Una fiesta religiosa concentraba a los residentes de un pueblo del Guairá. Horas después, el hallazgo de un cuerpo con múltiples heridas conmocionaría a la ciudad. La Policía, inmersa en un pozo de conjeturas, intentó resolver el misterioso crimen.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

La música de la bandita sonaba en lo profundo. Las luces de múltiples colores iluminaban el cielo de la ciudad de Tebicuary, en el departamento de Guairá.

El ambiente era cálido el 25 de noviembre del 2017. La fiesta sacra era el motivo de la con­gregación en las calles princi­pales de la localidad.

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Un desfile con la imagen del santo patrono, la felicidad de los católicos matizaba la noche estrellada; ella se combinaba con el jolgorio religioso, en creencias profundas y en el bullicio de los niños. Todo era fiesta en ese instante.

Willian Acosta era un joven de la ciudad que aprovechó esa ocasión para reencontrarse con las raíces de la localidad donde nació. Dejó llevarse por la procesión y el paso de las horas. Para cuando se per­cató de que el fin de semana lo podía abandonar, su reloj le marcaba las 4:20 de la mañana; era domingo.

-Hasta acá llegué, hora de des­cansar. Willian subió a su auto y puso en marcha su plan de descanso, debía llegar a la casa en pocos minutos. Quería la compañía de sus padres y un rico mate en las primeras horas de ese día.

Su vista estaba en el horizonte, transcurrieron diez minutos de viaje e iba ingresando al barrio La Chacra. Algo le llamó la atención en la distancia, a un costado de la ruta que une Tebi­cuary con La Colmena. Era un montículo y no lograba identi­ficar de qué se trataba, la oscu­ridad contrastaba su vista y lo confundía con restos del caña­veral que sembraron en esa zona.

Su curiosidad indómita lo forzó a regular la velocidad y final­mente estacionarse a unos metros de lo que vio. Nece­sitaba reconocer ese bulto y sacarse las dudas. Quizás era algo de valor, pero algo en su subconsciente le advertía sobre una idea perturbadora; mas se negaba a obedecer.

En cada paso el crepitar era mayor, Willian tenía puesta la vista en eso que observó. Se paró frente a lo que finalmente su mente le advirtió y no quería creer. Era el cuerpo de un hom­bre, envuelto en sangre. Poco podía notar porque el fluido se tornó de un color amarro­nado, como si fuera cuero. La piel estaba un tanto desga­rrada, la ropa tenía muchos rastros de resistencia y en el desnudo que permitía alcanzó a ver heridas que pudieron ser provocadas con un cuchillo, pero no estaba seguro.

Willian salió de la conmoción que le provocó encontrar un cadáver y comprendió que eso fue un homicidio, debía notifi­car a la Policía. Su corrida hasta el auto dejaba una estentórea estela de piedras crujientes, que retumbaban en el deso­lado cultivo de caña de azúcar.

La comisaría 36, un modesto puesto policial atrapado en los 80, estaba a poca distan­cia. El hombre –de 36 años– vivía por primera vez una experiencia así y la tormenta de sentimientos lo sofocaba, tanto que hiperventiló para retomar el aliento que le cer­cenó el hallazgo.

El cabo del freno de manos aco­gotó el disco asfixiando las pas­tillas. El auto detuvo su marcha y los controles de la máquina se apagaron. Las llaves trona­ron en sus bolsillos y al ritmo de ellas la respiración compulsiva de Willian imponían su pre­sencia a las 4:45 del domingo 26 del décimo mes.

El oficial, sentado en la oficina de la recepción, desencajaba en la composición decrépita del puesto policial, era joven y apenas ostentaba el grado de suboficial. En contraste con las paredes pálidas y agrietadas de la oficina.

-Hola, oficial. Vengo de la zona de los cultivos de caña, ¡vi el cuerpo de un hombre, lo mataron y está ahí! Willian fue preciso y no necesitó de grandes elementos de des­cripción para reportar lo que halló. El policía lo miraba sor­prendido y aún somnoliento después de una noche serena, por demás.

El agente tuvo que conven­cerse. Aún le costaba asimilar la noticia. Este tipo de inter­venciones las tenían muy pocas veces y les deterioraba el poder de reacción.

