Por Pepa Kostianovsky

Este capítulo de la novela “Aldea de penitentes” vuelve a Berta Correa y a sus habilidades para vaticinar el presente y futuro de sus clientes. Su consejo es seguido al pie de la letra por el atribulado coronel Cuenca, que ve peligrar su situación ventajosa en el entorno de Stroessner por su “flojera” ante una esposa decidida y una amante a la que debía conservar para no perder la posición privilegiada.

El mutismo de Clota y su ausencia del lecho conyugal hicieron sufrir a Elizardo merecidas angustias. Más allá del temor a perder su bien constituida familia, sabía que Stroessner no iba a pasar por alto el que fuera abandonado por su esposa.

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A medida que pasaban días silenciosos y noches solitarias, su inquietud iba in crescendo, por lo que hubo de recurrir una vez más a los consejos de Berta Correa.

La encontró con el vientre preñado y un particular brillo en los ojos. Pero no estaba él para situaciones ajenas a su propio ombligo, de modo que fue al grano con sus problemas.

Eficaz y expeditiva, Berta aconsejó:

–Tu mujer no es fácil de domar. Es capaz de dejarte y mandarse a mudar con tus hijos. Y eso te puede perjudicar grande. No te conviene. Tampoco podés dejarle a la otra, porque a tu jefe no le va a gustar.

–¿Ha upéi? –urgió el cliente.

–Hmm. Es muy ambiciosa. Vos sabés bien dónde le gusta que le rasquen. ¡Tranzá mante con ella!

Las instrucciones fueron puntualmente cumplidas. Y el incidente terminó con buen saldo para todas las partes.

Berta recibió un generoso billete que le permitió comprar una mantilla bordada para la niña que venía. Una vez más se había enamorado.

Luis jamás supo del embarazo de la “gitana” que lo sedujo leyendo la baraja en la fiesta de San Juan del Emiliano.

Luego de unas cuantas predicciones intrascendentes, ella misma lo invitó a esperarla. El hombre moreno que desplegara alegría con la mirada clara y el vozarrón irreverente la impactó, quería una hija suya. El encuentro se prolongó hasta más allá del amanecer. Parió sola, como hay estaba acostumbrada a hacerlo, con el cuchillito de plata y la mantilla primorosa presta para abrigar a la cría, pequeña y frágil, y en cuyo rostro casi no cabían los ojos inmensos heredados del padre.

La llamó Luz. Y la entregó antes que a todas las otras, porque hablaba desde el momento en que nació, despierta o dormida, escupía chupetes y biberones para hacer sonrisas y gorgoritos. Cuando iba a cumplir dos meses, Berta percibió que ensayaba una eme. Huyendo del temido “ma”, la puso en brazos de una clienta pálida y refinada que insistía en buscar el anuncio de una hija que no lograba concebir. Se la dio envuelta en el rebocillo blanco y le pidió que lo guardara para las hijas de Luz.

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