Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

¿Leyenda, mito costero? ¿Cómo saberlo? El silencio acompaña mitos, misterios y leyendas.

Cuando agonizaba el último verano volví a lugares donde alguna vez sentí profunda felicidad recorriéndolos. Primero regresé a ellos con la memoria y luego in situ. En ese contexto arribé, una mañana muy temprano, a Punta Rasa, uno de los extremos de la bahía de Samborombón –apenas un poco menos de 1.600 km al sur de mi querida Asunción– que aún hoy es un paraíso y, por aquellos años lejanos – medio siglo atrás–, lo era mucho más para mi espíritu curioso y en procura de lugares inexplorados. Pero no fue sino de la mano de Armando, un curtido italiano, con quien recorrí por primera vez esta zona que en algunos tramos era de barro, en otros de arena gruesa y hoy se expande una vez más frente de mis ojos. Flamencos, miles (¿millones, tal vez?) de cangrejos, vientos por momentos rugientes y aguas muy extrañas en color, densidad y sabor, ya que allí el Río de la Plata –que alguna vez, cinco siglos atrás, se llamó Jordán– y el océano Atlántico se encuentran hasta mezclarse. Armando era un tipo muy especial. Aseguraba haber sido buzo táctico durante la Segunda Guerra Mundial y que “después de la rendición, empobrecidos y hambrientos, para que mi familia pudiera comer desarmaba las bombas que no habían estallado, en Sicilia”.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Con él –en San Clemente, un pequeño pueblo 50 años atrás– entré por primera vez al mar cerca de la medianoche. Me enseñó a extender un trasmallo “senza dire una parola per non spaventare il pesce”. Emocionante. Y mucho más con cada amanecer cuando descubríamos que algunos lenguados, merluzas y corvinas estaban atrapados en el enmalle. Por muchos años, nunca me quedó claro cómo había llegado hasta ese paraje inhóspito y semisalvaje.

UNA PLAYA INFINITA

Mientras pensaba en aquel misterio –antes y ahora– me largaba a caminar por aquellas playas que parecían y aún parecen infinitas. Varias de ellas todavía eran poco conocidas o, más aún, desconocidas, incluso por estos tiempos en que Google todo lo muestra. Pese a ello, desde siempre, como si fueran las cuentas de un rosario, pequeños poblados crecieron y, en algunos casos, se consolidaron pese a la aridez ventosa de los oscuros inviernos tormentosos.

El recuerdo me dice que las rutas y el ferrocarril que diseñaron y trazaron los que solo tienen lo que miles ni siquiera disfrutan porque trabajan sin descanso para ellos pasaban lejos. El desarrollo nunca es parejo. Para llegar hasta allí, quienes viajábamos desde muchas horas largas distancias nos era necesario recorrer muchos kilómetros por senderos sin asfaltos, cubiertos de conchillas, que con cada aguacero devenían en lodazales difíciles para transitar. Cuando los veranos reinaban sin límites ni horarios, no fueron pocas las veces en que dormí sobre la arena o desperté con la frescura del alba y las ruidosas aves marinas carroñeras que en cada anochecer y en cada amanecer limpiaban prolijamente las cercanías de las rompientes.

UN PERRO MÁGICO

Recuerdo, desde aquellos años, un perro que me parecía mágico, cuyo nombre nunca nadie pudo decirme con certeza. No era pequeño y su comportamiento me parecía extraño. Recuerdo que en las madrugadas corría casi desesperado por la costa, se acercaba a la rompiente, gruñía, mostraba los dientes, pero en algunas oportunidades súbitamente se echaba panza arriba y claramente se comportaba como si algún amo invisible lo acariciara lentamente.

Algunos que presuntuosamente decían saber de perros aseguraban que era “un mastín español”. Aunque generalmente cadencioso y sin evidenciar apuros, algunas horas de cada uno de sus días playeros corría una y otra vez contra la rompiente enfrentándola, pero inmediatamente retrocedía dejándole ganar terreno. Nadie pudo acariciarlo nunca jamás. En cuanto estirabas las manos para hacerlo, gruñía. Además, una carlanca oxidada en torno de su cuello, no muy apretada, lo impedía. En su mirada creí comprender y descubrir que sufría. ¿Fantasía, quizás? Tal vez la imaginación me llevó por ese camino, pero quise creerlo. Algunos vecinos lo llamaban Leoncito. Otros, hippies criollos mochileros, con marcado tono caribeño impostado, le decían Leoncico.

