Ricardo Rivas Periodista, desde Naples, Florida, USA X: @RtrivasRivas - Fotos: gentileza
De cada lugar, el viajero siempre se lleva algo y también, con mucha frecuencia, deja algo de sí.
Dejar atrás Nueva York de ninguna manera es partir y ya. No. Es una ciudad que marca. En muchas oportunidades estuve aquí. Así y todo, ni siquiera cuando mi primera visita, cuando finalizaban los años 80 en el siglo pasado, lo sentí como un antes y un después. No, de ninguna manera. Desde una perspectiva crítica, cada día que pasa valoro más al cineasta Jules Dassin que, en 1948, llamó “Naked city” a esta ciudad.
De cada lugar, el viajero siempre se lleva algo y también, con mucha frecuencia, deja algo de sí. Así me pasa siempre y en cada oportunidad que dejo atrás, entre muchos destinos, Madrid, Barcelona, Santiago de Compostela, mi querida Asunción, Roma, la Costa Amalfitana, Teotihuacán, Lima, Montevideo, Santiago de Chile, Berlín y Bonn, Postdam, Salzburgo y Viena, Beijing, la Gran Muralla y Nanjing, Normandía y París... pero NYC me va hasta el alma.
En cada oportunidad que llego hasta aquí, que recorro estas calles siempre sombreadas, siento que transito un proscenio en el que a muy pocos les importa lo que sucede sobre el escenario. Multiplicidad de guiones, infinidad de letras, roles variados, finales abiertos. Miles de improvisados directores que marcan en cada momento cómo componer el personaje que a cada quien le toca interpretar sin pedir aprobación del intérprete.
En muchos, residentes o pasajeros habitantes, veo que tienen algo del Joker de Arthur Fleck (¡magistral interpretación de Joaquín Phoenix!) cuando baila mientras desciende las escaleras de Shakespeare en uno de los límites del Bronx o cuando en el punto de más alto dramatismo del filme en un brote psicótico –dentro de un estudio de TV y 42ante millones de espectadores– asesina con un tiro entre los ojos y otro en el corazón a Murray Franklin (Robert de Niro), sin dejar de reír ni en el momento en que la urbe estalla y él observa los desmanes callejeros desde el interior de una patrulla policial.
Cierro los ojos y creo escuchar la creación con la que Gary Glitter [Paul Francis Gadd, músico y compositor británico] con la banda sonora de “The Joker” envuelve y resignifica a NYC. Anarquía vs. holismo. Cosmogonía vs. antropogonía para discutir y dudar siempre de los 8 millones de finales de cada función que nadie debiera aplaudir de pie porque millones aquí procuran diariamente imaginarse ganadores para olvidar los dolorosos callos que tienen en las rodillas. Vida y pasión de migrantes migrañosos. Ego y otredad disputan palmo a palmo.
EL OLVIDO DEL SUEÑO
Millones aquí que con cada amanecer se sienten héroes o superhombres y, cuando llega la noche, se perciben derrotados –pusilánimes– para olvidar durante el sueño y mañana volver a empezar. Heroísmo vs. villanía. Santos y demonios que cumplen para aplicar aplicadamente, para mimetizar sus miserias miserables y dar razón de ser a “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, como magistralmente lo describiera en 1904 Max Weber.
New York es tan atrapante como brava. Desde siempre. Cuatro horas en el aeropuerto Fiorello Laguardia –con pulso provinciano– abren los enormes portales detrás de los que se suelen esconder las reflexiones. Imposible abstraerse en la estación aérea JFK, donde Jack, Bob y Marylin juegan a las escondidas en cada recoveco. O en la Estación Central, donde el cine conmueve cuando Eliot Ness (Kevin Costner, en “Los intocables”) evita disparar a un gánster en fuga porque un cochecito con un bebé cae por las escaleras cuando se desliza de entre las manos de una mujer que trastabilla y pierde el equilibrio.
Aquí la gente se cuida y descuida incansablemente porque recuerdan y sienten que imaginarios tipos como John Edgard Hoover y su amado amigo Clide Anderson Tolston los vigilan y escuchan en donde quiera que se encuentren y hablen con quien hablen. Los recién llegados e incluso los neoyorquinos [nacidos y criados] creen que todo será guardado para siempre en sus archivos, que no son solo los que formalmente tienen y disponen en sus oficinas.
Tal vez, no sea así, pero no somos pocos los que así lo vemos. But it’s the story that we saw and the cinema motivated us to produce meaning, my friends. Don’t cry over spilled milk [Pero es la historia que vimos y nos mostró el cine para producir sentido, mis amigos. No lloren sobre la leche derramada].
Imagino que un siglo atrás no fue muy diferente. La idea de que en América se podía soñar y alcanzar los sueños atrapó a millones. Solo en 1892 hasta la Isla Ellis llegaron unos 450.000 migrantes. Desde 1905, un millón de viajeros cada año llegaban y al pasar desde los buques saludaban con esperanza a la estatua de la Libertad, que desde 1886 ilumina la desembocadura del Hudson.
