Por Pepa Kostianovsky

En este capítulo de “Aldea de penitentes” comienza a desarrollarse el drama de quienes se vieron despojados de los favores de los poderosos en tiempos de la dictadura. La figura de Berta Correa, la mujer que podía leer con la precisión de una espada el futuro de quienes acudían a ella, es absoluta dueña de este momento en el que se desarrolla la primera parte de una triste jornada que anuncia desgracia tras desgracia.

Abrumada por las nostalgias del amor y el duelo de haber entregado a Luz sin siquiera haberse dado el tiempo de aprender cada tramo de su aterciopelada presencia, Berta Correa transitaba por la hostilidad de ese invierno enferma de melancolía.

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El 13 de julio despertó muy temprano, arrancada del suelo por el acoso de una pesadilla. Berta pudo reconocer el presagio de una mala jornada. Impotente para evitar el devenir de los hechos, solo atinó a encender dos velas y rezar. Envuelta en una mantilla, se sentó junto a la ventana, mirando a través de los vidrios la llovizna incesante.

Reconoció el Packard de Rubí, quien llegó acompañada por una mujer más joven, cuyos agobios se advertían en la cadencia del andar.

Rubí era –como había sido su padre– de las pocas clientas con quien Berta compartía cierta amistad. A pesar de ello, la premonición de que ese sería un día trágico la empujó a ocultarse para no atenderlas.

–No te hagas la tonta, Berta Correa. Ya te he visto escondida como buena bruja que sos. Nos vamos a quedar aquí hasta que abras –gritó Rubí con su desinhibido vozarrón después de tocar varias veces la puerta.

Berta sabía que el destino era inexorable, no porque evitara echar la baraja ese viernes maldito la suerte de ellas cambiaría. Ya por eso habían venido, porque cada una tenía marcado un infortunio.

–Hechicera gruñona, ¿creías que me podías engañar? Yo soy más bruja que vos –dijo Rubí abrazándola con su modo impetuoso y jovial.

–Es día feo –respondió Berta. ¿Para qué luego venís? Ya te dije que cuando no hay cielo nada bueno puede decir la baraja.–Dejate de macanas, Berta Correa, que te conozco las mañas. Estás kaigue y nos querés mandar de vuelta. Mirá, Raquelita es como mi hermana menor, su papá era uña y carne con el Viejo, así es que no nos podés fallar.

–Es día feo, Rubí. A vos no te voy a decir de balde.

La otra mujer empezó a retroceder con intención de marcharse. Pero la negativa de Berta solo lograba aumentar la impaciencia de Rubí.

–Vos siempre decís que lo que está en la baraja va a estar aunque no se quiera. Así es que leenos.

Se sentaron alrededor de la pequeña mesa cubierta con un paño azul, sobre el que esperaba un mazo de cartas españolas.

El clima era tenso. Rubí hizo una broma:

–¿A Stroessner le leés sobre este mismo trapo? ¿O le ponés uno colorado?

–Me manda a buscar, a su casa o a lo de Ñata. Y quiere que le lea sobre un mantel colorado.

Yo, para joderle nomás, le digo que tiene que ser azul. Y acepta.

Las dos lanzaron sendas carcajadas que Raquel apenas acompañó. Estaba aterrada. Y sus miedos resultaron justificados.

La presencia inmediata del siete de espadas obligó a Berta a un preámbulo de silencio. Siguió exponiendo las cartes muy despacio, como queriendo disipar el panorama que iba descifrando. Por fin miró a los ojos de la mujercita angustiada y dijo:

–Aquí hay desgracia. Muerte. Es un hombre que está roto.

Raquel bajó la cabeza. Pero de inmediato volvió a levantarla, dispuesta a seguir escuchando.

Rubí rodeó sus hombros buscando protegerla.

–Es tu marido. Vos sabés que está enfermo, pero pensás que de eso no se va a morir. La caña no le va a matar, pero la tristeza, sí. No hay remedio. Ya le tomó completamente. Se va a morir muy pronto.

–Ella vino aquí por otra cosa –intervino Rubí, intentando hacer zapping sobre el inesperado augurio.

–Si –continuó Berta– viniste a preguntar por cosas de dinero. Todo está sobre tu espalda. Aquí hay una mujer, a la que vos no le querés porque ya te sacó algo muy valioso. Pero ella tiene una propuesta para vos que te conviene aceptar.

–Sé quién es y lo que anda buscando. No quiero saber nada de ella. Es una hipócrita.

Aceptale. Te va a dar dinero y protección porque a ella le conviene. No te digo que seas su amiga ni que le quieras. Pero agarrá lo que te ofrece. Tu marido se va a morir. Ahora, aunque no te ayude, te sirve para que te respeten porque tenés hombre. La gente es mala con la mujer que no tiene hombre. Ella te va a respaldar y te va a hacer ganar mucha plata.

Raquel solo atinó a soltar un llanto inmenso, brutal, casi increíble en una persona de aspecto tan frágil. Lloraba, más que con pena, con furia, con un rencor amargo y viejo.

Rubí se ofreció a llevarla. Ella podría volver a la tarde.

–Venina otro día –pidió Berta.

–Hoy mismo. A eso de las tres.

Berta Correa se quedó mirando a las dos figuras que abrazadas apuraban el paso bajo la lluvia. Las velas se extinguían y el olor pestilente llenaba la habitación. Sintió nauseas. Abrió una ventana y dejó entrar el aire frío.

Lentamente, recogió la baraja.

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