Los años de la dictadura, con sus censuras a los medios y la persecución a los que ejercían el periodismo, el cierre de medios y las transferencias a las transmisiones radiales, son recordados bajo el tamiz de la alegría que también estuvo presente a través de los gestos de solidaridad de los amigos que ayudaron a atravesar esa oscuridad, sobreviviendo y soportando el exilio interno.
- Por Pepa Kostianovsky
Los cinco años de silencio fueron particularmente dolorosos. Algunos llegaron a llamarlo “el exilio interno”. Yo no me atrevo siquiera a compararlo con el amargo castigo del destierro, pero aseguro que el no poder trabajar es una condena despiadadamente cruel.
Por aquello de que “Dios aprieta pero no ahorca” sobreviví económicamente gracias a las corresponsalías para Radio Nacional de Suecia, Página 12, el diario de Jorge Lanata que por ese entonces apareció en Buenos Aires, y el ABC de Madrid, changa esta que me consiguió Augusto Roa Bastos, quien se trasladó desde Tolouse, coincidiendo con mi escala de un viaje a Israel, para presentarme al director del periódico.
Fue una tarde pintoresca, ya que caminamos desde el hotel de Roa, que quedaba a un par de cuadras del edificio del diario. Y como buenos pajueranos no prestábamos atención al cruzar las bocacalles. Los automóviles nos pasaban zumbando de uno y otro lado. Y un conductor nos gritó –con toda razón– “burros”. Nunca sabrá aquel impaciente madrileño que ese mismo caballero estaría pocos años después recibiendo el Premio Cervantes, de manos de Su Majestad.
Llegar con Roa a la redacción del ABC fue fantástico, lo reverenciaron desde el portero al director, pasando por el staff en pleno. Los jefes de áreas se acercaban a saludarlo con entusiasmo. Y cada uno hizo notar su admiración. La charla se prolongó más de lo que habíamos presupuestado y, cuando nuestro anfitrión supo que yo tenía prisa por llegar al aeropuerto, puso a nuestra disposición su vehículo particular.
Llamé por teléfono a Milda Rivarola, en cuyo departamento había dejado la valija, pidiéndole que me esperara en la puerta con el equipaje. En efecto, ella cargó los cuatro pisos de escaleras con mi maleta y una canastita con quesos, que como tal olía. Ya pueden ustedes imaginarse la sorpresa que se llevó al verme llegar en la limusina.
La suerte no nos acompañó en todo. A pesar de que le llegábamos para abordar el vuelo de LAP, no había en la puerta un sólo paraguayo que viera al chofer de librea abrir la puerta de aquel imponente Rolls para que bajáramos con nuestros modestos empilches.
Para colmo, al entrar en la sala de embarques me encontré con una buena cantidad de conocidos que ya se disponían en fila. Entre ellos, dos robustas damas, esposa e hija de uno de los generales del entorno de Stroessner. Me coloqué justo detrás de la joven, quien intercambió conmigo un saludo y una breve conversación. La madre sólo atinó a mirarme de reojo al reconocer mi “acento nativo”. Y, sin darme mayor importancia, preguntó despectivamente:
–¿Trabajás con paraguaya?
–Si –respondí divertida, al advertir que se refería al servicio doméstico.
–¿Con quién? –insistió en saber.
–Con la señora Gloria Rubin –le dije en el mismo momento en que la hija le daba un notorio codazo.
La mujer dio vuelta la cabeza y, al reconocerme, no sabía qué decir. Intentó una disculpa, mientras yo hacía como que no entendía nada.
Afortunadamente la cola avanzó y con ello se distendió la situación. Supongo que la generala de marras habría recibido su lección de urbanidad. Por mi parte, sigo subiendo a los aviones con canasta con quesos y jamón serrano. Cuando puedo.
Con Felino Amarilla, hoy exitoso abogado y padre de familia, solemos añorar algunos momentos de aquel maldito tiempo, en que nos divertíamos irresponsablemente imaginando aventuras para molestarlos a Stroessner y Montanaro, nuestros enemigos predilectos.
Mi casa era una suerte de madriguera en la que se ocultaban compañeros perseguidos y se deliraban conspiraciones estériles, alternando con peñas regadas con lo que había a mano.
Mis hijos ya estaban más que acostumbrados a llevar los colchones hasta mi dormitorio para dar asilo en sus cuartos a algún caído en desgracia.
Esa actividad, clandestina y temeraria, generaba sus buenas dosis de endorfinas. Y estoy convencida de que era mucho más entretenido y gratificante que frecuentar las festicholas de la corte estronista. Por supuesto, siempre que uno lograra eludir el brazo de la gestapo criolla, cuya crueldad con sus víctimas no conoció límites.
Recuerdo particularmente los meses que precedieron a la clausura de Radio Ñanduti.
Ernesto García, Juan Ernesto Villamayor y Ricardo Caballero Aquino conducían un programa nocturno llamado “Mesa de Análisis”, al que me convidaron a integrarme. El cierre de la radio fue antecedido de un largo período de interferencias que se superponían a las emisiones y cuya duración era imprevisible.
Muchas eran las noches en las que no podíamos comunicar una sola palabra. Pero nos manteníamos allí, empecinados hasta que culminaba el horario.
No faltaban las visitas, como Alcibiades González Delvalle, que aparecía a menudo con el pretexto de buscar voluntarios para compartir una cerveza. Nadie necesitaba siquiera mencionar que lo traía la solidaridad.
O la religiosa hospitalidad de Patricia Espínola, que cuando más despiadadas eran las interferencias, llamaba a invitarnos a cenar en su casa. Propuesta que no nos permitía –ni intentábamos– rechazar. Allí íbamos para encontrarla angustiada por nuestro desgraciado silencio, mientras nosotros optábamos por disfrutar de la buena mesa y la mejor compañía.
El humor era nuestro mecanismo espontáneo de defensa. Patricia lo sabía, pero insistía en que recorrer aquel infierno cotidiano y superarlo con bromas y carcajadas sólo era posible con una buena dosis de locura.
Puede haber tenido algo de razón. Pero fue esa alegría, a la que esos amigos tanto aportaron, la que impidió que nos quebráramos.