Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

La muerte y sus misterios. El temor infinito a la catalepsia y algunos casos sonados. Historias y leyendas urbanas que resucitan en la memoria en una noche de tormenta.

Algunos años atrás –tal vez entre 15 y 20– con un querido amigo que partió “hasta que volvamos a vernos” (así nos despedimos) dialogábamos, porque él lo propuso, sobre un texto escrito por la académica Marisel Hartfiel, titulado “La construcción social de la muerte. Una mirada actual”. Unos días más tarde de aquella lectura compartida impensada pero respetuosamente aceptada, JD (solo haré públicas las iniciales de sus dos nombres, no de su apellido, porque descreo que haya comentado con sus hijos e hijas aquellos pareceres) se largó a recorrer otras dimensiones. Fue tan fuerte aquel momento que me sentí obligado a guardar esa breve reflexión con claro tono académico. Horas atrás la releí. Y, por estas horas, cuando sé –inesperadamente– que otro afecto transita la incertidumbre de lo que algunas y algunos llaman el final, la memoria situada dio paso al re-pensamiento de aquel breve texto. La muerte inquieta. “Al hombre [y a las personas] de todas las épocas”, sostiene Hartfiel y, desde ese lugar, apunta que “la representación y las actitudes del hombre [de las personas] ante la muerte (costumbres, mitos, creencias, ritos) han sido muy diferentes en distintas épocas y en distintas sociedades” y, en ese contexto, asevera que “la muerte es mucho más que una cuestión médico-científica y que por todas sus implicancias culturales particulares debe ser entendida como una construcción social e histórica”.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

MEDICINA Y MUERTE

Con fina y precisa pluma explica y revela luego que “hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX la figura del médico está separada de la muerte” porque “el médico (por aquellos tiempos) acompaña al paciente mientras ‘hay algo que hacer’” y “cuando excede sus posibilidades de accionar el agonizante queda al cuidado de su familia” y, con esa mirada, apunta que aquella época “se caracteriza por el miedo a la muerte aparente y [por ese temor] no se confía en el médico para determinar si se ha saltado la barrera entre la vida y la muerte”. JD, aquel amigo que se fue y era consciente de la inminencia de su partida, leyó aquellos primeros renglones en alta voz. Luego, permaneció en silencio, mirándome a los ojos en espera de una respuesta que, lo aseguro, carecía. Creí ver en esa, su mirada, un desafío que no estaba seguro de poder aceptar o, más aún, si debía hacerlo. “La muerte, JD, es una cosa de vivos”, respondí como para decir algo, ganar tiempo y superar el momento. Mi línea de fuga no sirvió de mucho o, más precisamente, fue un absurdo inútil. Volvió a clavar sus ojos en los míos. “Es imposible que muera un muerto”, añadí en procura de construir o producir sentido. “¡Error, amigo, son los vivos quienes niegan la muerte!”, respondió. ¡Joder! “Lo único que deseo para mi entierro es no ser enterrado vivo”, dijo alguna vez Philip Dormer Stanhope (1694-1773), IV conde de Chesterfield, nacido en Londres, formado académicamente en Cambridge y que durante una buena parte de su juventud adhirió al Partido Liberal Británico. Desde ese recuerdo –por aquellos años– creí entender que JD, que superaba largo los 80, no temía morir, sino a no estar muerto cuando así lo declararan. Nunca pude olvidar esa charla. Caló muy fuerte en mí. ¿A qué muerte hacía referencia JD?, me pregunto desde entonces. ¿La de la persona? ¿La de las ideas? ¿La de los principios? ¿La de los valores supremos? ¿La de alguna época? Por allí andan mis pensamientos y recuerdos en este viernes de un verano por momentos tórrido –como debe serlo– y, en otros, frío y ventoso, con tormentas repentinas, lluvias y granizos destructivos. La vieja mecedora –refugio genuino con todos los climas– casi no mece cuando la medianoche, sin mipuntualidades, marca la llegada de un sábado tormentoso. Algún relámpago cruzó el cielo oscuro. Truena. ¿Será que los pueblos agotaron su paciencia y habrán iniciado el escarmiento, como lo advertía Perón? Sonreí en silencio. El recordado JD era un buen escritor que, con enorme dedicación, consiguió mantenerse y mantener sus hogares –casó 7 veces– con honestidad y sin carencias. Incluso, por algún tiempo, escribió crónicas policiales argentinas en un periódico prestigioso, aunque de baja tirada, de Montevideo. Me encantaba leerlo y, en cada oportunidad que podía, me reunía con él para compartir un café y hablar de sus historias.

