Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Antonio de la Cruz (29/06), Yessenia Mollinedo Falconi (09/05), Sheila Johana García Olivera (09/05), Luis Enrique Ramírez Mayo (04/05), Armando Linares López (15/03), Juan Carlos Muñiz (04/03), Jorge Luis Camarero Zarzuela (24/02), Heber López Vázquez (10/02), Roberto Toledo (31/01), Lourdes Maldonado López (23/01), Margarito Martínez (17/01), José Luis Arenas Gamboa (10/01), son las 12 personas periodistas que fueron asesinadas en México en lo que corre de este año.

Doce tragedias. Doce familias destrozadas. Doce vidas truncas porque no aceptaron hacer silencio. Callarse, aunque eran conscientes de los riesgos que asumían. Cayeron por contar historias que poderosos y poderosas dentro y fuera de la ley no querían que se supieran. Fueron asesinados y asesinadas por los esfuerzos que hicieron para que la ciudadanía sepa qué pasa. Porque decidieron hacer pública la corrupción y el delito. Penoso. Triste. México es más que un país en mi cultura. La veteranía de vida a una buena parte de las generaciones con más de 50 años –particularmente aquellos y aquellas que vivimos los crueles y oscuros tiempos de terrorismos de Estado, represiones, desapariciones forzadas, torturas, persecuciones y pretensiones de silencios impuestos a balazos, amenazas, picanas y encarcelamientos clandestinos– en nuestro imaginario instituido, tenemos a la tierra mexicana como espacio de solidaria acogida, de refugio, de liberación y libertad.

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No es poca cosa. Sobre esos recuerdos, devenidos en pilares que sostienen la memoria, también se construyen los afectos y los agradecimientos, aunque los exilios –los de entonces y los actuales– siempre fueron, son y serán tristezas a la vez que heridas profundas. Pero, ya lo aprendimos y sabemos, con sus más y sus menos, como nos enseña el grandioso Litto Nebia, que “Solo se trata de vivir”. Y no pocas veces, de sobrevivir. El 29 de junio último, junto con el amigo-hermano y colega periodista Mauricio Weibel Barahona, de Chile; y, la abogada brasileña Leticia Kleim, de la organización Abraji (Asociación Brasileña de Periodismo de Investigación), llegamos hasta la capital mexicana para presentar en el Senado de la República un proyecto de Ley Modelo – con pretensión global– para la Seguridad y Protección de periodistas, comunicadoras, comunicadores, trabajadores y trabajadoras de medios.

Periodismo en México: El riesgo de morir para contarlo.

No hubiésemos querido ir nunca a esa tierra de colores, arte, culturas, pueblos originarios con gentes cálidas y amables, por la masacre que más arriba se resume en un listado con los doce nombres de quienes con profundas convicciones y compromiso no aceptaron callarse. El silencio no fue opción para ellos y ellas. Les rendimos homenaje y exhortamos al pueblo mexicano a rechazar y repudiar el silencio como ellos y ellas lo hicieron. El reciento senatorial vibró hasta estremecerse con un fuerte aplauso. Algunas mejillas se humedecieron. Todos y todas dijimos lo que creímos que teníamos que decir en la búsqueda del camino más adecuado para que ningún otro crimen vuelva a lastimar o agraviara a la sociedad en su conjunto ultimando periodistas.

El senador Miguel Ángel Osorio Chong, presidente del Instituto Belisario Domínguez de la Cámara Alta y Fréderíc Vacheron, de Unesco, con compromiso y convicción se hicieron oír. “Cada amenaza y agresión, cada acto de censura o intimidación, y cada homicidio en contra de un comunicador, es un atentado en contra de todo el país”, dijo el legislador con firmeza. “Seguiremos con el trabajo para cooperar con el gobierno de México”, aseguró Vacheron públicamente. Enrique Irazoque, titular del Mecanismo de Protección a PeriodistasyDefensoresdeDerechos Humanos de la Secretaría de Gobernación, reveló que, desde el 2006 hasta ese día, fueron asesinadas 256 personas que ejercían el periodismo.

En el último sexenio, las víctimas suman 56. Precisó luego que 101 fueron asesinados y asesinadas durante la administración del presidente Felipe Calderón (2006-2012). Cuando Enrique Peña Nieto era jefe de Estado, 2012-2018, la cantidad de víctimas fatales alcanzó a 96. Denunció después, palabra más, palabra menos, que las autoridades locales, estatales y principalmente municipales, son responsables de casi el 40 por ciento de las agresiones a las y los periodistas, mientras que las bandas del crimen organizado, están detrás del 30 por ciento de los casos. ¿Qué pasa en México? ¿Es tan difícil de entender por qué es el país más peligroso para el periodismo en el mundo? Estuvimos poco tiempo. En mi caso, apenas 74 horas.

