Una amistad pasajera encontraría su última parada en la primavera del 2012. Uno de esos episodios que comienzan con calma y se cierra con una tempestad, de aquellas que llenarían de hollín en varias calles de un tranquilo barrio de Luque.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Era el mes de setiem­bre del año 2012 y la madrugada se hacía lenta, aún más a las dos de la mañana del miércoles 12 de ese mes. Solo se oía algún pulular de algún insecto a lo lejos, la quietud era marcada. Tanta paz en el sueño de los vecinos del barrio Capilla del Monte se interrumpió repentinamente cuando el fuerte olor a quemado se colaba por las ranuras de persianas y balancines. La humareda era densa y abarcó varias calles.

Era carne lo que se asaba, el aroma era intenso. Muchos miraron sus relojes y no se explicaban quién prepara­ría un asado de esas dimen­siones con la espesura de la noche, cuando faltaba mucho para que el cielo se diluyera con el día. Insólito decían.

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Pero esa idea terminó pronto y fue poco después cuando los vecinos abando­naron sus camas y ocuparon las calles para saber de qué se trataba. Sus ojos brilla­ban y con intensidad se ilu­minaba; una casa ardía al final de la cuadra.

Lo que en principio pare­cía ser una triste trage­dia –típica de un invierno cualquiera en nuestro país– por culpa de algún brasero encendido en el interior del domicilio, buscando algo de calor. Pero no fue así, algo más ocurrió.

UN GRAN FOGÓN

Policías, bomberos y un gran número de curiosos, todos se reunían alrededor de la casa de don Francisco, que estaba siendo devorada por el fuego.

–¡Manguera de 70 pulgadas, dale muchachos. Antes que esto pase a la otra casa!– gritó el capitán de los mata­fuegos.

Las mangueras se cruzaban entre sí, eran varias líneas desplegadas para controlar las llamas. La columna de humo se elevaba alto y se perdía con el cielo cubierto.

El trabajo era arduo, la gran cantidad de calor liberada y la densidad del humo, lo complicaban todo. Pero… en ningún momento se escuchó algún pedido de auxi­lio… –¿Dónde estaba el señor Vallejos, Francisco Vallejos? – se preguntaban varios veci­nos que cuchicheaban a lo lejos, curiosos y ávidos de resolver el misterio de la casa quemada. El gran fogón al fin acabó. Una cuadrilla de bomberos entró con ganchos y una línea con menor cau­dal de agua. Ahora el trabajo tenía por objetivo reducir todos los focos de calor en la casa y debían remover todo para ello.

En medio de esa labor, el gan­cho se atoró a algo. El bom­bero se aferró a su herramienta y la jaló con fuerza, le resultó inútil. Era algo pesado, de mucho volumen. Pensaron en un fardo de ropa acumulada en alguna bolsa, de esas que ya no se usan y apilonan para finalmente regalarlo.

–Una vez más, estirá con fuerza… ¡ahí va!– gritó el socorrista al momento que sintió que finalmente remo­vió de ese sitio lo que estaba retrasándolo para terminar con el trabajo.

–¡Mierda, un cuerpo!– ató­nito y exacerbado el bom­bero vio el brazo de una per­sona que brotó de en medio del montículo, que un primer momento pensó que tan solo era una bolsa con ropas vie­jas.

DÍAS ANTES DEL HALLAZGO

Los vecinos describían a Francisco como una per­sona muy buena, que traba­jaba por el barrio y nunca se metía en problemas. Pasando los sesenta años, su salud comenzó a desgastarse, pero no así su nobleza y ganas de ayudar a aquellos, que como él en su momento de juven­tud, estaban en indigencia.

Un día antes de que lo encon­traran muerto, el martes 11, Francisco compartió unos tragos con sus amigos. Estu­vieron en una chanchería, a pocos metros de su casa.

El ambiente no era el mejor, la selección paraguaya caía por dos a cero contra la selec­ción de Venezuela, era un partido por eliminatorias en el Defensores del Chaco. Los nervios y frustración que calmaban con más alcohol, y más. La ronda fue de no aca­bar y mientras más se exten­dían, más acalorada se ponía la discusión por el partido de fútbol. El marcador anunció el final del partido. El grupo se desintegró para que todos retornen a sus casas antes de que sea más tarde.

