Este domingo, Toni Roberto rinde homenaje a un hermano que le dio la vida y el arte, y que partió hace unos días.

Era una noche fría de 2024 y estaba invitado a la mesa del matrimo­nio Meyer-Gauto. Los comen­sales, importantes figuras católicas del sector tradicio­nal. En el medio, el homena­jeado, Mario Ramos Reyes, filósofo, escritor y catedrá­tico, residente en los EE. UU.

Todo transcurría dentro de la más elegante camaradería hasta que en un momento se tocó un tema álgido, la fami­lia. En ese momento, un silen­cio y la respuesta de Ramos Reyes: “No, señores. La fami­lia va más allá, la familia es la Iglesia”.

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Cortas palabras que dejaron muda a la concurrencia. De mi parte, emocionado por lo dicho por este hombre aglu­tinador católico y gran pen­sador paraguayo. Esto es lo primero que pensé ante la par­tida de Óscar Centurión Fron­tanilla, arquitecto, dibujante, gestor cultural, pero, antes que nada, defensor del patri­monio histórico asunceno y paraguayo.

Óscar Centurión y Teresa Lichi, c. 1978. Foto: colección Julia Baumann Bedoya

RECUERDOS DESDE UNA ESQUINA SIN OCHAVA

Corrían los primeros años 80 y muchos chicos de la capital a los que no nos apasionaba el fútbol buscábamos un lugar donde encontrar otras aficio­nes en aquellas últimas déca­das del siglo pasado.

Así, yo, uno de ellos, colegial aún, decidí partir en plena adolescencia con apenas 14 años a la esquina de Irrazá­bal y Eligio Ayala. Ahí, en ese encuentro de dos arterias sin ochava, rezaba: “Clases de arte”. Todavía resonaban los recuerdos de la casa de Ansel­mita Heyn.

Me contaban que había un maestro ya mayor que me podía ayudar en el camino que había empezado en el Cristo Rey con el profesor Soler. Así, un día de aquel año me animé a abrir el viejo portón negro de hierro que llevaba al taller; un caserón que quedaba en el fondo de la residencia de los Heyn, cuya entrada princi­pal estaba sobre la avda. Mcal. López.

Ahí conocí a aquellos que hicieron de parientes, el abuelo Lívio, los hermanos, los tíos, los primos, todos aquellos adoptados como familia. Uno de ellos un her­mano mayor que se llamaba Óscar, que con el tiempo des­cubrí que era el hijo de uno de los mejores matrimonios amigos de mis abuelos mater­nos, el Cnel. Centurión y su esposa, la elegante dama Chi­cha Frontanilla.

Óscar, aquel amigable y con­versador joven exalumno de la promoción 1972 del San José y recibido de arquitecto en 1978, de unos diez años más que aquellos que entramos a esos talleres del Centro de Estudios Brasileños, dibujaba y grababa con mucha soltura. Mientras, por supuesto, char­laba con el maestro Abramo.

Fue ahí donde escuché por primera vez la palabra patri­monio histórico, de lo cual Lívio era un adelantado. Ya había organizado en la pres­tigiosa bienal de São Paulo una muestra sobre arte sacro paraguayo en los años 50 junto a, entre otros, Satur­nino de Britto, quien dirigía las obras del emblemático Hotel Guaraní.

Centurión Frontanilla, quien se había especializado en pla­nificación urbana territorial y en conservación en Europa, fue tomando relevancia en las actividades culturales ya desde las últimas décadas del siglo XX, habiendo obtenido varios galardones, entre ellos el premio Ahorros Paragua­yos de dibujo en 1988 y el cer­tamen de pintura Revolución Francesa, organizado por Air France y la Alianza Francesa.

Óscar Centurión Frontani­lla (1955-2025), ese hermano mayor, uno de mis parientes elegidos que me dio la vida en los talleres de Lívio Abramo, partió hace unos días desde una de sus ciudades preferi­das, Río de Janeiro, adornada con las obras del gran pai­sajista brasileño Burle Marx (1909-1994), cuyas piezas plás­ticas Óscar estará observando y analizando a su estilo, desde alguna estrella del más allá, en este febrero de 2025.

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