Hoy volvemos a encontrarnos con una página dedicada a la reflexión y opinión de Pepa Kostianovsky. Su aguda mirada sobre un tema que está entre los temas más abordados por lectores, opinólogos y analistas de todo pelaje, así como de quienes a través de las redes se expresan sobre los problemas de las familias en la sociedad de hoy.

  • Por Pepa Kostianovsky

Andan sueltas por el mundo, por el que conocemos al menos, algunas leyendas urbanas que no sé si pueden llamarse nuevas o si se vie­nen repitiendo como leta­nías en cada generación.

Entre ellas, elijo hoy una que a veces me da risa y otras me da bronca. Esa de que “la culpa de todo la tiene la juventud actual, por irres­petuosa”.

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Algunos les echan el fardo del desorden. Y otros lle­gan a extremos tales como haber desatado la ira de Dios o abierto las puertas del fin del mundo. De haber per­dido el sentido de la obe­diencia, las buenas costum­bres, el recato y el pudor.

No falta quien rescata aquel pintoresco mote inventado por un editorialista del dia­rio Patria, allá por los años 70, en que calificó a los crí­ticos de la dictadura como “roedores de los mármoles de la patria”.

Parten de la premisa de que hemos vivido todos estos últimos años, decenios, siglos, milenios, alineados y contentos, disfrutando de la armonía diseñada alguna vez, sobre un papel cuadri­culado, por una suerte de ser o seres infalibles y jus­tos, cuya inteligencia era solo comparable a su pro­pia fragilidad.

A partir de ese falaz y nos­tálgico concepto, todo aque­llo que implique quebrantar la impecabilidad del tablero es un desorden, un abuso, una falta de respeto, una indecencia, una afrenta, una desconsideración, una herida al honor, a la familia y a la sociedad.

Vamos a echarle una mirada al panorama más próximo. Apenas el del siglo pasado.

Hablamos del honor de una sociedad que veía como lógico y justo, por ejemplo, que un padre echara del hogar a una hija adoles­cente embarazada porque eso era un deshonor. Habla­mos de familias donde era natural y apropiado que el hijo varón ensayara sus pri­meros contactos sexuales con la criada de la casa. Y, además, la propia chica lo consentía asumiendo que era parte de sus obligacio­nes domésticas.

Estamos hablando de gente en la que era habitual que el padre o la madre usaran un tejuruguái, o un cinto, para castigar a niños, que después iban a la escuela luciendo vergonzantes las marcas de los golpes. Y esos rastros eran considerados merecidos.

Los cintarazos hogareños eran a veces también repar­tidos a la esposa. Y cuando hablamos de esposas, nos referimos a mujeres que pasaban de ser propiedad del padre a ser cosa del marido. Un traspaso que por lo gene­ral nada tenía que ver con la voluntad de los hijos, el gusto o el amor.

Dice Carmen Soler, en su sentido poema, que son des­gracias sumadas eso de ser mujer y ser pobre. No dejo de considerar que la pobreza haya y sigue siendo una pesada carga. Pero cuando considero que en las clases altas las mujeres también eran golpeadas y humilladas por arrogantes caballeros que, terminada la cena fami­liar, sin siquiera cepillarse los dientes perfumaban el pañuelo y salían campantes de recorrida.

Mientras las esposas eran ninguneadas o, de lo con­trario, condenadas a vivir preñadas. Mujeres que se morían al parir el noveno o décimo hijo. Unas de debili­dad, otras de tuberculosis y otras de sífilis gentilmente traída por el señor de la casa.

De esas familias y ese honor podríamos contar cien­tos de historias, que si hoy se siguen dando ya no son aplaudidas por una sociedad en la que por lo menos pode­mos denunciar un abuso, elegir con quién vamos a despertarnos cada mañana. Y bailar el diabólico rock and roll.

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