Francisco no iba solo, lo acompañó su amigo, Daniel –también jornalero– ambos vacilando por la borrachera, aunque él con ventaja por su juventud, Francisco no; estaba limitado por su salud, le costaba caminar y sumado a la ebriedad se tornó más complicado.

Daniel fue caritativo, se pre­ocupó y lo cargó cruzando su brazo alrededor de su cue­llo. Así lo llevó hasta su casa, a unas cuadras de la chan­chería.

Finalmente superaron la prueba y, aunque se tarda­ron, finalmente estaban en la casa de don Francisco. Para agradecer el gesto, don Fran­cisco invitó al joven a tomar más. Tenía algunas bebidas en el refrigerador y solo era cuestión de ir y a traerlas.

Una botella llevó a la otra, ambos estaban tan ebrios que pocas veces lograban comprenderse, el alcohol se acabó pero las ganas de beber no. Daniel quería más…

EL ALCOHOL QUEMA

–¡Comprá más! ¡vamos a seguir tomando!– ordenó con alboroto Tua’i.

Sin embargo, Francisco fue determinante al levantar su mano derecha, batiendo su dedo índice al aire y dijo que ¡no! –apevénte che ra’a (hasta acá mi amigo)– tras­tabillando palabras el hom­bre de sesenta años inten­taba parar la marcha de ese tren alcoholero, el mismo que lo arrollaba y lo llevaba al sueño.

Pero Daniel insistió –¡Ejo­gua atu na! (comprá más), exclamaba lo mismo por varios minutos, esta vez subiendo el tono de voz, hila­rante e irritable.

–Ndarekovéima ko la plata– (no tengo más dinero), fue la respuesta de Francisco, quien en pocas palabras enfureció a su amigo.

Daniel se puso de pie, y car­gaba con el peso de la furia. Nadie podía darle un no como respuesta, ni siquiera ese hombre a quien llamaba amigo, y más aún tratándose de alcohol.

Lo que en un momento fue una charla jovial sobre la vida y sus ingratitudes, la falta de suerte en el amor y el dinero, pasó a ser un desa­fío violento verbal. Se desató una discusión, que no duró mucho. “Tua’i” debía hacer algo al respecto, se insulta­ron mucho y quería prevale­cer sobre aquel viejo, no per­mitiría que lo menoscabe de esa forma.

Ambos sin dinero y con agra­bios. La amistad terminó para tomarse en serio que en ese sitio solo uno queda­ría en pie.

Con furia cargada en las manos, Daniel fue por un cuchillo a la cocina. Fran­cisco aún continuaba en el mismo viejo sillón, en el patio delantero de la casa. Adormecido por su ebrie­dad no intuyó que su joven amigo lo quería asesinar. Daniel caminó cauteloso, lo pensó y estaba decidido; mataría porque lo insulta­ron y no había más dinero para beber.

En un instante y con furia descomunal clavó una y otra vez el cuchillo en el pecho de Francisco, doce veces, hasta ya no poder más. Pero eso no era suficiente, todavía guar­daba mucha furia. Algo más debía hacer. Comenzó a des­membrarlo y posteriormente cargó algunas partes en bol­sas. Tomó un cerillo, y deci­dido lo arrojó dentro de la pequeña casa. Después espar­ció alcohol por cada rincón y al darle la espalda al salón un cerillo lanzó. En minutos todo comenzó a arder.

Daniel no quiso evidencias. Creyó que todo sería un plan perfecto como para borrar las huellas. Sin embargo, el humo alertó a los vecinos, quienes rápidamente die­ron aviso a los agentes de la Comisaría Séptima y a miembros voluntarios del Cuerpo de Bomberos. Des­esperados, todos los veci­nos se reunían y las dudas comenzaron a surgir. ¿Estaba don Vallejos den­tro? Nadie había oído gri­tos, la única señal de alarma fue el humo que atravesó sus puertas y ventanas. En cues­tión de minutos, la sirena anunciaba la llegaba de los bomberos, quienes de inme­diato bajaron y pusieron sus herramientas a disposición para el llamado.

Continuará…

Etiquetas: #puñal#sonrisa

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