Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas
Tiempo y distancia ya no son lo mismo. Proximidad, tampoco. Y, por si no fuera suficiente, como concepto parece estar en crisis. Se estudia, se trabaja a distancia. También el amor y el desamor no pocas veces van por Whatsapp, Telegram, We Chat o Instagram.
“Buen día, tuiteros de Py y del mundo. ¡Uníos y retuiteaos!”, exhorta al saludarnos muchas mañanas el querido amigo Pepe Costa, desde mi querida Asunción. Existen “varias estimaciones sobre el número de personas que tienen acceso a internet”, señala el doctor Stefan Theil. Precisa que “según a quién se pregunte, la cantidad oscila entre los 4.030 millones y los 4.930 millones”, pero advierte que “puede ser complicado obtener buenos datos (...) porque no hay orientación oficial, ni hay estadísticas oficiales” sobre ello, aunque dice creer que “al menos el 50 % y posiblemente hasta el 62 % de la población mundial tiene acceso”.
Stefan, graduado en leyes con un doctorado en la Universidad de Cambridge, detalla que la gente accede a internet “principalmente a través de los smartphones (96,6 %)”. Agrega que “los ordenadores también siguen siendo bastante populares” para acceder e indica que “alrededor de dos tercios de las personas los utilizan portátiles o de mesa”, pero que también hay quienes lo hacen con “consolas de juegos, dispositivos inteligentes para el hogar (domótica), relojes de pulsera o dispositivos de realidad virtual”.
Los datos son contundentes. Pero, “¿qué hacemos cuando estamos conectados?”, interroga Stefan y responde: “Parece que pasamos una media de 7 horas diarias en internet, lo que aparenta ser mucho, pero hay que tener en cuenta que esto abarca muchas cosas, desde lo social a lo laboral, pasando por la investigación y el entretenimiento”, aunque también “parece que estamos más tiempo viendo la televisión o en streaming (...) mucho tiempo en las redes sociales, unas 2 1⁄2 horas y que leemos prensa y revistas online unas 2 horas al día”. Además de “los juegos, los podcasts, la radio y otros servicios de música en streaming”.
Impresiona, aunque es necesario tener a la vista que toda información estadística da cuenta de promedios y que, por tanto, lo comentado puede tener “variaciones regionales”. Veamos. El doctor Theil anuncia que “hay bastante diferencia entre el nivel de uso de internet en los distintos países del mundo”. En lo que tiene que ver con el acceso, en “Europa occidental, Europa del norte (accede el) 9 6% (y) 93 %”, respectivamente. En “América del Norte (el) 90 % de la población total tiene acceso a los servicios de internet”, en tanto que “en otras regiones del mundo (ese indicador) es mucho más bajo. 24 % en África oriental, 26% en África central” y destaca que “algunas de las regiones con mayor crecimiento de usuarios de internet se encuentran en África y Asia”.
DESIGUALDAD
La desigualdad, claramente, también se ha instalado en las redes. Pero ¿cuáles son las plataformas de redes sociales que suele utilizar la gente? “Aproximadamente cuatro de las cinco principales plataformas de redes sociales más populares de internet son propiedad de la Corporación Facebook”, reporta Thell, quien recuerda que “Facebook es obviamente la marca principal, (porque) Facebook Messenger, Whatsapp e Instagram (son) propiedades de Facebook” y sostiene que “hay una fuerte influencia de una corporación” que, sin regulaciones, sin cuotas de mercado, con posición dominante, parece continuar con su avance.
El amplio y detallado reporte de Stefan Theil durante el desarrollo de un webinario en el que acompañó a la profesora Kate O’Reagan, directora del Instituto Bonavero de la Universidad de Oxford, como parte de un MOOC que curso con el auspicio de la Organización de las Naciones Unidad para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), me anima a sostener que la internet está en todas partes. Sin embargo, es preciso rescatar como dato de equidad inevitable que, entre 3,07 y 3,9 billones de personas, no pueden acceder a la red. Y que entre quienes acceden, las diferencias técnicas (velocidades, por ejemplo), formas de acceso (en algunas regiones hay quienes aún lo hacen por dialup), costos de los servicios y tipos de ofertas diferenciadas, hacen que tanto en las redes como en la vida real sean millones las personas que quedan fuera de todo y –sin tener dónde alojarse ni poder acceder– dramáticamente acampan al costado de la red porque internet está allí, pero ellas no pueden ingresar para trabajar, aprender, divertirse o jugar.
