POR ESTEBAN AGUIRRE - @PANZOLOMEO

El otro día, me encontré con un amigo al que no veía hace tiempo. Uno de esos amigos que rompen el código del “tanto tiempo sin verte”. Esos compadres a los que apenas terminás de intercambiar un abrazo y ya te encontrás metido en medio de una charla que parece que quedó pausada desde la última vez que tuvieron la suerte de verse. Luego del “¡qué gusto verte, mi socio! ¿Este pío es tu hijo? ¡Nderaitýre!, ¡ya está más alto que vos!”, característico de los reencuentros sociales, le pregunté cómo andaba y me dejó entre confundido y fascinado con su respuesta: “Bien ando, chera’a, es más, vos sabés que ayer dormí bien, como hace rato no le metía (pausa reflexiva), viste pues a que a mí no me gusta ventosear enfrente a mi señora, y como mi hijo estaba medio enfermo y durmió con ella, yo me mudé a su pieza, y… (pausa gloriosa, apreciando lo lindo que fue dormir solo para evacuar en forma correspondiente) ventosééé bieeen, mi cuate. ¡Ventosééé hasta quedarme dormido!”. Por mala o buena fortuna, otras personas se sumaron a la charla y esta fantástica historia de sano ventoseo y buen dormir tuvo que ser postergada para un futuro encuentro.

De una manera extraña pero honesta, el ventoseo de mi buen amigo Alechito (que ahora ha de estar explicándole a su señora por qué no disfruta de mover las tripas en su presencia) me hizo pensar sobre hoy, el Día del Padre. ¿Cómo, es que, existen ciertas cosas que dejamos de hacer por amor sin siquiera pensarlo dos veces? Existe el despertar de un amor tan grande (que desconocemos yace dentro nuestro) en el momento en que llegan nuestras “criaturas” al mundo, que sin chistar, logramos abandonar las cosas más básicas y fisiológicas, si es que eso significa que puede causar la más mínima incomodidad de las personas que amamos de esta manera, aunque sea tener que atajarnos un suculento pedo por el buen pasar ajeno.

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Recuerdo, alguna vez, haberme levantado abruptamente en la mitad de la noche, acababa de recibir una violenta patada de canilla en la manzana de Adán (o Darwin), cortesía de mi hijo de 4 años (en ese entonces), quien andaba durmiendo colecho contra mI, poco popular, voto. Fue ese día en que me di cuenta lo mucho que le adoro a ese muchacho, particularmente en el momento en que pasé de absoluta ira y ganas de exterminar vidas a no querer despertar a mi “criatura” con los sonidos de mi ahogamiento y potencial muerte por asfixia, ocasionado por su rechoncho kure patada fatality.

Darse cuenta hasta dónde uno está dispuesto a desdibujarse como la persona que cree ser probablemente sea una de las grandes lecciones de todo este asunto de que alguien te rotule con el marcante papá (Papo en mi caso). Creo que si tenemos suerte, esas cosas que dejamos de hacer por amor, eventualmente sean las pequeñas pistas que logremos ir volviendo a incorporar en nuestras vidas a medida que nos vamos develando ante los ojos de nuestros hij@s. Lo interesante es que, definitivamente, ellos prefieren conocer la versión nuestra que “ventosea” más que la versión que trata de ser perfecta. Es lógico, es una cuestión humana buscar la veracidad. Es similar al momento en que logras embriagar a algún familiar en el asado de fin de año y le hacés preguntas sobre tus viejos, no va a faltar el clásico “¡qué puta!, tu viejo, chera’a, a cuatro manos…”, sea tomar, fumar, bailar apretado, o el veneno de elección, algo seguro hacía que no tiene tantas ganas de que sepas, y eso está bien, eventualmente se convertirán en anécdotas dignas de brindar al respecto.

“Desconocemos el amor de los padres, hasta que tenemos a nuestros propios hijos”, narra la frase, y teniendo la suerte de todavía estar viviendo el sandwich generacional de tener el lujo de poder decir hoy: “¡Felicidades, pa!” y que me digan a mí: “¡Felicidades, Papo!” solo me queda la noble tarea de elevar un brindis en nombre de todos aquellos que hoy celebran su día dichoso. ¡Salú!

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