UN RASTRO DE SANGRE

Luego de reportar la denun­cia de Willian, el agente acom­pañó a una dotación para con­firmar la información. Esta vez las luces del patrullero, en rojo y azul, pondrían el matiz de luces. Los fuegos artificiales de unas horas atrás preanun­ciaron con destello una noche de crimen.

-Son varias heridas, ¿quién pudo haber tenido tanta saña con este hombre? –interrum­pió, en el silencio de los patru­lleros, el comisario Aldo Bení­tez; era el jefe de policía del departamento de Guairá.

En los alrededores estaba muy oscuro. La Luna alumbraba cansina y solo los faros de la patrullera y unas linternas per­mitían a los agentes conjeturar sobre lo que ocurrió en ese sitio.

El hombre tenía puesta la ropa interior y una remera de hilos de algodón. Todo estaba impregnado con un rojo intenso. Lo que no permitía distinguir alguna caracterís­tica que se pudiera reportar. Un sendero de sangre introdujo a los investigadores al templo de juncos, dos metros de impo­nente cáñamo. A unos metros estaba el pantalón de jeans que llevaba puesto. También con manchas de su sangre. La luz de la linterna iba enfocando la atención de los agentes, apenas unos metros adelante las hue­llas de neumáticos quedaron tatuados en el suelo, un auto­móvil penetró la siembra.

El más experimentado de ellos exhibió una idea en voz alta:

-Probablemente lo mataron en otro lugar, no tiene sentido que esta ropa apartada también esté con restos de su fluido si no lo llevaba puesto al momento de ser herido. Y la cantidad de sangre aquí es poca, el sendero nos dice que se arrastró bus­cando ayuda, se pueden ver las magulladuras en sus rodi­llas, la mezcla de tierra e irrita­ción en la piel. No tengo duda de que lo apuñalaron en otro sitio. Era Méndez, un agente que se incorporó a la comisaría de la ciudad hacía unas semanas; provenía del Departamento de Investigaciones de Coronel Oviedo.

Noelia Soto, una joven abogada, enfrentaba su turno como fis­cal esa semana. Consolidaba su sueño, sin muchos sobresal­tos por su plácida semana en la ciudad. El ventilador de techo soplaba firme un aire tibio en su habitación.

Todo transcurría como siem­pre, hasta que su teléfono móvil comenzó a vibrar con ira sobre la mesa de luz en su dormitorio. Le iluminaba el rostro la pan­talla que descubría el mensaje del comisario Benítez. “Doc­tora, encontramos un cuerpo en el cultivo de cañas, camino a La Colmena”.

-Hola doctora, el cuerpo está ahí. No podemos identificarlo porque sus documentos no los tiene, nada. A unos metros de la siembra encontramos su pan­talón y rastros de un vehículo. Nuestras sospechas es que arrojaron el cuerpo aquí que­riendo simular algo más. Pero es confuso aún, Méndez recibió así a la mujer. Con una descarga intensa de datos preliminares, pero que pintaban el panorama gris de lo que pasó.

-Comprendo, entonces pue­den trasladar el cuerpo a la morgue de IPS. Ahí el forense nos dirá algo más y vemos si existe la posibilidad de descu­brir quién es. El rostro de ese hombre estaba irreconocible, tanto que los vecinos tampoco pudieron ayudar.

Sobre la plancha de acero qui­rúrgico, fría y brillante por la refracción de la luz blanca del hospital regional estaba el cadáver. Lo entregaron en cus­todia al forense Alfredo Lichi. El patólogo era reconocido en la ciudad por lo meticuloso de sus exámenes necrológicos. Un par de horas después logró revelar un tatuaje y un rosa­rio de hilo de cera, lo llevaba en la muñeca del brazo que tenía bajo el pecho al momento en que los policías lo encontraron. El médico también confirmó que esa persona fue herida cua­renta y cuatro veces, algunas perforaciones desgarraron su piel, como si fuera hecho con un cuchillo de hoja larga. Otras eran profundas, lo que confir­maba –aún más– la teoría del arma homicida.

-La mayor parte de las heridas están en el pecho, tórax para ser más puntuales. Luego en partes del cuerpo que afecta­ron bazos y arterias impor­tantes. Pude identificar tam­bién heridas defensivas, quiso contrarrestar el ataque y eso se puede ver aquí, en el ante­brazo izquierdo, también en sus manos. El médico afo­raba –junto a la fiscal– con los mensajes claros que vio en la víctima.

