• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

“¡Carterooooo…!”, escuchamos. El anuncio nos sorprendió. En el buzón, aquel que desde muchos años no llegaba hasta nues­tra casa, dejó corresponden­cia. Con algún grado de ansie­dad, la retiré de ese buzón que, como en el tango de Basterra, “teje telarañas” por falta de uso. Pero ese día, no. Una pos­tal, claramente, sobresalía de su interior. “¡Es de Valentina!”, dije a quien quisiera y pudiera escucharme. “¡Para mis abus! ¡Les mando muchos besos desde el Viejo Continente! Los amo y los extraño mucho”.

Licenciada en Turismo y Hotelería, luego de gra­duarse partió para conocer el mundo y navegar su destino. El dulce mensaje llegó desde Londres. La mayor de nuestras amadísimas nietas nos recordó y escri­bió desde lejos. Fue despa­chada el 1 de julio del 2022. Pesa 20 gramos. Demoró 47 días para recorrer algo así como 11.381 kilóme­tros hasta llegar a Mar del Plata, a unos 1.672 kilóme­tros al sur de mi querida Asunción. Con emoción, le enviamos un Whatsapp para que supiera que sus “muchos besos” ya anidaban en nues­tros corazones. “Pensé que se había perdido”, respon­dió. Era evidente su alegría. “Nunca mandé nada desde el correo”, agregó. No importa su edad. Son millones quie­nes, como ella, tampoco lo hicieron jamás.

Dora, la maestra retirada, interpretada por Fernanda Montenegro, para sobrevivir escribe cartas que le dicta gente analfabeta.

EL PODER DE LAS CARTAS

Los recuerdos de aquellos años en los que el correo era central en nuestras prácticas vinculares se amontonaron en mí cuando, este viernes, me refugié en la vieja mece­dora. Por esta fría noche de primavera me acerqué a los leños. Un viejo conocido escocés en el vaso, Glenfar­clas 25 Years Old, aportó con suavidad perfumes de fru­tos secos, con algo de choco­lates, un marcado toque de nueces misturado con humos y cebada de trigo malteado que –liberados luego de un cuarto de siglo– aportaron al paladar hasta un invalora­ble sabor a madera de roble.

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Concluida la liturgia aromá­tica y gustativa, añadí dos rocas de hielo y, contra las lla­mas, aprecié al trasluz su dis­creto color dorado. La palabra cartas operó como dispara­dor. La memoria, como dis­positivo, añadió expresio­nes vinculadas que todavía aplican al lenguaje coloquial. Tirar las cartas. El poder de las cartas. Tiradores de car­tas. Las cartas están echa­das. ¿Jugamos a las cartas? ¡Quema esas cartas! ¿Qué es una carta? ¿Quién manda una carta?, podría preguntar, tal vez, con curiosidad alguna o algún nativo digital. Trai­ciones, juramentos, triste­zas, alegrías. Todo puede ser una carta.

HACIENDO MEMORIA

Relevantes sucesos de la his­toria de la humanidad toda­vía se dilucidan con los con­tenidos de las cartas que A envió a B. Los textos sagra­dos contienen infinidad de cartas. Casi podría decir que todo, alguna vez, fue parte o pudo serlo de una carta que nunca se envió. O sí. Violeta Parra, allá por los años más oscuros, tiránicos y crueles en el sur del sur, afortuna­damente, nos sacudió con La Carta. “Me mandaron una carta / por el correo tem­prano, / en esa carta me dicen / que cayó preso mi hermano, / y sin compasión, con gri­llos, / por la calle lo arras­traron, / sí... / La carta dice el motivo / de haber pren­dido a Roberto: / haber apo­yado el paro / que ya se había resuelto. / Si acaso esto es un motivo / preso voy también, sargento, / sí... / Yo que me encuentro tan lejos / espe­rando una noticia, / me viene a decir la carta / que en mi patria no hay justicia, / los hambrientos piden pan, / plomo les da la milicia, / sí...”.

La propia Violeta, Quila­payún o Mercedes Sosa, can­tándola –con nosotras y noso­tros– nos sentíamos carteros mundiales para denunciar la masacre. Cartas, cartas y más cartas. “Igual que las este­las, que siguen las naves / Yo marcharé constante detrás de tu querer / Mi amor es todo tuyo, muy tuyo, bien lo sabes / Y por mi madre juro, que eterno habrá de ser / No olvi­des que te quiero, ni dejes de quererme / Ya sabes cuanto sufro si estás lejos de mí / Recibe muchos besos y ven prontito a verme / ¡Son frases que tu pluma ha escrito para mí!”, canta Gardel en el tango al que tituló “Aquellas car­tas”. O el poeta migrante Rey­naldo Yiso que, después de un largo viaje, escribe: “Dos días hace, mamma, que estoy en la Argentina, / no me parece cierto sentirme tan feliz. / Si vieras Buenos Aires, qué linda y qué distinta / a nues­tra pobre Italia, cansada de sufrir. / Quisiera en esta carta decirte muchas cosas / que en este suelo amigo dan ganas de vivir, / que ya soy otro hom­bre, que sueño a todas horas / con el día que pueda traerte junto a mí. / Y dile a la Rosina que siempre pienso en ella, / que yo en la Argentina trabajo con amor / Que cuando este­mos juntos aquí nos casare­mos / y juntos le daremos las gracias al Señor”. Impresiona.