De camino al aeropuerto, lamenté que la falta de permanencia no me permitió volver a Teotihuacán para caminar por “la calzada de los muertos”, ni agotarme para llegar a la cima de la más alta Pirámide del Sol ni a la de la más baja, que honra a la Luna, como lo hiciera en otras ocasiones. Sin embargo, sí pude recorrer algunas de las calles de Coyoacán, esa zona para las ensoñaciones en donde el 6 de julio de 1907, Matilde Calderón dio a luz a la niña Frida, que engendrara con Guillermo Kahlo, su compañero alemán de ancestros austrohúngaros. Mi propio realismo mágico, en aquella recorrida me hizo sentir a flor de piel la cercanía de Frida y Diego de Rivera. Tal vez, imaginé, vayan hacia alguna tertulia en la casa de León Trostsky o vengan de ella.

Periodismo bajo fuego. Cayeron por no callar.

Más aún, creí haberla visto escondiéndose juguetona entre las enormes Santa Rita florecidas que estallan coloridas. ¿Qué pasa en México? Enorme duda. La tele, los diarios y las redes reportan que dos sacerdotes jesuitas misioneros, Javier Campos y Joaquín Mora, fueron asesinados en el interior de un templo en el municipio de Urique, corazón de la sierra de Chihuahua. Un tercer cura, Jesús Reyes, sobrevivió. Un hombre de la zona, al que el homicida perseguía, Pedro Palma, guía de turismo, también fue muerto. Quizás, ametrallado. Ante los medios mexicanos el cura Reyes asegura que aún se pregunta “¿por qué no me mató?”. ¿Cómo saberlo? Incomprensible. El criminal, al que se lo identifica como “El Chueco”, después de pedir perdón de rodillas, solicitar el sacramento de la confesión y esperar la absolución al sacerdote sobreviviente, con sus cómplices, luego de una hora, cargó los tres cadáveres y se fue con ellos. Los arrojaron en un descampado a 100 kilómetros del lugar de la tragedia. Pienso en la Santa Muerte. Aseguran en México que las organizaciones criminales -algunas de ellas transnacionales y de alta complejidad- son el poder real y, en ciertas regiones, lo ejercen con extrema crueldad. Atribulada, la paisanada, en esos lugares, se espanta cuando disputan sus diferencias a tiros para asegurarse y consolidar porciones del mercadeo narco. Las viejas se persignan.

En la gigantesca estación aérea internacional mexicana, leí que las bandas delictivas exigen a las Iglesias –a todas, sin distinción de credos aunque el catolicismo es la religión dominante– el 50% de lo que recaudan en limosnas y donaciones caritativas. En ese contexto, no me sorprendió. En el hotel, vi la misma información en la tele. De hecho, el arzobispo de Guadalajara, cardenal Robles Ortega, escandalizado, denuncia la situación sin ahorrar palabras a quien quiera oírlo. “Todas las parroquias que están en la zona, para poder celebrar la fiesta patronal –la feria del pueblo– tienen que tener permiso del encargado de la plaza” que “le autoriza, pero tiene que reportarse con el 50% del resultado de la fiesta”. Los informes audiovisuales periodísticos agregan que en las rutas más importantes hay retenes que no son policiales ni militares que detienen la marcha de todo vehículo e interrogan a sus ocupantes.

Tanto el relato mediático como el de Robles Ortega, desconciertan y desalientan. Reportan la inexistencia del poder del Estado mexicano o la imposibilidad para ejercer el imperium. No pueden, no saben o no quieren. El propio obispo de Zacatecas, Sigfredo Noriega Barceló, pocos días antes que finalizara junio, fue retenido por uno de esos retenes ilegales e ilegítimos con gente fuertemente armada, en Jalisco. “Eran personas de un grupo delictivo”, denuncia. “Existe miedo entre los sacerdotes”, añade. Las violencias avanzan. “Los hechos están ahí, apenas se va para el tercer día del mes de julio y ya van más de 15 asesinatos (en la zona donde ejerce la gobernación eclesial), éstos no se detienen, ojalá se detuvieran con buenos deseos, ojalá se detuvieran con abrazos, pero ya estamos en otra etapa, en otro momento, que exige acción, y una acción integral y una acción conjunta”, reflexiona y reclama el prelado públicamente.

