueron incineradas con sendos bombardeos atómicos.
La anterior vergüenza recordada fue el último 27 de enero. Habían pasado hasta entonces ocho décadas del momento preciso en que se verificó lo que era un secreto a voces que las principales potencias del mundo aliadas abordaban solo en reportes de inteligencia: los campos de concentración y exterminio nazis existían. Las tropas soviéticas que avanzaban desde el este europeo para capturar Berlín abrieron las pesadas puertas del abominable Auschwitz. El Ejército Rojo descendió al mundo de las tinieblas.
¡Horror! ¡Tragedia! La historia cuenta que horas después, cuando el general Dwight Eisenhower, comandante supremo de las Fuerza Aliadas que combatían contra las tropas de Adolf Hitler, observó personalmente lo que allí sucedía, ordenó recolectar detalladamente las pruebas del modus operandi de los criminales contra la humanidad. Todo fue filmado y fotografiado.
“Dejen todo registrado, consigan películas, encuentren testigos, porque en algún lugar a lo largo de la historia algún hijo de puta se levantará y dirá que esto nunca ocurrió”, impetró Eisenhower.
CERTEZA
Hay quienes aseguran que tuvo clara la condición humana de víctimas y victimarios. Tal vez, haya tenido la certeza de que la paz solo es posible desde la contundencia que únicamente emerge de la verdad. El mundo debía saber de los horrores consumados por quienes ya se sabían en el borde mismo del abismo profundo en el que se precipitan los derrotados. Pero la Segunda Guerra Mundial aún no terminaba. Desde algunas décadas sé que la palabra es parte de lo mío. Es mi insumo y mi herramienta. Por ello la respeto. Incluso más que a la letra.
Alguna madrugada como las que ya no hay desde que se inventó el “after office”, discutimos largo con colegas periodistas y académicos insomnes sobre la idea de que la palabra hablada es previa a letra. Si el analista se atiene a la perspectiva que aporta la lingüística, me remito al fonema, “cada uno de los sonidos de un idioma”.
Entre copa y copa, alguno de los diletantes que aguardábamos el nuevo amanecer tiró sobre la mesa que “cuando el humano gritó por vez primera su dolor, la expresión ¡ay! fue solo eso. Un sonido con el que llamó la atención de sus congéneres para que lo supieran dolorido. Luego, vino el tiempo de contar a quien fuere lo sucedido y es entonces cuando irrumpe la letra como necesidad para construir una palabra que también podrá ser leída, comprendida y comprehendida”.
Existen palabras que me llegan profundo y recorren conmigo los caminos de la vida. Memoria es una de ellas. Recuerdo, también. Aunque es algo bien diferente. En “Funes, el memorioso”, aquel cuento maravilloso que el maestro Jorge Luis Borges (1899-1985) publicó en el diario La Nación de Buenos Aires en 1942, supe encontrar las pistas para aprender, saber, conocer y reflexionar además sobre el olvido y esas construcciones a las que solemos llamar realidad que, de ninguna manera, es única.
Con frecuencia en el oficio de periodista nos cruzamos con los Ireneo Funes, que encontramos en cada paso que damos o intentamos dar en procura de la verdad periodística, como la definiera el profe don Javier Darío Restrepo, un prócer del periodismo iberoamericano. Los grandes periodistas sentipensantes me indujeron a reconocer la memoria como herramienta de valor y puesta en marcha de todas y cada una de las búsquedas a las que nos lanzamos.
INICIACIÓN
“A orillas de otro mar, otro alfarero se retira en sus años tardíos. Se le nublan los ojos, las manos le tiemblan, ha llegado la hora del adiós. Entonces ocurre la ceremonia de la iniciación: el alfarero viejo ofrece al alfarero joven su pieza mejor. Así manda la tradición entre los indios del noroeste de América: el artista que se va entrega su obra maestra al artista que se inicia. Y el alfarero joven no guarda esa vasija perfecta para contemplarla y admirarla, sino que la estrella contra el suelo, la rompe en mil pedacitos, recoge los pedacitos y los incorpora a su arcilla (...) ¿Un refugio? ¿Una barriga? ¿Un abrigo para esconderte cuando te ahoga la lluvia, o te parte el frío, o te voltea el viento? ¿Tenemos un espléndido pasado por delante? Para los navegantes con ganas de viento, la memoria es un puerto de partida”, escribió en “Las palabras andantes” –un texto fundamental que publicó Siglo XXI en España– el querido Eduardo Galeano (1940-2015).
Atesoro esa enseñanza que –además de leerla una y mil veces, como unos minutos atrás– lo escuché personalmente pronunciarla en el Café Brasilero, su “patria portátil”, un miércoles lejano en Montevideo. La memoria es posible llevarla a todas partes. No nos da tregua ni se da por vencida. Tengo la convicción de que si decidiéramos dejarla en algún lado –si la abandonáramos– agazapada habrá de esperarnos en algún recodo del camino para unirnos nuevamente. Por ello es valioso y virtuoso comprenderla porque también está en ella todo lo que se decide olvidar.