Napoleón a Josefina: “Ya no te amo: al contrario, te detesto. Eres fea, una ingrata, una estúpida, una desgreñada. Ya no me escribes. No amas a tu marido”. Ocho años después fue emperatriz consorte de Francia.

FLORENTINO ARIZA Y LA MAESTRA DORA

Carteros, buzones, remiten­tes, destinatarios. Dicen que poco más de 93 mil palabras contiene el diccionario de la Real Academia de la Len­gua Española. Muchas caye­ron en desuso en este idioma amplio y formidable en el que ser y/o estar son el mismo verbo. ¿Curioso, verdad? Bruno Ramírez, un espa­ñol de Sevilla, en 1771, un 14 de setiembre, fue designado cartero en estas tierras colo­niales por Domingo Basavil­baso. Estuvo poco tiempo en ese cargo. Al parecer, solo un año. Suficiente para ingresar en la historia. “Un busca que tuvo la suerte de conseguir un laburo en el Estado”, comentó un conocido parroquiano irrespetuoso en la mesa de un bar alguna tarde cercana. Nadie festejó la lamentable ocurrencia. Escribir cartas, cartearse, es una práctica social extendida. Hay quie­nes piensan que en decaden­cia. No estoy completamente seguro de que sea así. Escri­bir cartas desde siempre fue importante. A tal punto que el maestro Gabriel García Márquez, en “El amor en los tiempos del cólera” (1985), describe a quien escribía cartas de amor por encargo. De hecho, a Florentino Ariza –uno de los personajes de aquel maravilloso texto– “le sobraba tanto amor por dentro que se lo regalaba a demandantes enamorados analfabetos en forma de car­tas de amor gratuitas escri­tas en la calle”. Analfabetismo en carne viva. Nada excep­cional, por cierto, hasta bien avanzado el siglo pasado. En Estación Central, brillante filme brasileño que dirige Walter Salles, de 1998, Dora –una maestra que compone la actriz Fernanda Montene­gro– para sobrevivir escribe las cartas que le dictan las personas analfabetas que pagan por ello. Cartearse es querer hacerse visible desde la ausencia para que sepan de ese o esa que envía con el deseo de saber de quien reci­birá y, tal vez, responderá.

UN SENTIMIENTO ESCRITO

A veces pienso que el amor, a partir de las cartas, también es un sentimiento escrito. Aunque no siempre se escri­ben buenas noticias. “Dos letras tan solo te escribo, / Y te diré por qué, de ti me separé / Haciendo un sacrificio / No tengo valor para hablarte / Después que te mentí, jurán­dote por Dios / Amarte hasta morir / Por eso te escribo esta carta…”, dice la letra del bolero titulado “Traición”. Todos y todas tuvieron, tienen y ten­drán –a no dudarlo– algo para contar. En algunos casos, “con una carta, es mejor”, sostienen quienes prefieren la distancia al cara a cara.

Cuenta la historia que, allá por 1796, Napoleón estaba en Verona. En el norte de Italia. Un año más tarde la ocupó militarmente por completo. El Veneto era y sigue siendo una región de importan­cia para cualquier estratega. Rodeada de una suerte de empalizada natural consti­tuida por colinas de mediana altura, la ciudad se recuesta sobre el meandroso río Adi­gio. Desde tres siglos antes de nuestra era fue centro de dis­putas entre las potencias de entonces. No es un lugar más. Muchas historias se desarro­llaron en sus calles, que aún hoy tienen aspecto medioeval. Amores, desamores y rencores se perciben allí. El amor impo­sible de Romeo y Julieta nació, creció y devino en tragedia en Verona. Se asegura, incluso, que en los sótanos del claustro de San Francisco del Corso, en un sepulcro abierto de mármol rojo, descansan los restos de la joven, aunque su descanso es un decir porque millones de visitantes lo interrumpen para ver un sitio relacionado con aquel amor imposible que William Shakespeare inmor­talizó para siempre. Verona no es un lugar más.

Algo pasa desde siempre allí con el amor, los amores, las y los amantes que, en algunos casos, escribieron cartas que –lo quisieran o no– queda­ron como testimonios para la posteridad. Napoleón, enre­dado entre estrategias, tác­ticas y escaramuzas, indig­nado alguna vez con Marie Josèphe Rose Tascher de la Pagerie, Josefina de Beauhar­nais, la primera de sus espo­sas y a la que celaba profun­damente no dudó en escribirle para que supiera de sus senti­mientos atormentados: “Ya no te amo: al contrario, te detesto. Eres una fea, una ingrata, una estúpida, una desgreñada. Ya no me escribes; ya no amas a tu marido. ¡Sabes el placer que tus cartas le producen y no le escribes más que seis líneas trazadas al azar! ¿Qué hacéis señora durante todo el día? ¿Quién puede ser ese mara­villoso, ese nuevo amante que absorbe todos vuestros instantes, tiraniza vuestros días y os impide acordaros de vuestro marido? La verdad es, mi buena amiga, que me tiene inquieto el no recibir cartas tuyas. Escríbeme pronto cua­tro páginas y llénalas de esas amables frases que inundan mi corazón de sentimiento y de placer. Muy pronto te estrecharé entre mis brazos y te cubriré de besos ardien­tes como el clima del Ecuador. Bonaparte”.

