Juan Ortiz fue secuestrado por un grupo improvisado de criminales. Dos días de negociaciones llevaron a disminuir el monto que exigían para su liberación. Pero algo saldría mal y la operación se fue de control. Lo que Juan no sabía es que estaba condenado a morir.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

–Le ofrecí la mitad, más de eso es difícil de con­seguir en tan corto tiempo, dijo Juan Vicente al oficial Ramírez. El policía le inte­rrogó sobre lo que hablaron en esa última conversación. El secuestrador nuevamente quedó con la jugada a definir, llevaba la ventaja. Retozaba con su víctima, y eso compli­caba el siguiente paso al no poder presionar en la nego­ciación. El ambiente en la casa era tóxico, casi podía percibirse la desesperación, no podían extralimitarse.

Juan Vicente tenía las manos sobre la cabeza, sentado de rodillas y meditando. No sabía qué esperar. La noción del tiempo la había perdido por completo. 7:00 de la mañana del lunes 24 de agosto, Juan no se ubicaba en el tiempo. La pre­ocupación hizo que solo mida el riesgo de sus acciones y no el transcurso de las horas.

El teléfono sonó. Fue tan estridente que se escuchó en toda la casa, el pánico cubierto en silencio provo­caba que cada uno despierte de su desesperación y preste atención a lo que podría pasar. Juan se incorporó y corrió a tomar la llamada, ¡¿Hola?! –Soy yo, aceptamos los 50 mil dólares. Escucha la instrucción que te voy a dar.

–¡sí, te escucho, decime! Con­testó el padre angustiado y ansioso; veía por primera vez una oportunidad de recupe­rar a su hijo.

– Sobre la supercarretera Mariscal López, frente a un local que se llama Twins Bur­guer. Ahí le vas a entregar a una persona que estará esperán­dote en una moto. Sin policías, sin prensa. Cualquier error, él muere. Si lo haces bien, Juan va a ser liberado por la noche en Salto del Monday, en Pre­sidente Franco. Luego la lla­mada se cortó.

Juan Vicente quedó en silencio y ante la mirada de policías y su familia. No podía asimilar, era un sentimiento extraño. El temor y la intranquilidad de que algo pudiera salir mal y la felicidad plena de ver un camino, una puerta que con­duzca a liberar a su hijo.

Juan explicó a los policías las condiciones para resolver esto. Debía ir solo y cualquier paso en falso detonaría la muerte de su hijo. No podía ponerlo en riesgo y prefirió pagar cada billete que le pedían. Colocó cada dólar en una mochila y fue hasta el punto de encuentro.

19:30, lunes 24 de agosto. 52 horas de secuestro. Juan Vicente está impaciente. Usó una columna del tendido eléc­trico para reposar su cuerpo, su pánico; está aterrado, pero debía aparentar que estaba tranquilo. En su mente solo pasaban indicaciones –de su subconsciente– que le exi­gía no cometer errores, no ser imprudente y hacerlo de forma natural.

Los minutos pasaban y nada. Cada escape de motocicleta que irrumpía en una estruen­dosa explosión de gases hacía que su mirada se tense en torno a la dirección de dónde prove­nía. Se ponía firme y afinaba nuevamente la mirada.

El conductor del biciclo se aproximaba y a medida que se acercaba, Juan preparaba la bolsa extendiendo la mano derecha, imaginó si debía lan­zársela al pasar o este se deten­dría a confirmar su identidad.

El ruido se intensificaba por el acercamiento, pero el con­ductor pasó de largo. No se quedó. Fue un error, no era a quién aguardaba.

Su teléfono sonó una vez más. ¿Hola? Una voz tosca respon­dió: –dejá la bolsa bajo la piedra que está a tu derecha y salí de ese lugar. El contacto se inte­rrumpió.

Juan obedeció esa última ins­trucción. Luego de colocar la bolsa bajo la piedra, subió a su vehículo y retornó a su casa. Esperando el momento de abrazar nuevamente a Juan, lo extrañaba y no sabía de él en las últimas horas.

Diez minutos después, un motociclista detuvo su marcha frente a la piedra. Bajó, la hizo a un lugar y tomó la bolsa. Subió nuevamente a la moto, y en ese mismo segundo una detona­ción a sus espaldas le advirtió de algo. El aire se cortó con el sonido de una bala, cruzó por uno de sus costados, y él seguía dando patadas a la moto para que el motor se ponga en mar­cha, una y otra vez. Tres dispa­ros más se producen, el motor reaccionó. El secuestrador huyó con el dinero en dirección a la ciudad de Hernandarias.

¡Mierda! Se escuchó a lo lejos. Eran policías. Estaban ocul­tos tras unos árboles y plan­tas. Habían seguido a Juan Vicente, sin que se percatara. Tenían la intención de captu­rar al delincuente y la opera­ción fue un fracaso.

