Pepa Kostianovsky

En el capítulo de hoy de “Aldea de penitentes”, el foco de la atención vuelve a Clotilde, cuyo protagonismo sobre su familia y su manera de encarar la vida son toda una lección sobre la función de una “mujer decente” de ese tiempo y sociedad.

Después del desastre empresarial, Clota decidió no correr riesgos y mantenerse en los rubros habituales –”pichinchas inmobiliarias y oportunidades varias”–, en cuya administración tallaba su propia familia, hermanas, cuñados y sobrino, a quienes hasta entonces había considerado leales.

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La anécdota granjera había disminuido sus niveles de confianza, por lo que empezó a prestar mayor celo también a los balances y rendiciones de cuentas fraternas.

Los debe y los haber –y por sobre todo las “dobles contabilidades”– eran para ella un laberinto en el que se perdía irremediablemente. Pero lo que despertó su alerta fue la prosperidad de su parentela. Y, por sobre todo, el que instalaran sus propios negocios paralelos de los mismos ramos con la excusa de disimular las reiteradas provistas al Estado.

Enrollada en sus sospechas y las limitaciones de su orgullo, se resistía a pedir la ayuda de Elizardo, lo cual implicaba que había perdido la fe en su honorable e impoluta familia. Tampoco podía discutirlo con sus hijos, a los que había marginado de sus “fuentes de recursos” para que permanecieran prendadas a las “ubres paternas”. Y ni hablar de monjas y curas que, con el cuento de la piedad y el diezmo, se pasaban tirando de sus devotas mangas. No era cuestión de cambiar buitres por pirañas.

Las dudas le sacaban sueño y entusiasmo. El desánimo era notorio. Más de una de sus amigas le había dicho:

–Algo te pasa, Clotilde. Tendrías que consultar con tu médico. Mirá que a nuestra edad la menopausia se presenta con molestias diferentes. Así como algunas no sentimos nada, a otras les da mal, con desgano, tristeza, insomnio. A lo mejor necesitás hormonas o un estimulante.

¿Hormonas?, ¿estimulantes? ¿Clotilde Bogado de Cuenca?

Ella siempre había sido una locomotora, una usina de alto voltaje. No iba a andar ahora funcionando con pastillitas.

Además, ¿dónde se había visto a una mujer decente llevando sus ardores más allá de los que Dios le había impuesto como prueba de su función de esposa y madre?

Ella sabía perfectamente cuál era el motivo de sus pesares y dónde buscar ayuda. Aun cuando había sido Raquel, esa Yegua de Troya cargada de lujuria quien le había presentado a Berta Correa, el momento imponía buscar su sabiduría y su consejo.

Las atribuciones del “matriarcado criollo” fueron usadas y abusadas por Clota, quien sometió a sus hijos a su disciplina pródiga en contradicciones, alertas y un nutrido “índex” de lecturas y películas de gustos “excéntricos”.

La matrona acostumbraba a poner corte a las situaciones críticas con amagos de infartos, colapsos nerviosos, altibajos en su presión arterial e incluso dolencias que la llevaban a los quirófanos, como peritonitis, piedras en la vesícula, miomas y tumores que su “fortaleza espiritual” desarrollaba porque el status de “mujer enferma” implicaba no ser contrariada.

Su método pedagógico era parapetado por colegios religiosos, rosarios vespertinos y comuniones frecuentes. Los escarceos hormonales eran torturados por la amenaza de que “el fuego del infierno espera a las partes del cuerpo con las que más se hubiera pecado”. Por lo que el más inocente tributo a Onán iba acompañado de abrumadoras angustias.

Clota fue perdiendo su poder de manipular talentos y vocaciones en relación directa al temple o a la astucia que cada hijo desarrollaba para “gambetear” a la imponente progenitora.

Elizardo era, sustancialmente, un cero a la izquierda. Aunque más de una vez insinuó que los muchachos debían seguir la carrera militar, tuvo que aceptar que el mayor, Alfredo –para alegría de Clota–, optara por ocuparse de la administración de campos y estancias.

María Eligia –vivo calco de su madre– se casó con un teniente de Artillería y aportó los primeros nietos. Pero el marido tenía menos aguante que Elizardo y después de cuatro años devolvió el paquete, con dos niños y veinte kilos más.

Amarga como un primer mate y sin habilidad alguna se instaló en la casona familiar e inició su rutina de dormir hasta la hora del almuerzo, regañar a las sirvientas y mantener con su madre un diálogo en secuencia de chismes y reproches mutuos.

El General, que se había habituado a las mañas de su mujer, no pudo soportar tamaño anexo. Le financió un calafateo en una clínica donde la mataron de hambre y la sometieron a los prodigios de la cirugía estética. Y la equipó con departamento y boutique. Las Líneas Aéreas Paraguayas, siempre tan benéficas con “queridas, cuñadas y otras especies”, pusieron a su disposición un ticket mensual a Miami y otro a Sao Paulo, de equipaje ilimitado, para surtir la tienda.

Independizada y en condiciones de volver a calzarse un buen par de jeans, la muchacha estrenó nueva vida. No volvió a conseguir marido, pero tampoco se privó de necesarias alegrías.

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