Por Pepa Kostianovsky

Esta semana compartimos otro capítulo de la novela “Aldea de penitentes”. Este relata la acostumbrada doble vida de quienes ocupaban espacios o cargos importantes en tiempos de la dictadura y sus connotaciones familiares. Todo, sin perder de vista el fino humor para retratar esa sociedad tan especial.

El segundo casal – Alberto y Margarita– correteaba ya por la casa que los Cuenca Bogado ocupaban en la Villa Militar de Paraguarí.

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Los trajines domésticos de Clota eran minimizados por la ayuda de Rosalía, quien desde la cocina capitaneaba a los reclutas que lavaban, planchaban, barrían, además de oficiar de jardineros y niñeros de los varones.

La suspicacia de la patrona evitó confiar a las mujercitas a los muchachones; para el efecto fue traída una ahijadita, Antonia Mereles, hijastra del capataz de La Victoria, una de las estancias que fueron acopiando a lo largo de sus años de bienaventuranza, ya mediante las anárquicas concesiones del Instituto de Reforma Agraria, ya gracias a la emergencia de quiebras de tradicionales terratenientes liberales.

La peonada –en su mayoría soldaditos– se ocupaba de transformar en un definitivo CBR las marcas de las vaquillas del vecindario.

Clota gastaba su tiempo libre reunida con las esposas de otros oficiales para escuchar radionovelas, rezar rosario, generar y reproducir chismes y coser pañales para el pobrerío de la zona. De hecho, manifestaba ya un “espíritu piadoso”.

En una de esas tertulias supo de las andanzas del infiel Elizardo, quien además de mantener un romance con Angélica Céspedes, maestra de la escuelita de la Villa, la había instalado con casa y amplias comodidades en el pueblo y le había regalado una motocicleta.

Sin titubear, Clota le sacó al chofer las llaves del jeep, se puso al volante y arremetió contra el biciclo “objeto del delito”. Para eliminar toda posibilidad de rescate, retrocedió y avanzó cuatro veces. Luego de consumar el destrozo, bajó y abriéndose paso entre la chiquilinada curiosa, entró en busca de su rival, a quien halló escondida bajo un pupitre. La levantó de los pelos, le pegó media docena de cachetadas, la insultó “generosamente” y le ordenó que de-sa-pa-re-cie-ra.

Elizardo, informado de lo que sucedía, se mandó a mudar, no sin antes dejar a su asistente encargado de ir ya mismo hasta “la casita del pecado”, alzar muebles y trapos y ponerlos a recaudo del temporal.

Nadie osó prestar auxilio a la magullada Angélica, quien tuvo que salir doliente y desgreñada hasta la ruta, con la esperanza de que algún chofer accediera a acercarla gratis, pues no llevaba consigo un solo centavo. Allí alcanzó a uno de sus alumnos del sexto grado, Alcibiades Delvalle, trayendo una toalla con la que ella pudo limpiarse, además de algunas monedas y billetes arrollados: sus ahorros. La ayudó a subir al ómnibus. Angélica le dio un beso en la mejilla que compensó los reiterados insomnios adolescentes.

Después de pasar por las oficinas del cuartel y ser informada de que el coronel había tenido que viajar con urgencia y rumbo desconocido, Clota fue a la casa y revisó cajones y roperos, tiró al suelo la foto de su boda y la pisoteó hasta hacerla trizas, acusó a los sirvientes de alcahuetes desleales –mientras Rosalía la seguía con una taza de té de tilo y un rosario– y se tiró a llorar.

La cocinera ordenó a Antonia que se hiciera cargo de los niños y se encerró a consolar a su ama, la arrulló con sus oraciones hasta que ambas se quedaron dormidas, Clota en la cama y a su lado Rosalía, sentada en el piso y con la cabeza apoyada en el travesaño.

El coronel Elizardo Cuenca no apareció por la Villa hasta la noche del día siguiente. Había estado en Asunción, donde logró que su comandante lo recibiera después de la siesta. Lógicamente el otro ya estaba informado por su “equipo de inteligencia” . Cualquiera podría pensar que la reacción de Stroessner sería aprovechar la ocasión y mofarse del infeliz. Sin embargo, mantuvo el ceño fruncido para bajarle la más cruel de las carajeadas.

Eso le pasa por pelotudo, por flojo. ¿Dónde se ha visto que un militar paraguayo tenga que aguantar semejante humillación? Y, para colmo, delante de todos sus subalternos. Hasta el último chabolai se ha de estar riendo de usted.¡Vaya inmediatamente y recupere terreno! Aplíquele una buena paliza. Corríjale de una vez y para siempre. ¡Si no tiene autoridad para mandar en su propia casa, deje la milicia y hágase puto!

A su orden, mi comandante. Permiso para retirarme.

Desaparezca de mi vista. ¡Boludo!

Salió con la cabeza gacha. A medida que avanzaba en el retorno, iba juntando coraje. Al llegar ya estaba hecho un gorila. Pateó la puerta y encontró a Clota dispuesta para la guerra. No le dio tiempo, le cruzó dos despiadados bofetones y gritó:

¡Rosalía! ¡Servime la cena!

Clota se acostó con dos bolsas de hielo en la cama de uno de sus hijos. Y juró que “había perdido esa batalla, pero no la guerra”.

No volvió al dormitorio matrimonial ni le dirigió la palabra a su ofensor durante dos semanas. Elizardo, que en realidad era un “cagón”, tuvo que adularla, prometer que la intrusa no volvería a pisar la Villa y empezar a construir una casa en Asunción.

Al poco tiempo se mudaron a la mansión de barrio Jara, en cuyo corredor, muchos años después, sería encontrado el cadáver del general.

En cuanto a Angélica Céspedes, luego de refugiarse con unos parientes, volvió tranquilamente a su casita, donde reacomodó los muebles y siguió siendo la “querida” de Cuenca, al que le dio tres hijos. Dicen que el menor tiene un notable parecido con Alcibiades Delvalle.


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