El relato de hoy de la novela “Aldea de penitentes” relata el encuentro de la adolescente Antonia Mereles con lo que ella piensa que es “su destino”. La suerte que le ha tocado en la vida y de la que ella no reniega. Berta y el todopoderoso dictador se encuentran una vez más, convocados por la intriga sobre esa niña tan especial.

  • Por Pepa Kostianovsky

Pero no era precisa­mente un Alberto el que marcaría el destino de Antonia, sino un Alfredo, que en uno de sus pasos por la Villa registró a la adolescente que cargaba a la benjamina.

Stroessner no tenía el menor interés en críos y no lo disimu­laba, pero el porte de la niñera lo hizo gastar varios minutos en elogios y felicitaciones.

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Al dirigirse al automóvil, le susurró a Elizardo:

-¿Re’úma pio chupe?

-Negativo, mi Comandante.

-¡Erahaka chéve!

-A su orden, mi Comandante –respondió Cuenca, cuadrán­dose ante la superioridad.

-Mañana va a venir a buscarle González.

-Comprendido, mi Coman­dante.

Clota ni dudó de la explicación de su marido sobre la necesi­dad de una niñera de confianza para las hijas de Ñata.

Ordenó a Antonia que se bañara y se lavara bien el pelo, le facilitó un bolso para que ordenara sus pocas pertenen­cias. Le dio su bendición y se lamentó:

-Lo que siento es que no lle­gaste a tomar aquí tu comu­nión.

Tuvo intención de advertirle que la casa en la que iría a servir era un hogar en pecado, pero temió que la niña lo repitiera.

Apenas amanecía cuando Antonia subió al auto negro. El chofer la miró de pies a cabeza, sonrió en señal de aprobación y no le dijo una sola palabra hasta que llegaron a la casita en la que no había niños ni familia alguna. Un soldadito custodiaba la puerta y una mujer la recibió en silencio. Le dio de comer, la volvió a bañar, la vistió con una ena­güita colorada, suave y bri­llante, y le dijo que se acostara. Luego la dejó sola en la habita­ción, donde había una cama enorme cubierta con sábanas blancas y limpias.

A pesar de sus doce años, Anto­nia no era tonta, sabía qué estaba sucediendo y no pensó siquiera en resistirse. Era para ella: su destino, y hasta se sin­tió complacida de estar en un lecho tan grande y perfumado. Pero no imaginaba los ribetes de su suerte. Cuando recono­ció a quien entraba, el susto la hizo ponerse de pie e intentar cubrirse.

-¿De qué piko tenés miedo? –dijo el hombre riendo mien­tras se desvestía.

-Vení si que acá y te voy a mos­trar que da gusto.

Antonia se acostó a su lado. Antes de que él la tocara, posó su pequeña mano sobre el pecho velludo y lo acarició como al juguete que nunca había tenido.

La inclinación de Stroessner por las mujeres niñas era fre­cuentemente provista por una legión de miserables, ansiosos de acceder a los favores del cuñadazgo.

El Presidente estaba acostum­brado a protagonizar iniciacio­nes que se daban entre llantos y gritos. En fin, diferentes gra­dos de resistencia, que más de una vez lo obligaron a reducir a la desgraciada con golpes y cin­tarazos. La impiedad y la vio­lencia solían ser condimentos habituales de sus depravados festines.

La actitud de Antonia Mere­les fue para él tan desconcer­tante que reaccionó devol­viéndole la caricia. Ella no tenía recuerdo de ternura alguna y acercó su cuerpe­cito hasta quedar envuelta y contenida por su abrazo. Lo recibió en su tibieza, embriagada y contagiándolo de amor.

Durante varias semanas, vivió pendiente de Antonia Mere­les, a la que colmó de regalos y atenciones. Estaba abrumada, pero lo que superó todas sus ilusiones fue un aparato de radio, en el cual escuchaba música todo el día.

González lanzó su ponzoña:

-Con su permiso, mi Coman­dante. No vaye que a enojarse, pero usted está masiado enca­jetado con esa mujer. No se va más ni en lo de ña Ñata. ¿No le habrá hecho un trabajo o que?

-No sea insolente. Nadie le pidió su opinión –respondió–, pero los fantasmas habían des­pertado.

Por la tarde, hizo llamar a Berta Correa. Ella se sorprendió al ver que el chofer la conducía a Mburuvicha Róga. Por lo gene­ral, la recibía en lo de Ñata, que los rondaba constantemente, tratando de escuchar. En la residencia estaban más tran­quilos. A doña Ligia le impor­taba un cuerno, jugaba a las car­tas con sus amigas en el otro extremo de la casa y se enteraba de quién entraba o salía.

Se instalaron en una esquina del corredor. Y el conscripto que cebaba el tereré recibió órdenes de mantenerse alejado.

Él no tuvo necesidad de men­cionar sus tribulaciones. Berta las supo en el primer trío de car­tas que tendió sobre la mesa.

-Una mitãkuña’i te mueve el piso –dijo burlona.

-Dejá de reírte, bruja –respon­dió abochornado.

-De balde te preocupás. Ella te va a ser leal, como esos cacho­rros que recogés de la calle. Pero no le vayas a destrozar el corazón porque te puede mor­der muy mal.

-Algo me hizo –insistió él.

Berta volvió a leer las cartas:

-Se enamoró de vos. No busca ni poder ni dinero. Te quiere de verdad, por eso te da miedo ¡Esperá que, vamos a ver un poco más!

Tendió la baraja y a medida que la iba volteando sobre el paño se inquietaba.

-Necesito verle.

-¿Para qué?

-Para poder decirte todo –min­tió.

-Le voy a llevar junto a vos.

-No, no vengas. Ella sola, en mi casa.

-Está luego cerca, a dos cua­dras. Mañana a las diez por ahí se va a ir. Y yo te voy a hacer buscar para las cuatro y media.

-De acuerdo.

Berta Correa no pudo dor­mir esa noche, intuía que iba a encontrar a alguien especial. Y el presagio era plácido.

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