Casi mil kilómetros recorrió aquella misiva para que la reci­biera en París Josefina, quien 8 años más tarde, en la catedral de Notre Dame, el 2 de diciem­bre de 1804, se convirtió en emperatriz consorte. Segu­ramente, después de aquella altisonante comunicación epistolar, hubo otras menos agresivas que aceitaron la rela­ción entre aquellos amantes con vocaciones imperiales.

“SIGMUND Y EL LIBERTADOR”

Conmueve el poder de las car­tas que, por cierto –al menos aquellas que leí con deteni­miento–, eran tan breves como contundentes. Sigmund Freud alguna vez le escribió a Martha Bernays, su esposa: “Mi preciosa amada. Solo cua­tro letras que quizás lleguen al mismo tiempo que yo. Me alegro que hayas renunciado a poner resistencia a mi viaje. ¿Recuerdas aún mi primer cumplido hace tres años y medio, cuando no sospecha­bas nada? Te dije que de tus labios caían rosas y perlas, igual que le sucedía a la prin­cesa del cuento y que la única duda posible era si lo que pre­dominaba en ti es bondad o la inteligencia. Así adquiriste el nombre de princesita. Y ahora que te conozco bien no puedo sino corroborar el cumplido, aptitud que tan solo adivinaba por entonces. Que las cosas sigan siendo siempre entre nosotros como lo son hoy. Debo dejarte, querida mía, pues es medianoche. Que el amor y la ciencia jamás aban­donen a tu Sigmund”.

Enternecedor. ¿Qué habrá respondido doña Marta? En 1825, Simón Bolívar estaba en Ica, una ciudad de Perú. En el transcurso de un alto el fuego antes de batallar en Aya­cucho, la nostalgia pudo con él con más efectividad que la metralla o el sable. Manuela Sáenz –coprotagonista de su “amor pirata”, diría Paz Mar­tínez– no lo abandonaba. Don Simón quería romper. Termi­nar con esa relación que era como una presencia resistente a conjuros y exorcismos.

“Mi bella y buena Manuela: Cada momento estoy pen­sando en ti y en el destino que te ha tocado. Yo veo que nada en el mundo puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y del honor. Lo veo bien, gimo de tan horrible situación, por ti, porque te debes reconciliar con quien no amas y yo porque debo separarme de quien idola­tro. Sí, te idolatro hoy más que nunca jamás. Al arrancarme de tu amor y de tu posesión se me ha multiplicado el sentimiento de todos los encantos de tu alma y de tu corazón divino, de ese corazón sin modelo. Cuando tú eras mía yo te amaba más por tu genio encantador que por tus atractivos deliciosos. Pero ahora ya me parece que una eternidad nos separa por­que mi propia determinación me ha puesto en el tormento de arrancarme de tu amor. Y tu corazón justo nos separa de nosotros mismos, puesto que nos arrancamos el alma que nos daba existencia, dándonos el placer de vivir. En lo futuro tú estarás sola aunque al lado de tu marido. Yo estaré solo en medio del mundo. Solo la gloria de habernos vencido será nuestro consuelo. ¡El deber nos dice que ya no somos más culpables! No, no lo seremos más”. Era el 20 de abril de 1825. Cuidadoso de que un espía pudiera capturar esas sus palabras encartadas en el peligroso viaje hasta Lima solo firmó “SB”. Seguramente pensó que el doctor Thorne, esposo de su amada, nunca sabría de ese amor. Se equivocó. Tal vez, si hubiera sabido de Juan Pedro López (1885-1945), un poeta popular nacido en Etcheve­rría, hubiera optado por quemar aquella carta. “Quemá esas car­tas donde yo he grabado / Solo y enfermo mi desgracia atroz, / Que nadie sepa que te quise tanto, / Que nadie sepa, sola­mente Dios. / Quemalas pronto y que el mundo ignore / La inmensa pena que sufriendo está, / Un hombre joven que mató el engaño, / Un hombre bueno que muriendo va. / Te amaba tanto que a mi santa madre / Casi la olvido por pen­sar en ti, / Y mirá ingrata cómo terminaron / Todos los sue­ños que vivían en mí. / Yo ya no espero que tu amor retorne”.

Tal vez por ello las más actualizadas aplicaciones (APP) para mensajería ins­tantánea proponen borrar lo escrito en poco tiempo. ¿Será mejor?

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