A tal punto que sostiene “la necesidad de un pacto social, (que) no es (un) pacto simplemente con las personas que están haciendo el mal, sino un pacto de toda la sociedad, (para que) incluso los malhechores pudieran entrar (en él) de alguna manera”. ¿Un pacto con la Santa Muerte en la persona de sus acólitos? Me invade la tristeza. En el viaje de regreso al sur del sur los interrogantes compitieron con mis incomprensiones. En otras estadías –siempre por trabajo– supe que, desde cuando promediaba el siglo 19, en ese bellísimo país al que naturalmente casi nada le falta, una porción significativa de la sociedad honra a la Santa Muerte. Sí. Aquel conocimiento martilla mis pensamientos. Quizás, esa práctica se haya iniciado en Catemaco (kate’mako, que en lengua originaria, significa “casas quemadas”), fundada en 1774, en el sur del Estado de Veracruz, sobre la costa del Océano Atlántico, en el Golfo de México. Limita con Tabasco, Hidalgo, Puebla, San Luis Potosí, Oaxaca y Chiapas, al sur de la capital. La leyenda sostiene que en esa tierra de brujos y brujerías, en alguna oportunidad –imprecisa desde la perspectiva temporal– mientras un chamán dormía, se le presentó una diabólica osamenta que dialogó con él parsimoniosamente.

Desde entonces, el particular relato opera como in dispositivo apto porque se expandió la creencia y quienes la practican. En las 8 horas con 6 minutos de vuelo sereno recordé también que, años atrás, en Chile, leí un artículo escrito por el doctor JuanDanielEscobar, académico de la Pontificia Católica de Valparaíso (PUCV), en el que sostiene que “históricamente, el pueblo mexicano ha tenido una estrecha relación con la muerte que ha desembocado en un verdadero culto y que viene desde antes de la llegada de los españoles”. Didácticamente precisa que “Mictlantecuhtli, era considerado como el señor de la muerte y Mictlancihuatl, la diosa de la muerte” que “habitaban la tierra de los muertos: Mictlan”. Escobardacuentaque, poraquellacreencia, “seles debía dar ofrendas como flores, maíz y pan”. Hoy, parecería que las y los narcos recrean aquello. El estudioso considera que “lo que puede parecer extraño en este culto, son las peticiones de venganza, maldad, y hasta la muerte deotraspersonas”.

La efeméride para recordar y honrar a la Santa Muerte es el 15 de agosto de cada año. Es muy popular y multitudinaria. En las tiendas libres de impuestos en el aeropuerto internacional de CDMX –sigla con la que se identifica Ciudad de México– una buena parte de la oferta de recuerdos para que se lleven las y los viajeros son imágenes de la Santa Muerte en los más variados tamaños. ¿Qué pasa en esa tierra que siglos atrás arrasaron sucesivas expediciones europeas? En México se perciben claramente y a todas horas las violencias sociales. En una plaza coyoacanense ubicada frente de una viejísima Iglesia tan antigua como oscura en su interior, transitadas sus inmediaciones por intelectuales, artistas y bohemios, llama mi atención un grupo de adolescentes que se desafiaban –alineados en dos bandos– en lo que dan en llamar una “batalla de los gallos”. Agrada comprobar que no parece haber entre ellos y ellas diferencias de clase. Aplauden, festejan, celebran, ríen y cantan con cada improvisación. Observo que dos de ellos se miran fijamente. Parecen enojados. Cargados de ira. Gesticulan con enérgica violencia. Los miro con atención con vocación de educando callejero porque así me siento. El desafío de entender y comprender va en aumento.

El que está sobre mi izquierda, con tachas en su cintura, ropas desflecadas y zapatillas de alta gama, con sus ojos clavados en los de su adversario, luego de escucharlo atentamente, sin interrumpirlo, responde a voz en cuello: “Todo puedo / Nadie me para / Me siento como un negro / Violando a un niño…” Festejos al borde de la ovación. En torno del lugar una veintena de bares y restó acogen a quienes disfrutan del mediodía soleado sin prestarles atención. ¡Muy fuerte! Me dicen en un chat con Whatsapp que situaciones similares son parte de la cotidianidad en cualquier capital de las Américas. Incluso, en la Argentina y en Paraguay, hay campeones de ese género popular que, con ciertas peculiaridades, claramente aparecen como agresivas. Sé que lo que veo excede los límites de México. Sigo mi camino. La reflexión se estaciona en la necesidad de entender ese tipo de emergencias que, quizás, den cuenta de muchas otras emergencias que no vemos o no aceptamos ver. ¿Qué pasa en México?


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