Sin embargo, muchas veces era lo más relevante y disruptivo en el agreste paisaje. Con uno u otro nombre, ladraba y al mar le mostraba los dientes amenazantes. “La primera vez que llamó mi atención fue mientras caminaba por una playa en San Bernardo, aunque anda por todos lados”, escuché una mañana muy temprano que narraba con la mirada perdida en el horizonte un tipo no muy alto, con barba rojiza, cabello ensortijado sentado sobre la arena en un médano. Sus pantalones raídos no le protegían más que la mitad de sus piernas. Lo que parecía un trapo estampado desteñido cubría parcialmente su cabeza. Una cadena color plata de la que pendía un medallón que resplandecía con el sol naciente lastimó leve y brevemente mis ojos. Para evitar encandilarme miré a su alrededor. En un pequeño hoyo algunos leños crepitaban avivados por una brisa que, desde el sur, soplaba sin energía mientras los primeros rayos de sol proyectaban prematuras sombras de un día que prometía ser paradisíaco. El mar se extendía delante de mí como una gran pileta color plata. La costa estaba desierta. Solo ese tipo, Leoncico –o como se llamara o llamaran– que dormía sobre la arena y yo cerca de la rompiente. Detuve la marcha. Respiré con ganas. Sentí que los pulmones se cargaban con un aire puro y desconocido. Una cansina media vuelta fue suficiente para saber que aquel tipo y Leoncico ya no estaban. Desaparecieron. Solo estaba rodeado por la soledad. Tampoco había ya un hueco en la arena ni leños ni cenizas que momentos antes estaban allí. Lo juro. Claramente, allí no hubo fuego, me dije extrañado. Raro, incomprensible. Pese a ser febrero avanzado, la temperatura en este amanecer era solo tibia. Un liviano manto de niebla comenzó a invadir el paisaje. Al sol, que irrumpió con todos sus brillos, la nueva situación le impuso palidez y opacidad. Comencé a desandar mis pasos. San Clemente no estaba cerca. Quise volver. La niebla no permaneció mucho. Huyó sin resistencia cuando el sol ganó altura sobre el horizonte.

RUMORES EN EL BOLICHE

Un bolichito ubicado sobre la playa misma llamó mi atención. Adornado con redes de pesca en sus paredes y los restos de la que fuera alguna vez la boca enorme de una corvina negra por sobre un mostrador que poco o casi nada mostraba. Me pareció adecuado para el descanso. Cuatro tipos –tal vez pescadores tempraneros– conversaban con un tono suficiente para que quien quisiera oír pudiera hacerlo.

“¡El Vicentico anoche estaba como loco!”, dijo uno de ellos. Llamó mi atención. Quise saber más. Si bien algo me indujo a pensar que el can era una suerte de leyenda costera bonaerense o, tal vez, parte activa de la fantasmática lugareña, con atención escuché que el más viejo de los parroquianos sostenía que “la mujer de un farero le dijo una vez a mi Nono que el Vicentico se quedó por aquí cuando pasaron los marineros ingleses que, a bordo de la goleta Speedwell, después de naufragar frente a Mar del Plata, en 1742, intentaron caminar hasta Buenos Aires y no llegaron más que hasta Punta Rasa. Porque, desesperados, desde allí decidieron volver al lugar desde donde habían salido”.

Esa tapera playera –chiringuito resiliente a los vientos marítimos que soplan en el sur del sur– fue ganada por un silencio profundo. Retomé la marcha. Mientras me alejaba recordé que alguna vez en Montevideo, también sentado a la mesa de un bar, escuché parte de esa historia –que entonces creí leyenda– y en aquel día regresó a mi memoria mientras trashumaba la plata. ¿Será posible? En el puerto uruguayo escuché años antes de ese amanecer –no muchos– sobre la que llamaban goleta Speedwell. Supe además que quienes en ella navegaban habían estado al mando de John Byron, abuelo de George Gordon Byron, tal vez el más conocido poeta inglés del romanticismo, a bordo de la HMS Wager de la que fueron expulsados como consecuencia de un motín, abandonándolos a su suerte quizás a la altura de Puerto Deseado en las costas patagónicas.