La Segunda Guerra Mundial comenzó a finalizar el 8 de mayo de 1945 cuando Adolfo Hitler y Eva Braun se suicidaron en el búnker de la cancillería del Reich. Joseph Paul Goebbels y Johanna María Magdalena Behrend –su mujer– casi simultáneamente y en el mismo lugar subterráneo asesinaron a sus seis hijos e hijas, a quienes los obligaron a morder pastillas de cianuro antes de dormir. Luego, se autodestruyeron.
En las primeras horas del día siguiente, cayó Berlín. Europa removía escombros. Los aliados avanzaban. Los pesados portones de más campos de exterminio donde poco más de seis millones de personas fueron masacradas por ser judías, romaníes, discapacitadas, disidentes o por tener opciones sexuales diferentes, eran algo así como las agónicas estaciones de un trágico viaje hacia la muerte segura.
HÉROES, TRAIDORES Y VILLANOS
Los dedos acusadores señalaban en direcciones múltiples. Hollywood construía héroes, traidores y villanos para consolidar la idea de que los buenos aplastaban a los malos. Pero muy lejos de allí la conflagración continuaba en el frente del océano Pacífico. Midway, Guadalcanal, Iwo Jima eran las coordenadas de la muerte que sucedieron a Pearl Harbor desde el 7 de diciembre de 1941 en aquella región y que ganaba espacio en las crónicas de los corresponsales de guerra.
El mundo no dejaba de arder. Los ejércitos del Imperio del Japón, juramentados y dispuestos a entregar la vida por el emperador Hirohito, se mantienen en las trincheras. Kamikazes, honor oriental, samuráis son las palabras que más se escuchan, se escriben, se dicen y repiten. Los días pasan.
El presidente norteamericano Harry Truman analiza y decide después que los militares del Proyecto Manhattan, por un lado, y Robert Oppenheimer, director del Laboratorio Nacional de Los Álamos, reportan que Little Boy y Fat Man –dos bombas atómicas– están listas para ser lanzadas. Trinity –trilliza de ellas– fue un éxito el 16 de julio de 1945, en el campo de tiro y bombardeo de Alamogordo.
“El doctor está entusiasmado y asegura que el niño es tan robusto como su hermano mayor”, fue el mensaje en clave que recibió Truman, quien lo decodificó con claridad. Donde decía “niño” debía leer bomba de plutonio. Era el 18 de julio. La anterior, nombrada Trinity, era su “hermano mayor”, de uranio.
Siete semanas habían pasado desde la rendición de los nazis. Truman estaba en Postdam reunido junto con Winston Churchill, primer ministro británico, y Iósif Stalin, premier de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), para decidir qué hacer con la Alemania derrotada y destruida.
LA INTIMACIÓN
Sin embargo, no compartió la información nuclear con sus aliados. Ocho días más tarde, –amenazante– intimó la “rendición incondicional” a Japón. “Si no aceptan nuestros términos, pueden esperar una lluvia de destrucción desde el aire, algo nunca visto sobre esta tierra”. El 26 de julio, en la Declaración de Postdam, junto con Inglaterra y China, aseguraron la “destrucción rápida y absoluta” de aquel país si no aceptaran el ultimátum.
Previamente, informó a Churchill y al líder chino Chiang Kai-shek que disponía de la bomba atómica en el arsenal norteamericano. Stalin –excluido de la confidencia– de todos modos también sabía de ella en detalle a través de los informes que producía el espionaje soviético infiltrado en el desarrollo nuclear estadounidense y británico.
El 6 de agosto, el comandante Paul Tibbets, al mando del bombardero B-29 Superfortress al que llamó Enola Gay Tibbets –en honor a su madre– lanzó a, ciudad portuaria relevante desprevenida donde se encontraban los cuarteles del Segundo Ejército General Japonés, incinerándola.
EL FIN DE UNA ERA
Lo acompañaban en su tripulación el coronel Thomas W. Ferebee, experto en bombardeos; el capitán Theodore J. van Kink, copiloto, y el capitán Robert Lewis. Los relojes marcaban las 8:15. En Argentina y Paraguay –en el instante preciso en que el mundo dejó atrás la era no nuclear– eran las 20:15 del 5 de agosto.
Tres días después, el comandante Charles W. Sweeny – al mando de un bombardero similar– decoló desde la isla de Tinian. Su objetivo era Kokura, donde se encontraban los arsenales más importantes del Imperio del Sol Naciente. Sin embargo, las malas condiciones climáticas –inesperadamente– ante la falta de visibilidad, hicieron que Fat Man fuera lanzada sobre Nagasaki, que también fue incinerada.
