Con apenas 20 años, Luis estaba atrapado en una extraña obsesión. Los excesos con drogas y el alcohol lo llevaron a planificar una venganza contra su progenitora en el 2007.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

En una casita de madera construida en la copa de un frondoso árbol pasaba la mayor parte del día. Imponente el guatambú en el patio de la casa materna, algo oscuro escondía.

No importaba cuántas horas transcurrían; mientras más tiempo alejado de la realidad, estaba mejor.

Miguela Ursulina Rodrí­guez era su madre. Hablaban poco, lo necesario durante el día y cuanto más la evitaba los fines de semana, mejor. Los distanciaba un mundo en cuanto a gustos.

Ella era una contadora de 46 años, dedicada a los detalles, los números, balances y el orden con mucha disciplina. Él tenía 20 años. Adoraba la filosofía y todo giraba en torno a ello; odiaba las mate­máticas. Estudiar lo mismo que su madre lo frustraba.

Esa casa del árbol en la ciu­dad de Ybycuí –en el depar­tamento de Paraguarí– era el sitio donde podría escon­der una personalidad que pocos conocían. Ahí gestaba su amor por el dictador Adolf Hitler, guardaba escritos en los que alababa el suicidio y sus libros sobre magia negra.

Contemplaba imágenes crueles de decapitados que tenía almacenadas en su teléfono celular. Oscura y fría, una obsesión poco com­prensible lo dominaba. Siem­pre se mostraba opuesto a lo que estos pasatiempos podrían describir…

Domingo 24 de junio del 2007. Todo en la habitación le daba vueltas y su estómago iba a estallar. Bebió tanto hasta hace unas horas que apenas podía levantar las manos para sujetar la cabeza como si esto era suficiente para aliviar el intenso dolor que le provocaba la borra­chera.

El estruendo que genera­ban los golpes en su puerta seguían retumbando en su habitación y los oídos los tenía tan sensibles que ese escándalo de su madre le calaba los tuétanos de sus nervios. Una y otra vez, hasta que saltó de la cama. Los gritos de su madre no iban a parar hasta que abra esa puerta.

Inmediatamente recordó que llegó a la casa a las seis y bebió hasta las 4:30. No había forma de recuperarse de aquella resaca. Los recla­mos continuaban, lograba escuchar los mismos repro­ches de siempre. Pero decidió poner un punto final.

ALGUNAS HORAS ANTES

La música ambientaba la casa, Luis y Miguela parti­cipaban de un cumpleaños en el centro de la ciudad de Ybycuí, a unas cuadras de su casa. Ambos disfruta­ban de estar con sus amigos y la charla se hacía amena. La mujer recordó que debía trabajar. La semana comen­zaría con muchos compro­misos y no podía dedicarle más tiempo a desvelarse o el domingo se haría corto. Creyó conveniente que Luis también descanse; sus estu­dios en la facultad lo espera­ban y estaba convencida de que la disciplina y la presión para que no desista –pese a que no le gustaba– eran la clave para recibirse como contador, igual que ella.

“De eso se trata…”, se con­venció a sí misma, enfática y determinante. Miró su reloj de pulsera y alcanzó a ver que la hora le pasó más factura de lo que estimaba, era la 1:30 de la madrugada. “¡¡Luis, vamos ya, tarde se hizo y mañana tenés cosas que hacer, mi hijo!!”, esa voz cortó toda conversación en medio de tanta gente. Fue como una flecha que atravesó varios objetivos al mismo tiempo.

Luis miró a su madre desde lejos. Serio, con el ceño frun­cido, fulminó con una mirada penetrante y de disgusto. Escuchó risas y susurros a los costados. La vergüenza lo carcomía y las burlas desa­taron su odio. Refunfuñó por dentro, en su cabeza lanzaba improperios hacia su proge­nitora y su orgullo no permi­tiría –al menos ahí– hacér­selo saber. Prefirió el silencio.

Luis miró el reloj de la cocina, fue a punta de pies hasta ahí. Miró la hora. Transcurrie­ron hora y media desde que su mamá se acostó a dor­mir. Solo necesitaba sor­tear la puerta principal y el viejo portón que rechinaba por el óxido en el pasador. Lo había logrado y otra vez fue a la casa donde estaban sus amigos. Pidió más vino y alardeó esta vez: “Salgo a la hora que quiero y para darle el gusto nomás me fui hace rato, ja’u atu (vamos a tomar)”, les decía Luis mien­tras con una mano quemaba hierba y dejaba que la droga le sacudiera los sentidos. No se retiró de ese lugar hasta dos horas después. A su casa llegó a las seis de la mañana. ¿El camino esta vez fue más largo o los detalles aún no se sabían...?