DIÁSPORA
La diáspora europea en los Estados Unidos en la centuria que corre desde 1821 y 1920 alcanzó a unos 37 millones de personas allí asentadas con el propósito de alcanzar lo que generalmente es inalcanzable o, por lo menos, comer, trabajar e imaginar un porvenir. Argentina y Brasil –en ese orden de preferencias– también esperanzaban. Sin embargo, New York, la vieja capital estadounidense hasta 1790, cuando George Washington fue presidente, tuvo una atracción mayor para los europeos. Para algunos pocos sudamericanos también.
Muchos de ellos, artistas o vinculados a ellos como productores, representantes o intérpretes. Terig Tucci, argentino, y Hugo Mariani, uruguayo, eran parte de aquellos desesperanzados que buscaban sus destinos. Se afincaron en NYC allá por 1920. No se conocían, pero coincidieron laboralmente en la incipiente cadena NBC [National Broadcasting Company]. Hugo, además de director de la orquesta de esa compañía, al parecer, representaba a Uruguay en la editora discográfica RCA.
Juntos, recibieron el 28 de diciembre de 1933, en el muelle 57 del puerto de esa ciudad, a Carlos Gardel, que arribó con los músicos Victorio Alberto Castellano y Horacio Gemignani Pettorossi, dos de sus compañeros de trabajo con quienes viajó desde Cherburgo, Normandía, Francia, a bordo del Champlain.
Cuentan que, aterido de frío, don Carlos –reconocido alegrante– frotándose las manos en broma les propuso “¡rajemos, muchachos, todavía estamos a tiempo!”. Rieron. Gardel sabía que a otros artistas argentinos y tangueros como Francisco “Pirincho” Canaro, Alfredo Gobi, Juan Carlos Cobián, Osvaldo Fresedo, que trabajaban allí, les iba bien y, con esa certeza, se lanzó en procura del triunfo. Con 43 años tenía la esperanza de construirse allí y constituirse como una estrella cinematográfica.
NYC estaba en construcción. En 1930 se inauguró el Chrysler Building. En 1931, el Empire State. En 1932, el Rockefeller Center que, desde entonces, como Gardel, siguen en pie. Los recién llegados se alojaron en el 301 de Park Avenue, Manhattan, donde aún se encuentra el Waldorf Astoria. Muy cerca, en las puertas mismas de la Catedral de San Patricio, sobre la 5ta. Avenida, largas filas de desamparados esperaban para comer.
ÉXITOS
La crisis del año 30 –la Gran Depresión– no se amortiguaba aún con el New Deal del presidente Franklin Delano Roosevelt. Los estudios radiales donde CG cantó estaban –y están– a pocas cuadras. ¡Fue un éxito desde el momento mismo en que pisó suelo neoyorquino! El tango no era desconocido en Estados Unidos. De hecho, “Adiós, muchachos”, con letra de César Felipe Vedani y música de Julio César Sanders, y “El choclo” (1903), de Ángel Villoldo, desde aquellos años, se cantan en inglés.
Louis Armstrong –con su inigualable voz aguardentosa y simpática– interpretó los dos en ese idioma. “I get ideas” y “Kiss of fire” son sus títulos, respectivamente. Las creaciones artísticas de la humanidad no son de ninguna parte y son de todo lugar. “El tango es nómade”, me explicó con docente paciencia el querido Ramón Pelinski, etnomusicólogo, durante una extensa tertulia que compartimos cuando finalizaba el siglo XX en el bar Zürich, donde se cruzan las calles Cuba y Echeverría, cerca del Bajo Belgrano, mi pueblo natal de Buenos Aires, unos 1.260 kilómetros al sur de Asunción.
Escuché en silencio y aprendí. Comprendí la idea verificable de “un nomadismo migrante del tango que se desterritorializa de su territorio de origen para reterritorializarse sobre otras ciudades y otras culturas”. Desde entonces tengo la convicción de que Gardel lo sabía y que por esa razón –además de cuestiones comerciales– apostó por NYC y por la industria cinematográfica que avanzaba.
“El resultado de aquella deriva intercultural es un tango cromatizado por culturas locales que, sin preocuparse más por sus lejanos orígenes porteños ni por una tanguedad originaria, se sustrae a la dominación de Buenos Aires para diseminarse por el mundo. Don Carlos apuntó a ello. La intuición de todo constructor de lo popular, tal vez, le permitió pensar que –como sostiene Pelinski– ‘el tango transcultural olvida su origen étnico para elevarse a un espacio cultural plural en el que el contacto intercultural le otorga un nuevo sentido’”.
