Viviana tenía siete años y la buscaban sin cesar. Viviana, ¿dónde estás?, era la pregunta que se repetía con insistencia, pero ella continuaba sin aparecer. La pequeña quizás estaba escondida en uno de sus tantos juegos; sin embargo, algo terrible acababa de suceder aquel junio del 2007.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

La angustia y desespe­ración se podían sen­tir tan palpable ese día en las respiraciones que se agitaban y hasta se oían, más que el repiqueteo de los tim­bres. Las casas eran visitadas una por una; debían encon­trar a Viviana. La pequeña tenía tan solo 7 años y no la hallaban en ningún lugar.

Viviana Beatriz Pedrozo vivía con su abuela en el barrio Kennedy de Lambaré, entre las calles 5 de Junio y Nanawa. Hija de abuela… Sus padres, Norma y Darío, esta­ban separados. Él no la reco­noció y tras la ruptura viaja­ron a la Argentina. Ahí cada uno trabajó por su cuenta; Vivi quedó bajo la tutela de la anciana.

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Eso parecía no afectarla, ya que su infancia transcurría normal. Hasta la tarde del martes 12 de junio del 2007 nada más fue igual.

-Hola, señora, ¿no vio a Vivi? –era la pregunta recurrente. La familia, vecinos y los ami­guitos se unieron para abarcar el mayor territorio del barrio.

-Fue rumbo al templo evan­gélico, ¿saben dónde está? – preguntaba otro residente de las calles derruidas de aquel sitio. Pareciera que nunca vivió en esa zona y hasta pedían que se las describa para intentar recordarla. Mortificados, se preguntaban qué había pasado con la niña.

Cada uno hacía una retros­pección de esa jornada, ya que necesitaban rememorar cada cosa que hizo y dijo la pequeña. La tarde iba per­diendo su matiz, dejando que el manto oscuro termine por cubrir su velo del último tramo. La despedida de las 19:00 iba disipándose como las nubes de ese día gris.

Hola Pastor, soy Belén Pare­des, la tía de Vivi, es la niña que vive con su abuela a unas calles de aquí. ¿Ella llegó hasta este lugar en la siesta de hoy? No la estamos encon­trando y no nos quedan fuer­zas para buscar. Le dijo a su abuela que vendría al parque de su iglesia para columpiarse en la hamaca, pero al mirar detrás de usted tampoco la veo jugar.

El religioso no dudó en dar su respuesta: Viviana no fue hasta el templo, nunca llegó. Eso terminó por colmar de tormento a la mujer, que se quedó sin opciones dónde hurgar. No había rastros.

AYUDA

Con los pies cansados y la conciencia cargada de culpa, doña Tomasa, la abuela de Vivi, tomó lo último que le quedaba de energía y fue hasta la comisaría número cuatro de esa ciudad.

Sus pies llegaron arras­trando, imponiendo una mar­cha dolorosa con el carraspeo del suelo. Su mirada cansina y apesadumbrada ponía como meta la puerta principal del cuartel policial. Se abrió paso entre la gente, que llegaba igual de sumida con sus pro­blemas de inseguridad.

-Mi hijo, atendeme por favor. Soy una anciana desespe­rada. Mi nieta no aparece por ningún lado y necesito ayuda, che memby (mi hijo).

El agente de guardia aco­modó su gorra, la movió por la incomodidad y el cansancio de sentirse el padre del con­fesionario.

-SEÑORA, DÍGAME, ¿QUÉ OCURRIÓ CON SU NIETA?

La mujer le relató paso a paso ese día. La niña des­pertó como cualquier otro, jugó, almorzó y luego a la tarde pidió para ir hasta la iglesia evangélica. Muchos niños se juntaban en ese lugar y jugaban; ella quería ser parte de ello.

El policía escuchó todos los detalles de lo que ocu­rrió, pero aquello fue solo de cortesía. No podían hacer nada hasta que la persona permanezca con paradero desconocido durante 24 horas. Hasta ese momento, la policía no podía considerar como una desaparición.

La mujer retornó a la casa desilusionada. La niña podía estar en cualquier lugar, era indefensa y con mucho peli­gro al cual sobrevivir.

Los vecinos no desistirían, era la segunda oportunidad que tenían para encontrar al menos una información sobre la desaparición de Viviana. Esta vez, muchos ya estaban en sus casas luego del trabajo. El número de patrulleros civi­les aumentó. Con linternas y altavoces comenzaron a inva­dir canchas, patios abando­nados y calles sin salida. Cualquier sitio podía ocul­tar un detalle que les indi­que, al menos, una pista.

El tiempo avanzaba con len­titud, las calles pintaban un ambiente contradictorio. El bullicio era característico de días festivos, pero los ros­tros reflejaban impotencia y desolación.

Esa noche la oscuridad se apoderó de las esperanzas, Viviana no apareció.

Miércoles, 13 de junio. 13:50 PM. Las cuadrillas de bús­queda se intensificaron y nadie aguardó por la policía.

Resolvieron que era mejor adelantarse y luego solu­cionar la cuestión legal si es que los cuestionaban. En ese momento importaba hallar con vida a la niña de 7 años.