SUEÑO TRUNCADO

Molesto por los reclamos de su madre, que termina­ron por cortar su siesta de domingo, Luis comenzaba a sentir unas intensas ganas de callarla. Su respiración se agitaba mientras el regaño no cesaba. Era lo mismo de siem­pre, bebió mucho, no pensaba en su futuro y se pasaba dur­miendo. Dijo basta, abrió la puerta de su habitación y la cerró con furia. El golpe cortó por unos segundos los gri­tos de Miguela. “¡¿A dónde vas?!”, dijo la mujer increpán­dolo con autoridad. “¡Acá, al patio!”, respondió Luis, pero mascullando cerró la oración determinando lo que ocurri­ría: “Ya vas a ver para qué…”.

En la cabeza le cruzaban imágenes de su madre, los momentos de reprimenda. La sangre le hervía y no que­ría contenerse. Sentía que su respiración se aceleraba y debía reaccionar ya para calmar su ira. Fue hasta un pequeño depósito de madera donde almacenaban herra­mientas, tomó un machete y fue hasta donde estaba su madre.

Su caminar era medido, trataba de hacerlo despa­cio. Cada vez que se aproxi­maba a la casa, aumentaba su sigilo. Las manos le suda­ban y sostenía con más fuerza la cacha de la herramienta. La hoja resplandecía con el sol y refractaba en su rostro, tenso, fiero.

Al llegar hasta la habitación de su madre solo atinó a decir: “¡Mamá...!” y descargó su furia inyectada al arma. El machete se lo incrustó en medio de la cabeza.

La sangre brotaba a borboto­nes. Mientras, la mirada tiesa y desorbitada de su progenitora buscaba una explicación a la iracunda reacción de su hijo.

Hace semanas venía cavando una fosa dentro de una de las habitaciones de la casa. Una que no la usaban habitual­mente. Enterró el cuerpo, lo cubrió poco a poco con la arena amontonada a los cos­tados. Cerró el cuarto con llave y continuó su vida como si en esa casa nada hubiera pasado.

25 DÍAS DESPUÉS

El frío traía tranquilidad al barrio. Eran las diez de la mañana del 19 de julio. Un grito interrumpió esa paz. Descubrieron el cadáver en el dormitorio. La curiosidad de una vecina encargada del aseo periódico de la vivienda llevó a aclarar la extraña des­aparición de la contadora. Todos los pobladores pen­saron que Miguela y su hijo continuaban por la capital, donde rentan un departa­mento para mayor comodi­dad en sus obligaciones. Pero no fue así. Se podía percibir el olor característico del cuerpo en estado de descomposi­ción, solo que los residen­tes del barrio pensaron que era un animal muerto. La casa estaba en orden, nin­gún signo de pelea, no había rastros de puertas violenta­das. La policía iba apuntando cada detalle que le resultaba llamativo.

Uno de los agentes se acercó a la mujer de los quehaceres domésticos y la interrogó: ¿Sabe usted con quién vivía esta mujer? Ella respon­dió: “Con su hijo, oficial. Un muchacho de 20 años”. “¿Y dónde está él?”, volvió a pre­guntar el agente.

-Pues él tampoco aparece desde hace tiempo, desde aquel día del cumpleaños, hace un mes…

El policía quedó dubita­tivo. No había indicios de un asalto, una venganza, abuso, nada. Más bien apuntaba a un crimen planificado y fal­taban piezas para saber de qué se trataba.

LOS AMIGOS DE LUIS

La policía de Homicidios tenía su instinto, pero antes debía respaldar eso con indi­cios al menos. Con la infor­mación sobre el cumpleaños de aquel 24 de junio, los agen­tes fueron hasta esa casa. Preguntaron por los amigos de Luis y en poco tiempo ya tenían una lista de posibles informantes, solo debían presionar un poco para tener detalles del crimen.

Tres hombres fueron esposa­dos y llevados a la comisaría.

Un agente de tupido bigote y aliento avasallante se acercó y –como esta­ban sentados– reclinó su cuerpo hasta quedar en un duelo de miradas con los tres. Luego de intimidar­los, recorriendo el rostro de cada uno con actitud tosca, elevó la voz interrogando a los tres: “¡¿Quién de uste­des me va a contar qué pasó con esa mujer, por qué esta muerta…?! ¡Ahora!”.