Playa de los Ingleses (Isaac Morris, Samuel Cooper, John Duck y John Andrews), donde fueron abandonados en 1742 por John Byron en lo que hoy es Mar del Plata (Imagen circa 1890 - Archivo General de la Nación).

NÁUFRAGOS FANTASMAS

Por estas playas, según un relato del médico, historiador, político y diplomático uruguayo Alberto Moroy Salsedo transitaron dos veces y en sentidos opuestos aquellos castigados náufragos que, al parecer, se llamaban Isaac Morris, Samuel Cooper, John Duck y John Andrews. Junto con ellos caminaba Vicentico. De uno de aquellos se asegura –de generación en generación– que era “un tipo no muy alto, con barba rojiza, cabello ensortijado”, que vestía unos “pantalones raídos que no protegían más que la mitad de sus piernas” y “cubría parcialmente su cabeza con un trapo estampado desteñido”.

Finalmente, luego de varias horas de caminata por la arena, llegué a San Clemente. Conmovido comenté con Armando aquella historia. Creí percibir que ningún fragmento del relato lo sorprendió. Sentí como que ya conocía esa historia que me pareció atrapante. La noche era inminente. Él, sentado sobre el escalón de un edificio con muchas habitaciones en construcción sobre la primera línea de playa, con paciencia, arreglaba una red de pesca.

“Con la bajamar pondremos el trasmallo”, dijo con calma. Asentí. “Hay muchas historias en estas playas”, dijo y anunció que “mañana volveremos a Punta Rasa” y, sin dar lugar a una respuesta ni esperarla, adelantó: “Lo más importante no lo viste y, en estas costas y en la poca profundidad del mar cercano, hay muchas historias escondidas, tapadas por el agua, bien ocultas”. Era como que hablaba solo. Sin detenerse. “En cuanto salga el sol recogeremos la pesca. E partiamo così puoi vedere ciò che non avresti mai immaginato e che nessun governo vuole rivelare”. Claramente, prometió una suerte de revelación.

Alberto Moroy Salcedo (1875-1941), médico, diplomático, político e historiador uruguayo, reconstruyó el periplo de la goleta Speedwell y los náufragos británicos que fueron abandonados en la Playa de los Ingleses, Mar del Plata, en 1742.

SECRETOS EN BLANCO Y NEGRO

Con el amanecer recogimos el trasmallo. Más de 30 peces estaban atrapados. Estoy seguro de que seis eran corvinas rubias; unas quince, merluzas, mientras que una decena, tal vez, eran lenguados. Nunca supe mucho de esas cosas. Un rato después, en un viejo jeep Willys recorrimos los casi 11 km hasta llegar a la punta que más se interna en el mar del Cabo San Antonio, como se lo conoce a este lugar desde el siglo XVI, cuando estas costas fueron exploradas por Américo Vespucio en 1502.

Aquella mañana el mar estaba revuelto y muy marrón. El río, en ese nuevo día, parecía que ganaba la partida a ese mar extenso y chato. Una vez más miré hacia todas partes y recorrí el entorno con mis ojos. En silencio escuché el paso del viento. Armando, sin descender del jeep, mirada hacia un horizonte que para mí marcaba claramente el límite de la monotonía. Después de unos 15 minutos nuestros pies pisaron el humedal. Armando caminaba en silencio. Sabía claramente hacia dónde dirigir sus pasos. Se detuvo frente mismo a unas grandes cañerías parcialmente oxidadas. En el entorno en algunos lugares aún sobrevivían tramos de alambradas y algún cartel deteriorado que advertía “no avanzar, zona militar”. Los caños enormes avanzaban hacia el mar hasta hundirse en él.