Sé que es así. Recuerdo que cinco años atrás, después de cenar en un restaurante de Beijing, la capital de la República Popular China, caminábamos junto con un diplomático argentino. En sentido opuesto y contrario a nuestra dirección de marcha, una persona se acercó apuntándonos con su celular. Mi compañero de caminata emparejó su smartphone con el del desconocido por unos pocos segundos. Inmediatamente, el pequinés miró su pantalla, abrió sus ojos con alegría, dijo “¡Xie, Xie! (gracias)”, hizo una leve reverencia y con una sonrisa se perdió a nuestras espaldas. “Me pidió dinero. Le transferí 100 yuanes”, explicó el argentino con naturalidad.
“Internet está tan presente que ya no la pensamos”, sostiene Natalia Suazo, una prestigiosa periodista argentina en su libro “Guerras de internet”. “Ya ni siquiera nos exige conectarnos a un cable”, agrega y reflexiona. “Como la electricidad, otra creación humana que suponemos siempre dispuesta a hacer funcionar las cosas está siempre allí para darnos la energía artificial que mueve todo. Internet está tomando el mismo camino: se está volviendo omnipresente e invisible. Se desmaterializa y desaparece entre las paredes y los muebles de la casa, nos rodea en ese halo mágico llamado wifi que no vemos, pero nos mantiene conectados mientras colgamos la ropa y chequeamos un mail en la terraza o cuando nos acostamos para ver una película que alguien subió a Youtube. Con los dispositivos móviles también seguimos online fuera de casa, cuando subimos al auto, en el viaje en el subte, o en los aparatos que llevamos con nosotros cuando salimos a correr y comparten la distancia y las pulsaciones que medimos a nuestros amigos en las redes sociales. Siempre conectados, ya no pensamos en ‘subir’ o ‘bajar’ el interruptor. Nos aterra la idea de estar desconectados más de un minuto. Entramos en pánico si ‘se cae’ la conexión: cuando eso ocurre, nosotros también nos caemos del mundo”.
MIRADA
Por allí andaban mis pensamientos en esta noche de viernes de frío invierno en el sur del sur. La vieja reposera, los leños crepitantes, el buen libro recién mencionado. Las reflexiones de Suazo durante un curso remoto del Knight Center sobre “Periodismo en internet” en tiempos pandémicos vuelven. Inicia su obra con una cita de Christian Ferrer, académico, sociólogo y profesor en la Universidad de Buenos Aires (UBA). “Es necesaria una mirada menos ingenua sobre las máquinas y los procesos técnicos, una mirada no ajena a la curiosidad, pero también escéptica y alerta. ¿Qué ocultan?, ¿qué sostienen los aparatos?”. ¿Cómo llegamos hasta aquí?
El siglo XX –el de las guerras– es también el de vertiginosos avances científicos y tecnológicos. El 15 de agosto de 1945, el emperador Hirohito se rindió incondicionalmente ante los Estados Unidos. Inevitable. Seis días antes, el 9 de agosto, se rindió Alemania ante el Ejército Rojo de Rusia en Berlín. Casi simultáneamente, a 8.712 kilómetros al este de la destruida capital alemana, el segundo bombardeo nuclear de la historia criminal de la humanidad incineró Nagasaki. Setenta y dos horas antes, Little Boy, lanzada desde el bombardero Boeing B-29 Enola Gay Tibbets que piloteaba el comandante Paul Tibbets hizo arder Hiroshima.
El 2 de setiembre de 1945, el ministro de Exteriores japonés, Mamoru Shigemitsu –arropado con frac y galera– a bordo del destructor USS Missouri, anclado en la bahía de Tokio, firmó el Acta de Rendición de Japón. Richard Sutherland, general norteamericano, lo observó de pie. La destrucción de aquel Imperio –además de los Estados Unidos– también fue firmada por la República de China, el Reino Unido (UK), la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la Mancomunidad de Australia, el Dominio del Canadá, el Gobierno provisional de la República Francesa, el Reino de Holanda y el Dominio de Nueva Zelanda. La Segunda Guerra Mundial, que comenzara el 1 de setiembre de 1939, había finalizado. El eje Berlín-Roma-Tokio se quebró para siempre. Otros poderosos emergieron sobre los derrotados.
Pero el futuro de entonces proponía sólidos interrogantes. ¿Es posible la paz sobre sesenta millones de muertes? Enorme desafío. En ese contexto, con algunos desarrollos científicos y tecnológicos, se apuntó a mejorar los sistemas de comunicación y transporte de información. Con ese fin, allá por 1958, el 34.º presidente de los Estados Unidos, Dwight David “Ike” Eisenhower –quien fuera comandante supremo de las fuerzas aliadas durante la Segunda Guerra Mundial– creó la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados (Advanced Researchs Projects Agency - ARPA, por su sigla en inglés), dentro del ámbito del Ministerio para la Defensa que contrató poco más de doscientos científicos del más alto nivel a los que dotó de un presupuesto millonario para crear conocimiento.