El entierro prematuro”, con Ray Millan, inspirada en la novela de Edgar Allan Poe.

“ALGO PASA EN MONTES DE OCA AL 200...”

Cierta tarde, después de almorzar en El Navegante, un bodegón porteño ya desaparecido ubicado a media cuadra de la esquina de las calles Viamonte y Bouchard, JD, en tono de advertencia perfumada de misterio, sentenció: “Algo pasa en Montes de Oca a la altura del 200, en el barrio de Barracas”. No lo apuré. Es más, con poco para hacer en la inminente hora de la siesta, me preparé para escucharlo. Estoy cierto que no son pocas las megalópolis en el mundo que guardan entre los pliegues y repliegues de sus historias hechos trágicos y misteriosos. El barrio de Barracas se extiende en la zona sur de Buenos Aires. De alguna forma, el eje dinamizador de esa barriada, desde tiempos coloniales hasta la actualidad, es la ya mencionada avenida Montes de Oca. No es muy extensa. Su traza solo se extiende a lo largo de unas 20 cuadras. Sin embargo, en el siglo XIX aún se la mencionaba como la Calle Larga del Sur al igual que en la primera década del XX. Ya no era de tierra y tampoco, en épocas lluviosas, se convertía en un lodazal por el que transitaban lentamente carretas tiradas en algunos casos por bueyes. No. Aquello quedó atrás definitivamente arrasado por el llamado progreso. Pero ¿qué pasaba a la altura del 200? “Te comento”, respondió después de estirarse sobre el respaldo de la silla donde estaba sentado.

MUERTE SÚBITA Y OTRAS MUERTES

Cuando comenzaba la centuria pasada, el sábado 31 de mayo de 1902, una desgracia arrasó con la vida familiar de Eugenio Cambaceres, prolífico escritor argentino. Su hija, Rufina, que ese día cumplía 19 años, falleció. “Muerte súbita”, fue el diagnóstico médico. La residencia, ubicada en el 269 de aquella avenida, enlutó. También la familia que fue arrasada por la tragedia a partir de aquel momento y mucho más aún desde el 1 de junio cuando el féretro que contenía los restos de la infortunada joven fue depositado en el Cementerio de la Recoleta. Pocas horas más tarde, durante la noche del día siguiente, el cuidador del mausoleo que lleva el nombre de la finada descubre que el féretro estaba torcido, movido, y reporta la novedad. Una de las dos leyendas urbanas más extendidas desde aquel momento detalla que al abrir la caja mortuoria sus familiares y algunos funcionarios judiciales verificaron que el cadáver presentaba la mortaja rasgada y que en el rostro tenía marcada una mueca de terror. Otro relato epocal asegura que el ataúd estaba abierto, que Rufina logró salir de él y de la bóveda de los Cambaceres pero que, al no poder abandonar el cementerio, fallece de un síncope tomada con sus manos de la puerta de reja de la necrópolis. La noticia sacudió a la comunidad porteña. Con espanto, la mitología ciudadana da cuenta de que Rufina era cataléptica. No son pocos los registros que en ese sentido se tienen en Buenos Aires y el mundo por víctimas de catalepsia entre los siglos XVIII y XIX. Pero hubo más, en la vereda de enfrente de los Cambaceres, cuando el vecindario asegura que ya no vivían allí, casi 53 años más tarde, en el departamento E del piso 3 de Montes de Oca 280, Eduardo Jorge Burgos (30), el 17 de febrero, asesinó a Alcira Methyger (28), a la que luego descuartizó y diseminó sus restos en varios lugares de Buenos Aires. Mi silencio pesaba. Solo lo miraba y esperaba más. “En el mismo edificio –continuó– vivía, muy pequeña por entonces, María de las Mercedes Bernardina Bolla Aponte de Murano, a quien sus familiares, allegados, vecinos y vecinas llamaban Yiya que, como recordarás, en el transcurso del 1979 las crónicas policiales comenzaron a llamarla ‘la envenenadora’ porque mató a tres de sus amigas a las que convidó con masitas de producción casera contaminadas con cianuro a la hora del té”. Trágicas casualidades a las que JD, sin embargo, anudaba dentro de un contexto de misterio difícil para desentrañar. En algunas oportunidades, incluso, el amigo se aventuró con la dramaturgia. Creo que así logró parir tres obras que, en tiempos revolucionarios mundiales, un par de grupos de teatro alternativo estrenaron en centros culturales barriales. Como autor, su compromiso siempre estuvo del lado de los pueblos. Lo hacía con vocación y sin limitarse ideológicamente en los complejos tiempos de la bipolaridad emergente de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Aquellas presentaciones –al igual que las reuniones de “cine-debate”– se iniciaban con la lectura en alta voz de los textos propuestos. En algunas oportunidades había aplausos. En otras, las más, protestas, abucheos y, por qué no decirlo, hasta algunas sillas que volaban hasta estrellarse contra los cuerpos de quienes pensaban diferente. Fracasos y caos eran tan habituales en las obras de JD que me animo a pensar que –como constantes– operaban como dispositivos predilectos para impulsar debates tan ilimitados como inconducentes. Profundamente creyente como era aquel periodista, amigo y autor –hombre de fe profunda– siempre alguno de sus personajes exhortaba a creer como también a la búsqueda de culpas, arrepentimientos, castigos y redenciones. Desde esa perspectiva y con esas prácticas, JD proponía futuros promisorios. Para vivos o muertos.

