Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas
La historia de un hotel monumental, hoy en ruinas, que se fundó en 1911 y se cerró en 1920, que en su momento fue considerado por el artífice de la Campaña del Desierto como una maravilla del naciente siglo XX y que posteriormente fue una importante sede nazi en la Argentina nos remite a sucesos relatados que siempre son los mismos. Casi sin diferencias en sus contenidos. Las fuentes, más que contar, parecen repetir relatos de manual. Seguir un guion.
En la actualidad, Villa Ventana, Argentina – poco menos de 1800 Km al sur de mi querida Asunción– tiene una población de poco más de 600 habitantes. Una comarca encantadora, atrapante, en la que los días y las noches pueden sucederse como antes, sin apuros. A 31 Km de allí está la localidad de Torquinst, donde reside el poder político. Enclavada en el macizo conocido como Sierra de la Ventana, en ciertos momentos quienes hasta aquí llegamos podríamos creer que nos encontramos en algún rincón del norte de Europa. Con habitantes poco afectos al diálogo, cuando lo hacen y en particular sobre la historia del lugar y de quienes fueron fundadores, las palabras son escasas y los sucesos relatados siempre son los mismos. Casi sin diferencias en sus contenidos. Las fuentes, más que contar, parecen repetir relatos de manual. Seguir un guion.
Desde mucho tiempo me atrae este lugar. En un estudio que años atrás produjo la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) de la Argentina supe que estos territorios, en las últimas dos décadas del siglo XIX, “fueron ocupados originalmente por familias rusas, rusas-alemanas, suizas, dinamarquesas, austriacas y francesas” y que luego “se advierte la llegada de italianos y españoles”, pero recomienda no olvidar “la presencia de familias argentinas que también se radicaron allí”. De entre estas últimas, desde entonces y hasta nuestros días, el nombre Ernesto Torquinst (1842- 1908), importante hombre de negocios en múltiples sectores –que por algún tiempo fue diputado nacional– se mantiene vigente por inmanente y trascendente. Hijo del comerciante norteamericano Jorge Pedro Ernesto y de Rosa Camusso, ciudadana uruguaya, antes de 1858 completó su formación en centros educativos de excelencia en la ciudad renana de Krefeld, Alemania. Todo su después parecería indicar que aquel país, donde interactuó con las clases sociales más acomodadas, lo marcó para siempre y lo proyectó hacia los centros económicos y financieros europeos.
De hecho, en 1874 comenzó a conducir una de las empresas que fundara su padre en 1830, la Ernesto Torquinst y Cía, y con ella desarrolló negocios de gran envergadura con cabeceras en Amberes, París, Londres y Berlín. Cuatro años más tarde, se incorporó al directorio del Banco de la Provincia de Buenos Aires, lo que potenció su influencia. Fue entonces cuando decidió comprar miles de hectáreas en el sudeste bonaerense en las que radicó colonos suizos y alemanes y a construir un castillo en el casco de su estancia, La Ventana, cercana a Bahía Blanca y aunque un poco más lejos, también de Mar del Plata. De excelente relación personal con los líderes políticos argentinos y aun con algunos de los países vecinos, en tiempos de crecimiento y consolidación de los Estados nación fue representante de la Casa Krupp de Alemania, relevante productora de armamentos.
Así las cosas y pese a que Torquinst fue el fundador del municipio que lleva su nombre, en esta comarca no quedan dudas –cuando se consulta a sus habitantes– que “los pioneros fueron los alemanes”. Rodolfo Funke, nacido en Dingelbe, Alemania, en 1852, llegó a la Argentina en 1877 con varias recomendaciones, una indeterminada cantidad de dinero que no era poca y una acotada pero muy selecta lista de contactos. Entre ellos, Ernesto Torquinst quien, a poco de llegar, le entregó casi 11.000 hectáreas en los valles del macizo de Ventania para su explotación, que en pocos años extendió hasta casi 25.000, con esfuerzo, excelentes producciones y tan buenos como rendidores negocios en el mercado lanero. Aquella estancia, a la que llamó Napostá Grande, rodeada de las mayores alturas bonaerense (hasta 1.235 metros en el cerro Tres Picos) le añadió un bosque fantástico y pasturas de calidad para alimentar unas 50.000 ovejas.