Un grito resonante retumbó en la cuadra, todos dieron vuelta. En más de uno la saliva pasó con dificultad, sus ojos tomaron volumen como si buscaran salir de órbita. El jadeo, principalmente en la familia, fue marcado. La mirada la dirigieron al lugar de donde provenía el ala­rido. Por un segundo cesó, pero consecuentemente más alaridos se escucharon. La corrida precipitosa marcaba el final inexorable, algo terri­ble les esperaba en esa direc­ción. Todos comprendían de qué se trataba, a todos les venía la misma imagen a la cabeza, pero así también todos se aferraron a ese sen­tido de negación.

EL GRITO QUE CORTÓ LA ESPERANZA

Cruzaron la cancha de fútbol y el matorral del baldío vecino se comenzaba a ver a medida que los pasos se agigantaban. La gente rodeaba en círculo un hallazgo. Frente a ese ani­llo de curiosos, la tía y abuela de Viviana estaban arrodilla­das, convulsionando de dolor, compungidas con lágrimas y arcadas de terrible sensación.

Yacía inerte la infante con marcados signos de dolor. El blanco lienzo de su piel quedó al descubierto, pinta­rrajeado con barro y desgarro. Su infancia le robaron.

Su rostro cubierto con lágri­mas y un sinsentido, arre­bato de violencia tatuado en la sien. Era brutal y lastimero, sin contemplación. No hubo perdón de Dios.

Una voz se escuchaba a los lejos, dando el reporte de la zona. Eran las calles Boque­rón y 12 de Junio. Una para­doja inexplicable la fecha en que desapareció.

-Vengan, agentes, por favor. La niña que no quisieron bus­car muerta se la encontró –reclamó un vecino a los poli­cías. La ley los aburguesó.

El médico forense pidió abrir paso. Se sentó sobre una pierna y su trabajo comenzó. En poco tiempo detectó un fuerte golpe en el cráneo. De politrauma­tismo murió. Llevaba signos de abuso y una mordaza en el suelo se halló. Intentaron callarla para que sus gritos no ayuden a rescatarla.

Impotencia en sus ojos, lágri­mas sin consuelo. Afectada por el hecho, una fiscal se asomó a la escena. Ordenó a los agentes mover cielo y tie­rra, un testigo debía lanzar un elemento de querella.

En la primera ronda de los centinelas de azul, un hom­bre avispado apareció para dar luz. Era un panchero de la cuadra y algo en la madru­gada de aquel miércoles llamó su atención.

Fueron extraños sus clien­tes y una frase bíblica –de uno– le llamó la atención. Sacó su teléfono y una fil­mación exhibió. En la repro­ducción se escuchaba: “No tengo perdón de Dios por los hechos cometidos”. En la mano empuñaba un cuchillo y sangre cubría la ropa que lo vestía. La policía no dudó, era demasiada coincidencia para tomarlo como casual.

Dos vecinos más del lugar se sumaron a la pericia, esta vez eran tres hombres saliendo de aquella propiedad aban­donada. Con cautela, los investigadores lograron descubrir a los sospechosos, eran Marcelino Valiente, el hombre del video, y Alfredo Barrios. Esa misma noche del miércoles, los grilletes de la policía le anunciaban su detención. Faltaba uno, tenía tatuada una letra “m” en el antebrazo. Solo conta­ban con ese dato.

Los días no pasaron en vano y quizás el exceso de con­fianza le jugó en contra. Cinco noches después un tercer hombre se sumó a la lista de posibles asesinos, Cristhian Toledo. Al detenerlo, el poli­cía le giró con brusquedad el brazo, llevaba la letra “m” impresa en la piel. Él era el último criminal.

UN REVÉS QUE MATÓ DOS VECES

En la estación de policía, los tres fueron separados e inte­rrogados. Una leve contra­dicción sustentaría la sospe­cha principal. Pero fueron duros, no los doblegaron. Con certeza de juramentado, cada uno dijo ser inocente y no conocer a la niña.

-Me tienen aquí por mis antecedentes, por eso la poli­cía me sigue y no me deja en paz, comisario. Marcelino Valiente miró fijamente al jefe policial y no vaciló.

Barrios estaba lúcido y deno­taba una frialdad absoluta. Con total tranquilidad negó a Marcelino, aunque hayan crecido juntos en el mismo barrio: Itá Enramada.

-Oficial, después de los dos años en la cárcel, no hago más que portarme bien. Hasta dejé las drogas. Alfredo levantó la barbilla para mostrarse más con­vincente ante la ley.

Toledo era la antítesis. Tosco y corto de palabra, miraba al suelo siempre y balbuceaba su inocencia.

-No tengo nada que ver –repetía sin cesar.

La fiscal perdió el norte con los días. Los testimo­nios comenzaron a caer, a desplomarse sin sentido. La prisión preventiva en la cárcel del barrio Tacumbú pasaba con velocidad y al año de encierro recupera­ron su libertad.

Los investigadores se que­daron sin testigos y las pruebas de ADN resultaron negativas. No había forma de relacionar las muestras obtenidas del cuerpo con la de los sospechosos.

La condena fue solo pública, la de muchos residentes del barrio. El grito de protesta soltó su bandera, que ondeó débil por algunos días.

Los repudios fueron graba­dos por los reporteros, pero con el tiempo la memoria de Viviana se fue difuminando tanto hasta desaparecer. Se apagaron como sus sueños, los de jugar en la hamaca de aquel parque de la igle­sia aquella tarde de media­dos de junio.

Fin…

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