Locutor argentino Héctor Coire. Murió en Montevideo. Inhumado en Buenos Aires. ¿Catalepsia?

DESDE RUFINA CAMBACERES

Con él profundicé en el conocimiento y alcances de la palabra tragedia. Desde el caso de Rufina de Cambaceres abrevé en el conocimiento de la catalepsia. Y también de lo fantasmático, aunque sé que los fantasmas no existen. Pero la catalepsia sí y también se la conoce como cataplexia o cataplejía. Tal vez, apoyado en el conocimiento de esa “pérdida brusca del tono muscular total o parcial” quizás causada por “emociones como la risa, la cólera o la vergüenza” es que Edgar Allan Poe haya escrito en “El entierro prematuro” que “los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos”. Desde esa afirmación, interroga y se interroga: “¿Quién podría decir dónde termina uno y dónde empieza el otro?”. En 1962, Ray Millan protagonizó una película exitosa con ese mismo título aunque en algunos países se estrenó como “La obsesión”, dirigida por Roger Corman. JD no solo la vio, sino que quedó muy impresionado por ella. De allí que, durante el año 1974, viajó y permaneció varios meses en el Uruguay para saber sobre la muerte súbita del locutor argentino Héctor Coire (55), que se produjo en ese país el 2 de enero. El certificado de defunción de quien fuera el exitoso conductor de “Sábados de la bondad”, un programa televisivo de larga duración, precisa que la causa de su muerte fue “infarto de miocardio”. Sin embargo, una versión epocal circulante que ganó espacio en la prensa de entonces da cuenta de que, meses más tarde, cuando sus restos fueron exhumados, estaba boca abajo, con sus uñas rotas y ensangrentadas y que la expresión de su rostro era de terror. ¿Otro caso de catalepsia? La familia lo desmintió, como también lo hicieran los familiares de Rufina de Cambaceres. No es sencillo conocer qué pasó. Pero sí se puede contar que el señor Alfredo Gath –fundador, junto con Lorenzo Chaves, de la famosa tienda que lleva el apellido de ambos– temía a la catalepsia. Para alejarse de esa posibilidad que lo asustaba, se cuenta desde varias décadas que ordenó construir un féretro que desde su interior se abría con un botón al alcance de la mano del émulo de Nosferatu y, al mismo tiempo, hacía sonar un timbre de emergencia en la guardia del cementerio que facilitaba el rescate del muerto que no murió. La leyenda urbana agrega que don Alfredo probó el funcionamiento del dispositivo una docena de veces hasta que, finalmente, la decimotercera fue la definitiva. Allí descansó en él desde 1917 hasta 1992 cuando sus restos fueron cremados. Allegados a los Gath –según JD– aseguran que en esa familia “son todos claustrofóbicos”.

Alfredo Gath: pánico a la catalepsia. Féretro especialmente diseñado para evitar el riesgo de ser enterrado vivo. ¿Lo probó 12 veces? Murió en 1916.


Dejanos tu comentario