Por estas horas, en el aeropuerto Laguardia tengo la convicción de que hacia allí apuntaba Gardel, que no sabía inglés. En New York estudiaba ese idioma dos horas por día con enorme dedicación con el método Linguaphone. Los consagrados de entonces lo reconocían. Pero iba por más y asumía los sacrificios. “Mi querida mamita. Aquí estoy trabajando fuerte”, le contaba en una carta a doña Berthe Gardés, su madre. “Esto va viento en popa y si mi suerte continúa quiero hacer dinero en menos de tres años para estar tranquilo para siempre y tenerla a mi mamita siempre cerca. Un poco de paciencia que esto pasará muy pronto”, le escribió a doña Berta en Toulouse, Francia.
MALA JUNTA
Hay quienes aseguran que, por aquellos tiempos, luego de una presentación en los estudios de la NBC, un joven de 18 años se acercó a Gardel. Lo acompañaba Nancy, su novia. Se presentó como Francesco Albertino Sinatra, expresó que lo admiraba y que ilusionaba ser cantante. Nancy, al parecer, le hizo saber a don Carlos que Frank andaba con pandilleros. Quienes cuentan esa historia aseguran que Gardel se preocupó, le aconsejó enfáticamente presentarse para participar del programa “Original amateur hour”, que en esa emisora conducía Major Bowes, y alejarse de la calle. Para facilitar su participación le regaló una entrada de cortesía.
Sinatra ganó y obtuvo su primer contrato para cantar durante un semestre en varios lugares de los Estados Unidos. También afirman que paternalmente le explicó que cuando eran joven, en el barrio del Abasto (Buenos Aires), se había vinculado con gente peligrosa de la “famiglia Traverso” en el bar O’Rondeman, pero que con esfuerzo y el canto consiguió apartarse de aquellas malas compañías.
Más acá en el tiempo, hay quienes relatan que, en 1981, cuando Sinatra llegó a la Argentina, contratado por Palito Ortega, pidió que lo llevaran hasta donde estaba aquel café. Detallan que cuando vio que allí solo había un baldío, sacó de su bolsillo aquella entrada, la depositó sobre la tierra y, con los ojos clavados en ella, en tono de agradecimiento, expresó: “Thank you for saving my life Mr. Gardel [Gracias por salvarme la vida, señor Gardel]”.
EL PIBE
¿Quién puede negar o confirmar esa historia? NYC fue, es y será un cruce de caminos para muchos grandes y algunos otros que quieren serlo y, con el paso del tiempo, también alcanzarán algunos de sus sueños. Gardel por aquellos días conoció al niño argentino nacido en Mar del Plata, Astor Piazzolla (13), que tocaba el bandoneón. Hijo de Vicente (Nonino) –peluquero en Manhattan– y Asunta Manetti, ambos italianos, habitaban territorio neoyorquino desde 1920.
El pibe se acercó a Gardel con su habilidad y conocimientos musicales, pero también como intérprete del inglés. Aquel contacto facilitó para que Astor interpretara a un diariero en la película “El día que me quieras”, entre las ocho que hizo la Paramount con Gardel como protagonista. Tanto se encariñó con él que, incluso, lo invitó para que lo acompañara en la gira artística que lo llevaría hasta Puerto Rico, Venezuela, Aruba, Curazao, Colombia, Panamá, Cuba y México. Nonino no lo autorizó.
El 24 de junio de 1935, Carlos Gardel y sus acompañantes murieron en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, Colombia. El avión Ford Trimotor 5-AT-B matrícula F-31 lo piloteaba Ernesto Samper Mendoza, tío abuelo de quien –con el mismo nombre– fuera presidente colombiano entre 1994 y 1998. En la pista, en el momento de iniciar el vuelo, chocó con otra aeronave.
“Querido Charlie (…) ¿te acordás cuando me llevabas a tus filmaciones en los Estudios Paramount, de Long Island? (…) febrero de 1934, la peor nevada del año, dos metros de alto y 10° bajo cero, y yo, tu traductor de piropos a las pibas que te querían conocer (…). Jamás olvidaré la noche que ofreciste un asado al terminar la filmación de ‘El día que me quieras’. Fue un honor de los argentinos y uruguayos que vivían en Nueva York. Recuerdo que Alberto Castellano debía tocar el piano y yo el bandoneón, por supuesto para acompañarte a vos cantando. Tuve la loca suerte de que el piano era tan malo que tuve que tocar yo solo y vos cantaste los temas del filme. ¡Qué noche, Charlie! Allí fue mi bautismo con el tango (…) y ¡acompañando a Gardel! Jamás lo olvidaré (…). ¿Te acordás que me mandaste dos telegramas para que me uniera a ustedes con mi bandoneón? Era la primavera del 35 y yo cumplía 14 años. Los viejos no me dieron permiso y el sindicato tampoco. Charlie, ¡me salvé! En vez de tocar el bandoneón estaría tocando el arpa. Algún día nos encontraremos en el último piso. Esperame (…) Tu amigo, Astor Piazzolla”.
Era el 1978 cuando publicó esa carta. Historias de NYC. Recuerdos en el aeropuerto Fiorello Laguardia.