PODER DIGITAL
¿Ciencia y tecnología para la guerra? Sí. John Licklider, un científico del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), fue uno de ellos. Desde 1962, lideró los estudios en el campo de la computación. Cinco años después –1967– ARPANET arrojó el primero de los resultados relevantes cuando consiguió interconectar al MIT con el Laboratorio Nacional de Física británico y con la Rand Corporation. “Entendemos cómo funciona el poder en el mundo físico, pero todavía no entendemos bien cómo funciona el poder en el terreno digital. Internet es una creación humana. Las luchas de poder son una parte inevitable de la sociedad”, sostiene Rebecca MacKinnon, cofundadora de la organización Global Voices Online, quien fuera periodista en la CNN y lideró en esa condición las oficinas de ese medio en Beijing y Tokio, también citada por Natalia Suazo en su texto.
¿Se puede olvidar que internet fue creada para la defensa de los Estados Unidos? El 29 de octubre de 1969 lo consiguieron. El primero de los mensajes enviados, por un error, fue de solo dos letras: “Lo”. Así y todo, fue un éxito. Una computadora estaba en el Instituto de Investigación de Stanford, San Francisco, y la otra en la Universidad de California (UCLA). Separadas por unos 500 kilómetros, en un segundo intento la comunicación prevista se concretó. “Login (acceso)”. Dos décadas después todo cambió. El británico Tim Bernes-Lee, en 1989, inventó la World Wide Web (www), un sistema para la distribución de documentos de hipertexto (http) o hipermedios interconectados a los que se accede a través de la internet.
“Login (acceso)”, esa tan simple como sencilla palabra de cinco letras en inglés y seis letras en español, fue resignificada. Con el tiempo, 54 años después de aquel primer mensaje fallido, claramente es una palabra clave y así será por varias décadas hasta que acceder sea un derecho inapelable de todos y todas. Tim Bernes-Lee activó otra llave. La de los negocios. La empresa Statista –una de las que todo lo mensuran– lo expone en términos cuantitativos. Solo a través de la aplicación Whatsapp, cada minuto se cursan cerca de 40 millones de mensajes y cada día unos 7 mil millones de ellos son de voz. En enero pasado, esa plataforma contaba con 2.000 millones de usuarios activos. La china WeChat, 1.309 millones. El Messenger de Facebook, 931 millones. La rusa Telegram, 700 millones. En 2021, la misma empresa reportó que cada día se cursaban 300.000 millones de correos electrónicos y proyectan que, hasta 2025, ese volumen de tráfico habrá de crecer poco más de un 17 %.
“HAGAMOS NEGOCIOS”
Lo que se investigó, creó y desarrolló para la guerra se perfiló y llegó al mercado. “Let’s do business, not war” (hagamos negocios, no la guerra), respondió sonriente el CEO de una enorme proveedora de internet que prefiere no ser identificado con el que dialogué por horas. “Las dos prácticas son en procura del poder y la hegemonía”, explicó en perfecto castellano. “De hecho, Sun Tzu, el autor de ‘El arte de la guerra’, es libro de cabecera para destacados especialistas de la comercialización que te enseñan a atacar los mercados”, completó.
Releo el prefacio de “Guerras de internet” que Suazo tituló “Internet en el pedestal”. Con lucidez –aunque con profunda mirada crítica– en tono de reflexión destaca que “confiamos tanto en su poder que (a internet) le damos un lugar en el cielo, donde también imaginamos a Dios, cualquiera sea su forma para nosotros”. Considera que “no es casual que la publicidad, la gran difusora de toda novedad en el mundo, también haya construido la imagen de internet en el cielo como una ‘nube’ que se posa sobre todos nosotros para mantenernos conectados. Esa representación blanca, luminosa, etérea, sin cables ni fallas, se presenta como el espacio donde todos los problemas tienen solución, donde estar conectados es ser felices. Una internet así de poderosa merece ser escrita con mayúscula. Yo, en cambio, me opongo a esa idea. Confiar tanto en cualquier poder del mundo nos impide cuestionarlo y nos vuelve demasiado sumisos a sus encantos. Tratar a internet como una religión universal tiene muchos riesgos”.
Tiempo y distancia ya no son lo mismo. Proximidad, tampoco. Y, por si no fuera suficiente, como concepto parece estar en crisis. Se estudia, se trabaja a distancia. También el amor y el desamor no pocas veces van por Whatsapp, Telegram, We Chat o Instagram. Actores y actrices públicas se enredan para decir lo mejor y lo peor. “Apocalípticos e integrados”, aquella reflexión que nos propuso el maestro Umberto Eco en 1964, parece haber quedado atrás o unplugged. Trashumamos en la red. ¿Es posible vivir disconnected? No lo sé. Lo voy a googlear.