Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

La memoria lleva a encontrar un personaje singular y misterioso que vivió como ermitaño en el “fin del mundo”. Lejos de todo, con una identidad tan incierta como extraordinaria, hizo de su vida una leyenda a la que él mismo dio fin para cumplir con su destino.

La primera vez que escuché hablar de Conrado Asselborn fue en Puerto Williams, la ciudad chilena que se presenta ante la aldea global como ubicada “más allá del fin del mundo”. Fue sentado a una de las gastadas mesas del Micalvi, mágico viejo bar para navegantes, que en los últimos años devenido en “club” triunfa en las redes. En el siglo pasado, llegar hasta allí no era fácil. Pero aquel nombre, que alguien dejó caer cuando la medianoche de un día cualquiera se hizo presente, me atrapó. Comentaron entonces que fue “el último buscador de oro de la Patagonia”. También recordaron, en voz baja, que un 11 de mayo de 1992 –76 años, 4 meses y 1 día después de su nacimiento, el 10 de enero de 1916– se apagó su vida. Alguien precisó además que “nunca salió de cabo Vírgenes” –lo que a la postre es inexacto– y que a ese punto geográfico lo asumió como su lugar en el mundo. Un par de días después de aquella conversación entre noctámbulos en los arrabales de la Antártida partí para navegar las aguas del canal de Beagle hasta llegar a Ushuaia.

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Conrado Asselborn, el ermitaño de cabo Vírgenes, 27.881 días en procura de su soledad.

UN FARO DE NOVELA

Inolvidable. Apenas unos minutos más de media hora en silencio profundo. Tal vez éramos cinco los pasajeros. Ni una mujer a bordo. Tampoco niños. Las aguas –en aquella mañana– apenas movían la embarcación. Olas largas. Perezosas. Las 4 millas que separan los dos puertos, poco más de 7 kilómetros, operaron como relajantes sobre mi deseo entrañable de explorar. Mis párpados se derrumbaron. Solo los oídos vigilaban el entorno para avisar, justamente, cuando la embarcación se acercara a la isla de los Pájaros, a la de los Lobos y al falso faro del fin del mundo que nada tiene que ver con “Le phare du bout du monde” –faro de Salvamento San Juan, su nombre real a 16 kilómetros de Ushuaia– que, desde 1905, inmortalizara Julio Verne y donde habitaba, según su pluma fantástica, una peligrosa banda de piratas asesinos que lideraba Kongre, un criminal y asesino malo entre todos los malos, como lo imaginé cuando mientras leí una y otra vez sus tropelías. Sin embargo y a pesar de tanta belleza, horas más tarde, cuando embarqué en el vuelo que me puso en Buenos Aires cuando promediaba la tarde, Conrado Asselborn, “el viejo loco”, “el último buscador de oro” en la Patagonia, el ermitaño regresó a mis pensamientos. Por allí andaban mis recuerdos en esta noche de Viernes Santo sentado en la vieja mecedora mientras entibiaba mis horas junto con algunos leños crepitantes a los que prematuramente es necesario recurrir ante este otoño disfrazado de invierno en sus primeras semanas de existencia. “Vuelvo al Sur…”, canta el Polaco Goyeneche en YouTube “como se vuelve siempre al amor / vuelvo a vos / con mi deseo / con mi temor…”.

El faro de Salvamento San Juan es el verdadero faro del fin del mundo donde vivía el pirata Kongre, según Julio Verne.