– ¿Quién disparó? Preguntó el comisario Ramírez. –Fui yo señor, respondió el subcomisa­rio Julio Machuca, subjefe de la policía local. Ramírez pre­sentía que lo ocurrido dejaría consecuencias.

ERA JUAN…

5:00, 62 horas de secuestro. El viejo teléfono en la comi­saría sonaba desde hacía minutos. El policía de guar­dia batallaba contra Morfeo en su somnolencia, hasta que la insistencia lo hizo reac­cionar. – ¡Policía Nacional, buenos días! contestó tras­trabillando su saludo. –Hola, señor, de Salto Monday estoy llamando. Acá encontramos un cuerpo en un matorral…

La Policía confirmó que el cadáver era de Juan Ortiz, los secuestradores lo mata­ron a balazos y arrojaron su cuerpo a un matorral. Estaba con la misma ropa que lle­vaba aquel viernes cuando salió para una fiesta.

En poco tiempo el lugar fue acordonado y comenzó a lle­narse de agentes y curiosos.

En la casa de Juan Vicente la esperada llamada sonó. Juan no tardó en llegar hasta donde dejó el celular. –¡Hola, Juan, hijo, ¿sos vos?! Juan estaba excitado, esperando a escuchar la voz de su hijo, confirmando su libertad. Sin embargo, otro respondió en la llamada. –Señor, Juan Vicente Ortiz, ¿es usted? –Sí, soy yo. ¿Quién habla?

–Soy el oficial Quiñónez de la comisaría de Salto del Mon­day. Le tengo malas noticias señor, creemos que su hijo fue asesinado y necesita­mos que venga hasta el lugar a reconocer el cuerpo.

Todos sus miedos se concen­traron en una terrible sensa­ción. Quedó inmóvil y no pudo responder. Bajó el teléfono sobre una mesa de madera, de lejos se escuchaba la voz del agente clamando por una res­puesta.

Juan Vicente quedó pálido. Una lágrima surcó su mejilla, y no paró de sujetar con fuerza una fotografía de su hijo, una que adornaba su sala.

EN LA ESCENA DEL CRIMEN

El forense irrumpió entre la gente ¡hagan a un lado al médico por favor! Gritó a lo lejos un policía que inten­taba separar a los vecinos de los investigadores. El médico abrió su caja de utensilios, se colocó los guantes de látex y comenzó a examinarlo. –A ver muchacho, tomá nota de lo que te voy diciendo, se diri­gió aquel hombre de 51 años a un joven funcionario de la Fiscalía. –Dígame, doctor. Lo escucho, respondió espe­rando comenzar su informe.

–Veo cinco orificios de bala, todos frontales. Dos fue­ron en el pecho, a la altura del tórax, uno en la espalda y dos en las piernas, uno de estos dos está a la altura de la ingle. Ahora son las ocho de la mañana… su temperatura corporal es de 33 grados Cel­sius aproximadamente y pre­senta rigor cadavérica. Esto me lleva a la conclusión que lleva cuatro horas de muerto. Hora de fallecimiento apro­ximado sería entre las una o dos de la madrugada del 25 de agosto, con esto conclui­mos aquí. Necesito trasladar el cuerpo al laboratorio para examinar mejor.

CABOS SUELTOS

Los investigadores conta­ban con el número de telé­fono que usaron los secues­tradores. Al analizarlo les arrojó una pista del lugar de donde se emitía la señal, era frecuente y del mismo lugar. –Con esto ya los tene­mos, dijo Ramírez. Al menos una tiene que salir, retrucó contra su propia mala racha.

Villa Bancaria, Ciudad del Este. –A mi orden se entra, ¿entendieron? Susurró el comisario Ramírez a los agen­tes. Eran cincuenta policías dispersos en grupos peque­ños. La tenían rodeada.

El grupo de asalto invadió en pocos segundos la vivienda de un lujo superlativo. ¡Alto, policía! ¡Manos en el suelo! Ramírez vio a un hombre, joven, sentado en la cama cuando ingresó a una de las habitaciones. Una vez que lo identificó supo que se trataba de Rodrigo Vera, las esposas ajustaron sus muñecas. Pasó a ser el primer detenido. Su novia, una mujer llamada Yen­nifer Rocío, también fue espo­sada. En otro punto de la casa, redujeron al guardia de seguri­dad, Luis Pereira. –A todos los vamos a llevar a la comisaría, por ahora todos son sospecho­sos. Ramírez sentía que estaba en la casa del plagio, y esas personas sabían lo que había pasado con Juan. –¡Registren la casa! La corazonada le decía al policía que podían encontrar algo más. En la misma habi­tación de Rodrigo encontra­ron varios billetes, 63 millones de guaraníes. Había muebles embalados, recientemente comprados. Mesas de juegos, máquinas tragamonedas. La casa se iba a convertir en un casino clandestino.

