Por Óscar Lovera Vera, periodista

La puerta se abrió. La niñera habría reconocido al visitante, lo dejó pasar y nuevamente cerró con llave la entrada principal. Lo que traía consigo ese hombre era una sed de venganza y nadie en la casa sobreviviría esa tarde. La matanza dejaría el más extraño y confuso sabor a un crimen que nunca fue esclarecido.

El calor incomodaba ese lunes 19 de diciembre del 2005; faltaba muy poco para la Navidad y la gente se alteraba en las calles como cada año. Sung Sim Lee Yi, una joven coreana de 35 años, ya llevaba un tiempo viviendo en el país y conocía el frenético ritmo de cada final de año.

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Ella terminó sus labores del día y estaba agotada después de esa dura jornada en el Mercado 4, donde trabajaba como comerciante en el local Santo Domingo. Su reloj de pulsera marcaba las 19:50; el tiempo ideal antes de la cena para disfrutar con sus hijos. Al fin llegó, estacionó su vehículo en el 1963 de la calle Pampa Grande del barrio San Vicente.

La joven cruzó el patio de su casa mientras pensaba en qué comer y si la niñera habría logrado que los niños se aseen y hagan la tarea. Se paró frente a la puerta y la llamó, pero nadie respondió. Volvió a golpearla, esta vez con mayor fuerza, y el silencio solo le devolvió preocupación. Intentó abrir bajando la manivela de la cerradura, pero estaba bajo llave. Algo ocurrió, pensó. No quiso que el temor la agobie e intentó una vez más, pero no hubo caso. Ya no le queda saliva por tragar, la angustia esta vez le dejaría con la garganta seca.

Estaba tan nerviosa que el pulso acelerado la dejó sudando, una gota fría surcó su espalda cortando lo último de paciencia que le quedaba.

Sin respuesta, Sung respiró hondo. Se habló a sí misma, convenciéndose de que quizás la niñera y los niños hayan salido en busca de algo que necesitaban, pero otra voz en su cabeza le decía que la mujer que los cuidaba no era de salir. El pavor aumentaría para ella cuando todos los teléfonos de la casa le derivaban al contestador automático.

Algo perturbada, pensó rápido y encontró la solución en sus vecinos. Fue a pedirles que le ayuden a abrir la puerta, varios de ellos se sumaron. Entre varios hombres forzaron la puerta y lograron abrirla. Algo terrible quedaría al descubierto. El pavor trasmutó en silencio que cortó el bullicio por un instante.

MÁS TEMPRANO

Eran las 10:30 de ese 19 de diciembre. El visitante entró a la casa sin contratiempos. La niñera, Antonia Bauer, de 40 años, lo recibió y fue a la cocina; el visitante la siguió hasta ahí. Ella cocinaba el almuerzo, el hombre aprovechó su concentración para tomar un cuchillo de carnicero que estaba en un cajón de la alacena. Caminó unos pasos y comenzó atacarla con voracidad apuñalándola por la espalda. Una y otra vez enterró ese cuchillo, desgarrando el vestido de Bauer, la piel y tejidos.

Veintisiete veces la apuñaló. Para reducirla, primero la atacó clavando el cuchillo dos veces en la zona lumbar –izquierda y derecha– una de cada lado. Luego incrustó el arma nueve veces en su pecho y seis veces en el abdomen. Aún no acababa; bañado en sangre continuó asestando heridas en los brazos, en ambos, diez veces en total. Era un carnicero.

Estaría agotado, solo su respiración se oiría en ese momento. La mujer yacía en el suelo empapada en su sangre. La olla impregnaba de vapor la cocina. La silueta siniestra rompería ese humo al atravesar la puerta para dirigirse a la habitación de los niños, ya que aún tenía asuntos pendientes.

Jae Lee Yi, de tres años, dormía en la cama. Su rostro resplandecía al darle de pleno la luz de una lámpara de mesa. La silueta de ese visitante se asomó al cuarto, dejó por un momento el cuchillo de carnicero, quizás con él se compadeció; un poco…

El asesino con una mano tomó al niño del cuello y sujetó su rostro contra la almohada, y con la otra mano ejerció una presión brutal en la espalda del pequeño, que en ese momento se sacudía de la desesperación. Esa fuerza quebraría la espina dorsal como cristal; Jae murió asfixiado.

Faltaban dos niños, Seung y Young Lee, de 12 y 10 años. Ambos estaban en la escuela. El asesino los esperó, tomó de nuevo el cuchillo de carnicero y se sentó aguardando a sus próximas víctimas.

Eran las cuatro de la tarde, los dos hermanos llegaron del colegio. Young quiso tomar un baño. En tanto que Seung fue y se acostó a lado de su hermano pequeño. Él pensó que dormía y no se percató de que estaba muerto.

Young abrió la llave de la ducha y dejó caer el agua sobre su pequeño cuerpo. La puerta estaba abierta, solo se escuchaba el agua azotar contra el suelo y luego colarse por la rendija.

El asesino lo vio de espaldas, mirando a los azulejos, concentrado de seguro en alguna caricatura o vivencia de su inocencia. Con paso lento se asomó para que el niño no se percatara de que estaba ahí. Con una mano sostenía la ropa interior del pequeño y con la otra su cuchillo.