UN VIAJE INESPERADO

En el último año del siglo pasado un viaje inesperado me llevó hasta cabo Vírgenes, en la patagónica provincia de Santa Cruz, Argentina, unos 3.750 km al sur de mi querida Asunción. Un lugar increíble en el punto más austral de la zona continental de este país y en donde por, sobre todo, reinan los vientos que con alguna frecuencia soplan con velocidades mayores a lo soportable. Allí las colonias de pingüinos de Magallanes se hacen sentir como si fueran mayoría. Sin embargo, los más visibles son los guanacos salvajes –las llamas patagónicas– que con escasa vegetación y muy poca agua ocupan la estepa, la hacen suya. La soledad abruma. La vista se pierde hasta lugares que una y otra vez dan cuenta de la existencia de un paisaje agreste que, desde unos cinco siglos, es tierra de búsquedas. Nunca había estado en ese punto del que solo tenía –hasta ese momento– idea sobre su existencia por haberlo visto en los mapas escolares. Caminé un poco para intentar encontrar en ese lugar algo que me resultara familiar. Todo me era ajeno. Un triste cartel que alguna vez fue verde y reflectante cubierto por la herrumbre permite saber que en esa esquina puntiaguda de un mapa alargado se encuentra –desde 1886– una instalación en la que habitan y trabajan un grupo de agentes de la Prefectura [la guardia costera] sobre la boca misma del estrecho de Magallanes. A poca distancia, dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, se encuentran y se mezclan. Cuatrocientos setenta y nueve años antes, un 21 de octubre de 1520, Fernando de Magallanes estuvo aquí cuando el santoral católico honra a Santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes en cuyo honor dio nombre a ese accidente geográfico que, desde 1904, con un faro de casi 70 metros de alto se marca claramente su existencia. Muy cerquita, en Punta Dungeness, Chile, otro faro lo acompaña. Cada cinco segundos se iluminan mutuamente. Ese juego de entre ambos los navegantes pueden verlo desde unos 40 kilómetros. Recuerdo que arribamos a esa soledad a bordo de un helicóptero comercial en el que, además de su tripulación, viajábamos dos periodistas. Mi colega y compañero, un veterano poco conversador que apenas dijo llamarse Jones y enfáticamente se negó a ser fotografiado.

Pingüinos de Magallanes y guanacos en cabo Vírgenes ocupan la solitaria estepa patagónica desde la cordillera de los Andes hasta el océano Atlántico.

EL “VIEJO LOCO PIONERO”

Nuestro punto de partida fue el aeropuerto de Río Gallegos. Durante el viaje –cerca de 130 km– manadas de guanacos corrían espantados por el ruido de los motores que impulsaban la aeronave. Era una mañana fantástica. Uno de los pilotos, cuando la naturaleza dejó de ser tema para la escasa conversación, aseguró que “en el siglo XVI aquí se fundó un poblado al que se denominó Antigua Ciudad del Nombre de Jesús, que “en poco tiempo desapareció porque no era fácil vivir en esta zona”. El copiloto apuntó que “desde 1870 hasta aquí llegaron buscadores de oro porque, según se cuenta desde muchas décadas, en la arena costera con frecuencia se encontraban pepitas y ganaban vuelo relatos que llegaban a todas partes”.

Fue en ese momento en que Jones mencionó a Conrado Asselborn. Sin embargo, cuando quise saber más, secamente dijo que no era el momento ni el lugar para hablar acerca de “aquel viejo loco pionero”. Lamenté su respuesta, pero no respondí. Volví a lo mío, que en aquel caso y en ese lugar parecía ser el silencio para no sacar del horizonte la que era mi búsqueda. Sabía que con cautela llegaría a esa historia que hoy puedo contar. Allí había secretos sobre los que nadie quería hablar. La ansiedad no es buena consejera en el oficio periodístico. “¿Qué puede decirme de Conrado Asselborn?”, pregunté a un viejo habitante de la zona. “No mucho, pero algo sé”, dijo Aniceto Paine, mapuche de edad indescifrable que me encaminó hacia la tumba de aquel pionero. Lo acompañé hasta que llegamos a su tumba marcada con una hilera de piedras. Una cruz y, tal vez, sus restos solitarios.

“Como quiso vivir desde 1936 cuando llegó a Río Gallegos para ser soldado voluntario en el ejército donde estuvo no mucho más de un año”, dice Paine, quien relata que luego fue gendarme en un puesto fronterizo con Chile en la cordillera y que “estaba feliz porque le dieron un caballo, un fusil y ropa [uniforme] para que patrullara y evitara entradas ilegales. Estuvo cerca de cinco años como milico. De las montañas se fue a la costa, a Río Turbio, para trabajar en una mina y en la custodia de un boliche”. Escuché con atención, aunque debo asumir que era una historia de vida incomprensible.

Conrado Asselborn, el ermitaño de cabo Vírgenes, siempre armado y en soledad.