“Aquí, desde 1948, se abastecía a los submarinos alemanes”, dijo Armando. Su dedo índice derecho apuntaba hacia el mar. “Antes de que finalizara 1949, acá mismo había una base para submarinos de la Armada argentina con cerca de 200 hombres y varios alemanes. Era un secreto de Estado”, añadió. Nada respondí. Era como transitar una película en blanco y negro. “Generalmente, se trabajaba de noche para evitar que el espionaje aliado supiera de lo que aquí se hacía”. Caminamos durante cerca de media hora en las que aquel italiano –buzo táctico en la guerra al servicio de su país, como él mismo relataba– sirvió de guía para saciar mi curiosidad. “Esto estaba lleno de cangrejos que, más de una vez, se comían algún animal grande que quedaba atrapado en las arenas movedizas”, recordó. Tres horas más tarde estábamos de regreso en San Clemente.

No hubo espacio para conversar.

REVELACIÓN Y MÁS DUDAS

En la mañana siguiente, dejaría la costa para regresar a Buenos Aires. Tenía cientos de preguntas que esperaban respuestas. “¿Cuándo te radicaste aquí, Armando?”, pregunté antes de partir, cuando el sol ganó altura el día después. “Cuando la guerra terminó para los italianos. Después de la rendición y antes que terminara para todos”, respondió sin quitar sus ojos de los míos. Insuficiente. Intuí que algo ocultaba o, más exactamente, que no había exactitud en sus palabras. Me puse en marcha a bordo de un Fiat 600 color rojo. Mi primer coche. A poco de andar me detuve, no muy lejos, en un bar de General Madariaga, un pueblo cercano, para tomar un café. En una de sus mesas un parroquiano llamó mi atención. Muy mayor, cubría la cabeza con una gastadísima gorra militar. Corrió la silla a su lado con un movimiento que asumí como una invitación para sentarme. Lo hice.

“¿De vacaciones?”, preguntó. Asentí y conté que venía de San Clemente. “Viví allí un tiempo, cuando me retiré de la Marina después de que derrocaron al general (Juan Domingo Perón, ex presidente argentino durante tres mandatos constitucionales) y nos echaron a todos los que prestamos servicios en Punta Rasa”, comentó.

Después de contarle que estuve allí y que recorrí la zona, quise saber más. “Hasta un corto tiempo más después de la revolución (como por décadas se denominó en la Argentina aquel derrocamiento), en 1955, trabajé en el destacamento de cabo San Antonio. Éramos unos 200 entre argentinos, alemanes y algunos otros extranjeros. Todos marinos. Construíamos una base para submarinos. Teníamos grupos electrógenos, instalamos las cañerías para recibir y suministrar combustibles. Dragamos un canal para que puedan ingresar algunas embarcaciones y hasta instalamos, a 600 metros del faro, un radar de gran alcance para detectar aviones que estuvo activo hasta cerca del año 60. Pero todo terminó. Un día nos licenciaron y nos dijeron que los que quisiéramos quedarnos aquí podíamos hacerlo. Muy pocos se fueron, pero los extranjeros se quedaron todos”. ¿Armando estaría entre ellos?

RUIDOSOS SILENCIOS

Formalmente y ante todos los intentos realizados para saber más nadie confirma nada ni corrige ni añade a esa historia atrapante en Punta Rasa. ¿Leyenda, mito costero? ¿Cómo saberlo? El silencio acompaña mitos, misterios y leyendas. En 1943, Carlos Gesell, pionero fundador de la villa que lleva su nombre –110 km al sur de San Clemente– fue detenido por la policía bonaerense, que lo interrogó sobre un sencillo oleoducto muy precario que desde sus campos se extendía hasta hundirse en el mar. El 17 de julio de 1945, vecinos sanclementinos vieron un submarino emerger cerca de la costa. Más tarde, el policía Pedro Longhi reportó un sumergible alemán frente a Mar del Tuyú, 37 km al sur de Punta Rasa. Datos. Historias. Ruidosos silencios. Submarinos alemanes o náufragos británicos, de esos temas casi no se sabe. Sin embargo, siempre algo trasciende. Alberto Moroy Salcedo sostiene que en Mar del Plata hay una playa “llamada de los ingleses en honor” a Isaac Morris, Samuel Cooper, John Duck, John Andrews y asegura que “aunque muy pocos lo saben hoy (el lugar donde estuvieron en 1742) se llama playa Varese y queda 380 km al sur de Montevideo”. Misterios argentinos.

Déjanos tus comentarios en Voiz