Exitoso y acaudalado, en 1918 creó la Fundación Hogar Funke, progermana que se mantiene en actividad hasta la actualidad y a la que en tiempos de la Segunda Guerra Mundial concurría con frecuencia –vestido con el uniforme de la SS– Edmund von Thermann, el embajador que el dictador Adolfo Hitler designó para representarlo en este país. El lugar, el 14 de noviembre de 1942, fue denunciado por la Comisión de Actividades Antiargentinas y allanado por la policía, que incautó documentación vinculante con el nazismo. De hecho, el periodista y escritor Abel Basti, un experto investigador de las actividades nazis en la Argentina, dijo al periodista Leandro Vesco, del diario La Nación de Buenos Aires el 25 de octubre de 2020, que el Hogar no es un lugar aislado” vinculado con el Tercer Reich porque “a poca distancia está el (ex) Club Hotel de Villa Ventana y la Hostería La Península, donde estuvieron más de 300 marineros del acorazado Graff Spee” y precisa que en una oportunidad entrevistó al “sobrino nieto del comandante Hans Ruppel”, el hombre de confianza del Führer en la Argentina, quien “aseguró que (su pariente le dijo que) acompañó a Hitler al Hogar Funke”.
El 11/11/11, en el siglo pasado, a las 11 horas, abrió sus puertas el Club Hotel de La Ventana, en la Argentina, cuya construcción, en 1903, al parecer la ordenó Ernesto Torquinst, quien sin embargo no pudo participar de la inauguración porque falleció tres años antes. Hasta allí llegaron, entre 1.300 celebridades epocales, el presidente Julio Argentino Roca (1880- 1886 y 1898-1904) –montado en un brioso caballo– y las más influyentes familias por aquellos años no solo en este país, sino en las vecindades. Fue un suceso de alto impacto político, económico y social, por cierto. Pero aquello apenas fue el comienzo de una muy breve pero extensa historia que continúa escribiéndose hasta nuestros días.
Roca, que como todo hombre de Estado no ahorraba elogios a la hora de hacer uso de la palabra, no trepidó en sentenciar que aquel emprendimiento era “la maravilla del siglo” XX que apenas comenzaba en una nación que unos pocos meses atrás celebraba su primer centenario. Intento y miro a mi alrededor para imaginar aquel suceso que acaecía en el medio de la nada. De allí que el miércoles pasado, mientras caminaba una vez más por las ruinas en que se ha convertido aquella construcción única junto con Eduardo Aram Vartevanian, guía de turismo “a la carta”, como él mismo se presenta, no puedo más que deslumbrarme cuando me cuenta que “el hotel tenía 6.400 m2 cubiertos” y que esa superficie era “solo para alojar a quienes llegaban hasta allí; 136 habitaciones, algo más de 60 baños y, para los pasajeros top, cuatro suites de dos dormitorios, cocina, comedor y baño con griferías europeas de oro y plata”.
No me animaba a interrumpirlo. Meticuloso y ordenado agregó información: “No faltaba nada de lo mejor en Europa que fue traído hasta aquí. Los muebles de roble llegaron desde París. La ropa de cama italiana de 600 hilos, en el caso de las sábanas, envolvía enormes y pesados colchones cubiertos con tela de brin”. Recorríamos sin apuro el mágico paisaje serrano (el Sistema de Ventania), que rodea el derrumbado palacio que también tiene algún matiz tétrico. Me detuve frente a un cartel con información turística: “Gran hall Comedor o Restaurante. Decorado en estilo Luis XVI. Poseía una capacidad para 600 personas y estaba abierto a todo el público. En cada velada una orquesta animaba a los comensales con un exquisito programa musical”. Algunas fotos de época enriquecen la señalética.
“En tres salas de juego, en la planta baja, funcionaban tres ruletas. En el primer piso estaban los juegos de cartas, un club nocturno ofrecía diversiones en un entrepiso, peluquerías para damas y caballeros, fábrica de pan, usina eléctrica cuyo edificio todavía está en pie, talleres, lavandería, servicio médico. No faltaba nada en aquel all inclusive de época”, añadió. En ese punto sonreí y pregunté sobre algunas informaciones que reiteradamente circulan porque en ciertos relatos, cuando se habla de aquel hotel, aseguran que, entre los servicios que se ofrecían a eventuales personas ludópatas, había “una habitación para que se suicidaran quienes hubieran terminado en bancarrota en el casino” y añaden que “para matarse les suministraban una pistola calibre .45 con una bala de plata”.
Eduardo lo negó enfáticamente y sin más comentario continuó con su rutina. ¿Por qué no creerle? “También en un mes de noviembre –el día 30–, pero de 1914, un tren de trocha angosta comenzó a llegar hasta la estación del Club Hotel desde la parada en Sierra de la Ventana del Ferrocarril del Sud, de capitales británicos, que desde Buenos Aires corría hasta Bahía Blanca. La formación llevaba el número 111″. Nos miramos. Nada dijimos, pero una vez más, en la historia que se desarrolla aquí desde el comienzo del siglo XX, el número 11 se hizo presente en el relato.