Balbuceando, uno de ellos relató las últimas horas de aquella fiesta y la forma siniestra en la que actuaba Luis. Pero los datos que más despertaron suspicacias en el agente fueron las actitu­des psicóticas de Luis y que esa madrugada él aseguró que ya era independiente y debían festejar eso. Pero nada podían hacer, Luis des­apareció.

EN LA CLANDESTINIDAD

La última vez que Luis fue visto en la ciudad fue esa noche y el último rastro que logró seguir la policía fue un movimiento en el Departa­mento de Migraciones. La salida del país fue el 28 de junio, cuatro días después de la fecha de muerte. Uno de los agentes miró fijamente el monitor de la computa­dora. Un detalle le llamó la atención. Luis salió del país a las 13:00 del 28 de junio y regresó al día siguiente a la misma hora. ¿Qué intentó hacer?, se preguntó. El inves­tigador tenía sus fuertes sos­pechas, pero aún le costaba comprender las reacciones de ese hombre.

Para solventar esta coartada, Luis tomó 300 mil guaraníes de la cartera de su madre. Luego, llevó un televisor, una cámara fotográfica y una com­putadora para empeñarla y sacar algo de plata. Con eso podía intentar convencer –más adelante– a la policía, ase­gurando que el día del crimen él no estaba en la casa.

Vagando como un nómada, Luis se internó en el Chaco. Huía de un destino deter­minado, era el único sos­pechoso del asesinato de su madre. Pensó que lo mejor sería ocultarse en algún lugar donde nadie lo pueda buscar, donde nadie se acer­que a preguntar por él.

En ese trayecto encontró una tribu indígena angaité. Aquí será, se dijo incorporando esperanzas a la fuerza. Se presentó ante el líder de la comunidad. Se hizo llamar Nelson Ramos con el fin de que no lo identifiquen.

Tras dos meses, Luis intentó subir rápidamente en sus pretensiones, ya no le gus­taba la vida ajustada de los indígenas. Se acercó al caci­que y le pidió que interceda por él ante el gerente de la cooperativa de Loma Plata, en el Chaco paraguayo. “Tengo conocimiento de informática, puedo traba­jar ahí”, mencionó Luis.

En ese instante no hubo comentarios, pero el jefe entendió que algo poco claro ocurría. Cambió de parecer y denunció a la policía local la presencia de ese joven en su pueblo.

Los agentes locales pidieron refuerzos y en poco tiempo rodearon el lugar. Luis no tuvo opción y se entregó. Su aspecto era otro, dema­crado, sucio, con la barba tupida y el cabello greñudo. Sus momentos en la clandes­tinidad terminaron.

En el Departamento de Investigación de Delitos, Luis confesó lo que ocurrió. Contó cada detalle del crimen y el motivo fue el hartazgo y se mostró arrepentido.

Pero los agentes descu­brieron algo más. Uno de los agentes de Homicidios encontró incoherencias en la confesión de Luis y la versión que dieron varios testigos.

Atando toda información suelta, el perspicaz agente reveló que el asesinato ocu­rrió durante la madrugada del 24 de junio. Tomó un papel en blanco y comenzó a diagramar la crónica del asesinato. El primer trazo describió: el joven fue molesto con su madre. Tomó el machete y la ase­sinó en su cuarto. Volvió una hora y media después al cumpleaños, con ropa lim­pia: jeans y remera blanca. La que llevaba antes tenía sangre y estaba sucia luego de enterrar el cuerpo en la fosa que preparó dos sema­nas antes. Todo lo ante­rior lo inventó, sin enten­der por qué. El último dato que apuntó el investigador decía: el plan fue en la casa del árbol, la muerte siempre estuvo ahí.

Dos años después. Luis Roche Rodríguez lucía pul­cro, aseado y con la mirada fija en el tribunal.

El juez sentado en el medio leyó la decisión en voz alta. La condena fue a 15 años de prisión por el asesinato de Miguela, su madre.

LA REDENCIÓN

El 13 de julio del 2016, cua­tro reos de la Penitencia­ría Industrial Esperanza de Asunción afrontaron una audiencia de reducción de pena. Entre ellos, estaba Luis Miguel Roche.

Para ese entonces, Luis cum­plía su noveno año de reclu­sión. Mediante ello, Luis logró reducir los seis años que le restaban de condena a 77 días. El 28 agosto del 2016 recuperó su libertad.

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