Se arrojó contra él y lo amordazó con la prenda de vestir, el pequeño se sacudía de la desesperación. Ahí incrustó la hoja del cuchillo en el débil y pálido pecho de Young, muy cerca de la clavícula del lado izquierdo. El asesino no se detuvo y continuó apuñalándolo tantas veces que la sangre no dejaba distinguir las perforaciones.

El niño se agitó con los brazos intentando defenderse. La afilada hoja del arma le provocó heridas profundas. La sangre bullía a borbotones y se desteñía con el agua, que aún brotaba de la ducha, colándose en la ranura del desagüe.

Pero aún faltaba el mayor de los hermanos…

Seung estaba acostado a lado del cadáver de su hermano pequeño, pero él seguía sin percatarse. El visitante volvió por él a la habitación. Sus pasos nuevamente denotaron sigilo hasta que se paró justo a lado de la cama; ahí descargó nuevamente su furia contra el único que hasta ese momento quedaba vivo.

La piel delgada se desgarró con el primer corte, fue tan profundo lo que caló la hoja del cuchillo en la espalda – muy cerca del omoplato, entre la quinta y sexta costilla– que perforó el tórax. Nuevamente hundió su arma sobre él. Esta vez la herida sería bajo su pecho, dejándolo prácticamente inmóvil. Pero no sería suficiente para el visitante.

En un acto demencial, continuó infringiendo heridas al cuerpo de Seung, 23 perforaciones en las zonas lumbar, tórax y abdomen al punto de dejar las viseras al descubierto. El monstruo había acabado y escapó.

CONFUSA INVESTIGACIÓN

Más vecinos rodeaban la casa en el barrio San Vicente. La policía de Homicidios perimetró el lugar con una cinta y pidió a los agentes de Criminalística documentar todo. Sung Sim Yi estaba desecha. El golpe de ver a sus hijos y a la niñera muertos –con una saña inusitada– la dejó con la mirada fija en un punto en el vacío sin poder hablar. Exhalaba e inhalaba aire solo para continuar viviendo las imágenes que la atormentaban en su cabeza.

Esa misma noche la policía tejería su primera sospecha. Esto fue una venganza, investiguen a la niñera oficial, ordenaba con voz de mando el comisario Néstor Sosa, jefe de Homicidios. Los investigadores tenían una hipótesis de un novio celoso de Bauer, pero lo descartaron pocas horas después. No tenían suficientes pruebas.

Segunda tesis: la policía sospechó del tío de los pequeños: Chang Sung Lee, hermano del padre. Pero poco después desecharon nuevamente la idea, ya que comprobaron que viajó a México. Su boleto tenía fecha del 17 de diciembre y retornó el 21 de ese mes para el entierro de los niños. Chang conversó con los agentes y atinó a decir que una deuda impaga podría ser el desencadenante de la masacre. La policía notó también el rumor de que Chang mantuvo una relación amorosa con Sung y esto provocó la ira del papá de las víctimas.

El comisario Sosa estaba confundido y dubitativo, pero sin perder el instinto de sabueso que desarrolló con los años y que lo pusieron como jefe de departamento pidió investigar al padre, Jae Jung Lee, un hombre de negocios de 38 años.

El ciudadano coreano negó haber matado a sus propios hijos, pero sí reveló su intención de llevarlos con él al Brasil, donde residía la mayor parte del tiempo. Su relación matrimonial con Sung Sim Yi estaba acabada. Las sospechas sobre él no se disipaban, pero el agente Sosa no tenía nada en su contra.

UNA TESTIGO, LAS PRUEBAS Y EL CUCHILLO

El comisario Sosa ordenó a un grupo de agentes indagar a todos los vecinos de la cuadra; en ello una vecina se acercó y relató –con la voz entrecortada por los nervios– que vio a un hombre oriental con una gorra puesta llegar a la casa de los Lee a la misma hora en que habrían ocurrido los asesinatos.

Más tarde, le exhibieron una foto de la familia e inmediatamente reconoció esa gorra en la foto: la llevaba puesta Jae, el papá. La vecina recordó una situación más. Ese hombre que entró a la casa llevó una mano al bolsillo, habría sacado una llave y esto lo dejó entrar. El fiscal de la investigación nunca ordenó la detención de Lee.

A esto se sumó la desaparición de un cuchillo de la cocina. Sung aseguró a los agentes que le faltaba este elemento en la alacena. Los agentes comprobaron que la llave que usaba la niñera estaba en la hendidura de la puerta, colocada por dentro. El asesino aseguró la puerta con llave antes de huir.

UNA EXTRAÑA DECISIÓN

Año 2009. La investigación estaba empantanada, solo la familia de Antonia Bauer ejercía presión para que la Fiscalía y la Policía investiguen, pero nada ocurría. El fiscal Alberto González perdió la titularidad de la investigación y ordenaron a la agente Teresa Martínez ocupar su lugar. La nueva investigadora removió los documentos del expediente y entendió que un potencial sospechoso era el padre de los niños. Envió un oficio a un juez penal, Pedro Mayor Martínez, pidiendo la captura de Lee. Sin embargo, era muy tarde: Lee escapó a su país. En Corea no extraditan a sus nacionales. El hombre se escudó en esto dejando muchas dudas sobre si fue o no el asesino.

Pero algo más insólito sucedería después. Sung –la madre de los niños–, pese a ser paraguaya, optó por ir también al país asiático. Dejó de lado la búsqueda del hombre que mató a sus hijos y nunca se comprobó quién fue aquel sangriento visitante.


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