“En uno de esos convoyes –retomó Eduardo– el 9 de julio de 1916 arribaron la infanta Isabel de Borbón, el príncipe Eduardo de Gales, el presidente de Brasil Venceslau Brás Pereira Gomes, al igual que una selecta cantidad de invitados que en su conjunto los podríamos categorizar como el jet set de aquellos años para celebrar el centenario de la independencia argentina”. Las presencias monárquicas en Sierra de la Ventana no me sorprendieron. Y mucho menos allí, un destino intensamente vinculado con el nacionalismo alemán, primero, y el nazismo, después.
En un verdadero castillo hotelero enclavado en una región poblada desde sus orígenes por alemanes y, entre ellos, el ya mencionado germano Rodolfo Funke, que comenzaba a construir su fortuna y poder. Pero, más allá de ello, la Casa de Borbón en España y los Windsor en Inglaterra tienen lazos familiares. Y, a su vez, es conocido que Edward Albert Christian George Andrew Patrick David, duque de Windsor, conde de Chester, duque de Rothesay, príncipe de Gales –títulos con los que llegó hasta estas lejanísimas tierras– más tarde Eduardo VIII del Reino Unido y de los Dominios Británicos de Ultramar a la vez que emperador de la India, fue conocido veinte años más tarde por sus simpatías con el nazismo.
De hecho, Eduardo –arrinconado familiar y políticamente además por la relación conviviente que inició con Wally Simpson, estadounidense y divorciada– abdicó en favor de quien fue Jorge VI, su hermano menor. Desde ese preciso momento, traumático para el Reino Unido y para los Windsor, el tío Eduardo, como lo llamaba en la intimidad la reina Isabel II, dedicó buena parte de sus días para visitar y recorrer la Alemania de Hitler y Hermann Göering. Vale recordar que en el inicio de la Segunda Guerra Mundial se integró a la misión militar británica en Francia, pero por acusaciones reservadas que se hicieron públicas varias décadas después, por su simpatía con el nazismo, fue enviado como gobernador a las Bahamas. ¿Por qué no iba a estar allí, entonces, en el Club Hotel de la Ventana? Aunque estrictamente el nacionalsocialismo para los inicios del siglo pasado no era una realidad, algunos autores recuerdan que, en las postrimerías del siglo XIX, entre la población germano parlante del Imperio Austrohúngaro comenzó a desarrollarse un movimiento nacionalista que propicia e impulsa la construcción de un Estado nación para alemanes étnicos que apuntaba también a incorporar a Austria en lo que imaginaban como una Gran Alemania. La presencia allí del duque de Windsor no sorprende. Tampoco la de Isabel de Borbón y Borbón –la Chata, como también se la conocía– princesa de Asturias en dos oportunidades y condesa de Girgenti por matrimonio.
Es para recordar, además, que Alfonso XIII, el abuelo de Juan Carlos I, el 14 de abril de 1931, previo paso por Marsella, se exilió con su familia en Italia cuando ya Benito Amilcare Andrea Mussolini era el Duce y habían pasado 9 años desde la Marcha sobre Roma. Aquellos fastos bonaerenses quedaron atrás. Muy atrás en el tiempo. El Club Hotel de la Ventana un año después debió cerrar el casino privado porque los juegos de azar pasaron a manos del Estado. En 1920, el presidente Hipólito Yrigoyen puso fin al emprendimiento. Aquel castillo bonaerense propio de una Argentina que no fue comenzó a ser fuente de leyendas e historias no siempre comprobables.
Eduardo apunta que “en 1943, desde la Isla Martín García, en el Río de la Plata, 250 de los prisioneros alemanes que habían sido tripulantes del acorazado de bolsillo alemán Admiral Graff Spee, hundido por su comandante, Hans Langsdorff, fueron trasladados al hotel. Aquí se quedaron hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Algunos regresaron a Alemania para siempre y otros regresaron para quedarse”. Después, durante algunos años, grupo de monjes salesianos lo tuvieron como casa de retiros. Cuando ellos se fueron, el Quinto Cuerpo de Ejército lo habitó y utilizó como lugar de entrenamiento. También se fueron, aunque según coincidentes relatos de lugareños, durante la última dictadura cívico-militar, “en las noches entraban y salían automóviles hasta la madrugada”.
En 1983, un exsoldado que estaba de guardia en el lugar dice que después de la medianoche se iniciaron no menos de media docena de focos de fuego que incendiaron por completo el techo de aquel sueño hotelero. Nunca se supo qué pasó. Un vecino que dijo llamarse Zarateaga, de muy mal modo, cuando lo consulté sobre el tema agregó que “aquella madrugada, cuando estaba menos oscuro, algunos vimos dos coches que se iban a gran velocidad”. La leyenda continúa.