LA CÁRCEL DEL FIN DEL MUNDO

Los ancestros de Conrado eran alemanes del Volga que con las corrientes migratorias europeas llegaron hasta el sur de la provincia de Entre Ríos, donde se asentaron. Los volgagermans conservaron su cultura, el idioma alemán, las tradiciones religiosas. Aunque entre ellos, eran sociables y gustaban de vivir en aldeas. “Desde entonces mató a varios y en por lo menos tres oportunidades fue encarcelado en Ushuaia. En la cárcel del fin del mundo, de donde dos veces salió antes de cumplir sus condenas por buena conducta y hasta se quedó un tiempo trabajando en el penal. Se llevaba muy bien con los guardias”, añadió Aniceto. Al parecer, Santiago García Esquivel, ciudadano chileno, y José del Carmen Chaura fueron asesinados por Asselborn, que también trabajó en Vialidad Nacional, “quizás, decían muchos viejos de la zona, recomendado por los guardiacárceles”.

Como en fuga de toda sociedad, sin querer vivir entre gentes, socializado, fue dando los pasos necesarios para llegar a cabo Vírgenes en una fecha “muy difícil de saber con precisión”. Se construyó una casa cerca del faro en el punto más alto de un acantilado. “Era o vivía como un ermitaño, escondido, que muy de tanto en tanto se dejaba ver para unas pocas cosas que lo obligaban a estar en contacto con otras personas”. Un hombre de la prefectura recordó que “cuando hizo su casa cerca del faro organizamos una patrulla y nos acercamos para saber quién era y qué hacía. Al principio fue duro, desconfiado. Nos apuntó con una vieja escopeta y nos dejó claro que no quería que nadie lo molestara ni pidiera nada porque él no le pedía nada a nadie”. Nunca más regresaron.

La isla de Lobos minutos antes de desembarcar en el puerto de Ushuaia. (foto: Ricardo Rivas)

FINAL DEL SUEÑO DEL ORO

Los pocos que supieron de él cuentan también que “un tipo de Buenos Aires, que trabajaba o era gerente de la vieja joyería Escasany, anualmente viajaba a cabo Vírgenes para comprarle a Conrado las pepitas de oro que lograba reunir entre viaje y viaje. Eso le permitía comprar algunas cosas imprescindibles y que no podía conseguir con la caza ni la pesca”. En Río Gallegos, la capital provincial santacruceña, siempre se supo de él. Incluso, hubo quienes quisieron poner su nombre a una calle. En una ronda de mate que se organizó por aquellos días donde el continente termina, Rosendo, un viejo cazador de zorros que de tanto en tanto hablaba con Asselborn, que entonces tenía 73 años, le preguntó qué haría cuando tuviera alguna enfermedad, “aunque todavía se lo veía bien”. La respuesta, que no se la dio a él solo, sino a varios que le preguntaron cosas parecidas, fue corta y terminante. Palabra más palabra menos destacó que “siempre me curé solo, soy fuerte y tengo buena salud”. Dijo también que no daba trabajo a nadie “ni lo voy a dar y, si pasa algo grave, yo sé lo que tengo que hacer para solucionarlo”. Casi tres años después sobre cabo Vírgenes se abatió un fuerte temporal que duró varios días. Cuando el clima se aplacó, aquel ermitaño subió al techo de la choza en el acantilado para arreglar una parte que el vendaval había volado. En un descuido cayó hacia el interior de la vivienda. Varias de sus costillas se quebraron. También golpeó con mucha fuerza la cabeza contra el suelo pétreo. Apenas podía moverse. Supo qué hacer, como siempre lo dijo a quien quisiera oírlo. Colocó el cañón de su fusil en la boca y disparó. 27.881 días después de aquel 10 de enero en que nació en Diamante, Entre Ríos, en el seno de una familia de alemanes del Volga. El ermitaño de cabo Vírgenes vivió y murió como quiso. “Por las noches me duermo con el ruido del mar”, dice a modo de epitafio un cartel de madera donde descansa su osamenta.

Cabo Vírgenes, donde termina la provincia argentina y patagónica de Santa Cruz antes de la isla de Tierra del Fuego.
La tumba de Conrado Asselborn. Piedras, tierra yerma y una cruz.

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