UN CUERPO SIN IDENTIFICAR

-Perdón, doctor, ¿cómo dijo que era el tatuaje que encon­tró? A lo lejos, un empleado del hospital escuchó la conversa­ción y le llamó la atención de la descripción que mencionó el forense. Apenas le respon­dió la pregunta, el funciona­rio dejó correr una lágrima y con la voz quebrada dijo que se trataba de Nelson Garcete Godoy, tenía 22 años y vivía en el barrio Centro de la misma ciudad. Ese empleado hospita­lario era un familiar del joven asesinado.

La Policía ya contaba con la identidad. Ahora debían lle­gar hasta los asesinos. Con ayuda de ese familiar pudieron ingresar a la cuenta de Face­book del hombre. En la bandeja de mensajes privados encon­traron una conversación con una mujer. Ahí concretaron un encuentro muy cerca de la ave­nida principal donde la noche del sábado harían la procesión patronal, ahí quería llevarlo a un paseo íntimo en las plan­taciones de caña de azúcar y para ello le pediría el automó­vil a su madre.

Nelson dejó a su novia y acu­dió a la cita. La otra mujer era una profesora de una escuela pública de la ciudad; se llama Gabiota Garcete y tenía 21 años.

El oficial Méndez finalmente encontraría el hilo que necesi­taba para llegar hasta los sos­pechosos. La orden de un juez no tardó en llegar para irrum­pir en la casa de Gabiota en la noche del martes 28, apenas dos días después.

Méndez sujetó un cuchillo de larga hoja y lo introdujo a una bolsa de plástico. Al recorrer la casa y remover todo encontró un teléfono, era de Nelson. Los mensajes alojados en el apa­rato revelaron un cabo más, la pareja sentimental de Gabiota, Segundo Gamarra; tenía 20 años. Un segundo grupo de policías recibió la orden de bus­carlo, horas después lo encon­traron recorriendo el centro de la ciudad. Los investigadores finalmente dieron con los dos primeros sospechosos.

LA MANO DEL ASESINO

El forense Alfredo Lichi se acercó a Méndez y arrojó una pista que podría esclarecer aún más lo que sucedió. -Ofi­cial, la joven a la que inspec­cioné tiene dos cortes: uno en el brazo y otro en la mano, ambos derechos. Tengo certeza que son de defensa… Méndez quedó pensativo, era muy improbable que ella haya lanzado la esto­cada si era diestra y ahí, a la vez, haya recibido una herida defendiéndose de la reacción de la víctima. Tuvo que estar presente una persona más y ese era Segundo, el novio de Gabiota.

Méndez se pasó una mano en el rostro como si fuera a sacarse un velo para intentar descubrir la verdad, miró al jefe de Policía y desató su análisis.

-La primera hipótesis es: Gabiota lo mató y aún no pode­mos determinar el porqué. La otra tesitura es que Segundo descubrió la relación y los per­siguió dando muerte a Nelson y se deshizo del cuerpo en el cul­tivo, y la tercera posibilidad es que Segundo y la chica estuvie­ron de acuerdo y lo mataron, pero el que asestó la primera herida fue Segundo estando en el asiento trasero. Una herida coincide en trayectoria con esta tesis. Méndez tenía –sin duda– una mesa con muchas interrogantes.

UN PACTO DE MUERTE

Gabiota sintió la presión sobre su espalda, no soportaba un minuto más con las voces de los agentes zumbándole en el oído, asegurando que ella es la asesina.

-¡Sí, yo le maté! Mi novio no tiene nada que ver, él solo me acompañó. Yo hice un pacto y lo maté. La mujer asumió la responsabilidad. Aseguró en cada momento que ella lo citó para eso y el mensaje de “te tengo una sorpresa” se refería al cruento final.

En noviembre se cumplirán dos años del confuso episodio, y la Policía redujo su sospecha a un crimen pasional y la posi­bilidad de un pacto satánico, aunque el segundo sin mucho sostén forense. En diciembre la pareja se enfrentará a un tribu­nal, que podría decretar el des­enlace de un crimen que hasta el momento está sin resolver.

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