La intuición es que el secues­tro pagó toda la inversión, pero necesitaban atar un cabo más. Ramírez se acercó a Yennifer y la sola presencia de un hom­bre tosco y de poco hablar la intimidaba. Ella sabía que si no hablaba, la esperaba un pro­ceso ante la ley. Contuvo la res­piración, y exhaló. Lo miró fija­mente y confesó -Rodrigo, mi novio, fue él…

Los agentes planificaron otra operación de arresto. Esta vez, fueron a unos pocos kilóme­tros, en el barrio San Rafael de Presidente Franco. –¡Alto, policía! No intenten hacer nada, y quiero ver las manos. El comisario Ramírez nueva­mente lideraba al equipo, no quería errores y necesitaba aprovechar cada dato que obtenía de sus sospecho­sos. En ese mismo lugar dos mujeres fueron arrestadas, María Eliza Medina y Silvia Talavera, pareja y madre de Marcos Emilio Lezcano. Los datos de los policías era que Marcos ocupaba el segundo orden en importancia en la banda. María tampoco soportó la presión de los agentes y delató el plan.

Unas cuadras más adelante, en el mismo barrio. La policía irrumpió en otra casa, otra información les condujo a más miembros de la organización. Armando Lugo, Carlos Renzo –un ex aspirante a policía- y algunas jóvenes que fueron utilizadas como señuelo para tenderle una trampa a Juan, fueron llevadas a la comisaría.

Ramírez se sentó a procesar toda la información que había obtenido. En una de sus ano­taciones subrayó las coinci­dencias que existían entre las confesiones de Yennifer y María, las novias de los prin­cipales cabecillas. “Armaron una fiesta en la casa, le invita­ron a Juan, la idea era doparle pero no pudieron y después le pegaron con el arma que tenían…” Para el comisario era suficiente. Esta declaración era suficiente para pedir al fis­cal que encarcele a Rodrigo y Marcos. El gran problema es que el segundo escapó y no lo encontraban.

Ramírez sabía qué hacer, debía presionar a Rodrigo para que éste confiese. Pidió hablar nue­vamente con él. La primera vez dijo que era inocente. –Bien Rodrigo, Marcos no está. Tu novia y la novia de él los res­ponsabilizan por el secuestro y el crimen. Te voy a dar una oportunidad más para escu­charte, ¿qué decís?

Rodrigo, se vio arrinconado. Las evidencias en la casa, los testimonios y el trabajo forense apuntaban a él como uno de los asesinos. El joven de 30 años miró al experi­mentado agente, se mordió los labios y luego habló. –Está bien, fui yo, con Marcos. Pero la idea fue de Juan, las cosas se salieron de control des­pués del pago y Marcos se molestó porque la policía disparó. Por eso lo matamos. Luego de eso, Marcos tomó parte del dinero del rescate, le dio a su mamá y huyó a la Argentina. Es todo lo que sé.

Algo no cuadraba, no coin­cidían las declaraciones. Ramírez mostró fotografías de los autores a la familia de Juan, para saber si se conocían. Juan Vicente reconoció a Rodrigo apenas observó la foto

-Fueron compañeros durante toda la escuela, comió en nues­tra mesa y hasta durmió en la casa. Fueron amigos… luego se quebró en llanto.

Para Ramírez Juan quedó con­denado desde el principio, lo mataron porque podía identi­ficar a sus captores. La saña -en la cantidad de disparos- con­firma que debían asegurarse de ello. Lo debían matar.

DOS AÑOS DESPUÉS

20:30 horas. 11 de mayo del año 2011. –Dos votos por la pena máxima, dijo el relator en la audiencia. Era el quinto día de juicio. Rodrigo miraba como aquel funcionario judi­cial hablaba pero no lograba entender, no quería hacerlo. Recibió 30 años de prisión. Su suerte ahora pasaría a contar los días en la cárcel de Coronel Oviedo, no los querían juntos. Carlos Renzo, el guardia, fue calificado como cómplice. Los jueces le impusieron 18 años en la oscuridad de una celda. Yen­nifer y María también fueron condenadas a cinco años por no denunciar lo que ocurrió. Decidieron callar y ser partí­cipes del crimen.

Ramírez notó cierta satisfac­ción en Juan Vicente, el dolor de ese padre aún continuaba presente en cada arruga de su desbastado rostro. Pero enten­día que ese hombre encontró al menos un poco de alivio. Rodrigo quiso el dinero para montar su casino, su codicia lo llevó a planificar el secues­tro. La Policía aún espera que la orden de captura interna­cional sobre Marcos funcione alguna vez.

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