Si bien algunos historiadores oficiales aseguran lo contrario, no son escasas las fuentes que afirman que no era un blanco militar y enfatizan en que ni siquiera estaba fortificada. Se estima que unas doscientas mil personas murieron en el mismo momento de las detonaciones.
Con el pasar del tiempo, algunas publicaciones dan cuenta de que cerca de 350.000 fueron las personas asesinadas durante y después de los dos bombardeos nucleares. Fueron víctimas de la radiación. Padecieron y murieron por “la enfermedad del rayo”.
COSTO HUMANO
La Segunda Guerra Mundial terminó el 2 de setiembre de 1945 con la rendición total de Japón. Sesenta millones de muertos fue el costo humano de aquella tragedia que se extendió durante 2.194 días. Hubo fiestas populares en Nueva York. Desde el Empire State Building, el edificio Chrysler y todos los rascacielos una lluvia de papelitos se precipitó sobre los vencedores.
Los vítores se replicaban en Londres y París. Políticos, lobistas, hombres y mujeres de negocios, lejos de las calles, sobre millones de alegrías, diseñaban las herramientas de poder que los constituirían como las y los poderosos que gestionarían sobre la sangre derramada por 60 millones de personas.
Desde esos días de gloria el poder emergente debía consolidarse. La inmanencia del horror y la tragedia que planificaron y gestionaron los más crueles asesinos de la historia derrotados debía instalarse. Permanecer. La guerra, de alguna forma, se extendió a partir del primero de los minutos con los que comenzaron a relatarse las batallas. El cine primero y la tele después hicieron sus aportes para que el mundo supiera que no hubo alternativas. Para ganar la paz hay que prepararse para la guerra, recitaban los vencedores.
Otras voces sabían y decían con convicción profunda que no hay camino para la alcanzar la paz porque la paz es el camino. De allí que la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias son parte de la vida de varias generaciones. Entre ellas la mía. Solo 1.958 días habían pasado desde que las incineraciones de Hiroshima y Nagasaki rindieron a Japón hasta aquella tarde del 12 de enero de 1951, cuando llegué a este mundo que ya no estaba en guerra, pero no dejaba de pelear. Traidores y valientes. Víctimas y victimarios estaban siempre allí. A la vista.
Desde muy niño supe que el emperador Hirohito fue obligado a comprender en tres días que nada detendría a los dueños del poder atómico para doblegarlo. Para incinerarlo. Un rayo de luz más potente que el mismísimo sol ensombreció su imperio y vaporizó su vanidad mesiánica. Lo desmontó para siempre del caballo blanco sobre el que lo retrataron sus biógrafos plásticos. Incansablemente, la producción de contenidos audiovisuales una y otra vez recupera (remasteriza) materiales para contar una y otra vez lo de siempre hasta ofrecer menos de lo mismo hasta nuestros días.
CANSANCIO
Aquella operación para que un mundo en paz emergiera de un mundo en guerra continúa, aunque parece dar muestras de cansancio. ¿Qué es hoy el heroísmo? La complejidad crece a la hora de separar con claridad a los presuntos buenos de los presuntos malos. La comunicación del pasado reciente se revisa una y otra vez. Hay voces que aparecen como acalladas o poco escuchadas en el transcurso de las ocho décadas de casi todo que se cumplen en este 2025 tenso y angustiante.
La palabra de Robert A. Lewis, el copiloto de la superfortaleza B-29 Enola Gay, que dejó caer en el momento justo a Little Boy sobre Hiroshima, es una de ellas. Casi se desconoce. Fue él quien luego de bombardear Hiroshima dijo: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.
SORDINA
Las voces de aquel pasado tan cercano suenan con sordina. Las dolorosas reflexiones de Robert Oppenheimer tuvieron que esperar para potenciarse hasta 2023 cuando de la mano del cineasta Christopher Nolan ganó espacio y popularidad global a hacer saber que al padre de la bomba H lo atormentaba haberse “convertido en la muerte, (en) el destructor de mundos”.
En esa obra, que fue galardonada con el Oscar de la Academia de Artes norteamericana, también se popularizó que el científico y sus colaboradores eran concientes –antes de los dos bombardeos atómicos– que habían diseñado y construido “un arma de lo más terrible que ha alterado de golpe y profundamente la naturaleza del mundo” y que, por ello, ya “no será el mismo”.
Ocho décadas después de aquellos días presentados como gloriosos la paz imperfecta parece quebrarse. Merodeamos el apocalipsis. Apabulla ver que quienes se autodenominan buenos se acusan mutuamente con aquellos a los que señalan como malosconargumentosquehuelen y saben a falsedad. Deténganse. Como los hibakusha (sobrevivientes) de Hiroshima y Nagasaki, millones sabemos que aquella pretensión de gloria en nombre de la paz fue poner fin a la tragedia con más tragedia. Todos perdimos