- Por Ricardo Rivas
- Periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
Desde niño supe del anarquismo. Don Ricardo, nuestro querido viejo, con quienes fueron sus compañeros de trabajo periodistas –muchos de ellos que como él trabajaron en el mítico diario Crítica que fundara Natalio Botana– hablaban de los anarquistas. Nuestro abuelo, don Héctor Daniel Rivas, también trabajador de prensa, como sus camaradas, militaba por una sociedad políticamente organizada –la “anarquía”– en la que no existiera el Estado, “siempre contrario y opresor de la libertad colectiva”. Supe de Ucrania cuando era un pibito que jugaba a la pelota en el patio de nuestra casa en el Bajo Belgrano, mi pueblo natal, unos 1.160 Km al sur de mi querida Asunción. Porque “allá es donde nació fuerte la anarquía” y donde “Néstor Majno, después de heroicos combates como comandante del Ejército Negro, logró crear –a sangre y fuego– el Territorio Libre de Ucrania”. Supe también que la lucha de Majno se prolongó, incluso, más allá de aquel octubre del 17, cuando los bolcheviques derrocaron al zar y fusilaron a su familia. El anarquismo se multiplicó en cientos de comunas que asociadas a los revolucionarios, ganaron fuerza y poder.
SIMÓN RADOWITZKY
Todo cambió en 1919. El llamado Ejército Insurreccional Revolucionario de Ucrania fue traicionado por los revolucionarios del Kremlin. Pero de entre todos ellos, un nombre aún resuena en mis oídos. Simón Radowitzky. Aunque él, por lo que recuerdo de aquellos años, salió de Europa, para salvar su vida muy joven, bastante antes de las luchas que lideró Néstor Majno. Desde los 14 años –nació el 10 setiembre o noviembre de 1891, en Stepánivtsi, Rusia, en la actualidad Ucrania– por su militancia anarquista y para no ser prisionero de los zares en Siberia, se exilió en la Argentina a donde llegó en marzo o abril de 1908. Se vinculó con el anarquismo local. Un año más tarde –el 1 de mayo– fue uno de los líderes de la que históricamente se conoce como la Semana Roja, cuando una manifestación anarquista y socialista que recordaba a los mártires de Chicago en el Día Internacional del Trabajo, fue cruel y criminalmente reprimida por el jefe de la policía de Buenos Aires, coronel Ramón Falcón. Las cargas de caballería e infantería que arrasaron la plaza del Congreso. Asesinaron a 8 manifestantes. Aquellas muertes fueron vengadas. El 14 de noviembre, Falcón y su secretario, Alberto Lartigau, fueron muertos en la Recoleta por una bomba casera que Radowitzky lanzó contra el vehículo que los transportaba. Simón fue capturado por civiles cuando escapaba del lugar. En el momento en que fue apresado, con un revolver, se disparó en el pecho mientras gritaba “¡Viva la anarquía!”. Sometido a la justicia, por ser menor de edad (18 años), esquivó la pena de muerte por fusilamiento. La condena a reclusión comenzó a cumplirla en la Penitenciaría Nacional. Como accesoria, ordenaba la sentencia, una vez por año, el 14 de noviembre, día del asesinato de los dos policías, la privación de libertad debía transcurrir en soledad –en aislamiento– durante 20 días “a pan y agua”. La fuga de dos camaradas anarquistas, Francisco Solano Regis y Salvador Planás, encarcelados en el mismo penal que Simón, cambió su vida carcelaria. Por decreto se ordenó su traslado a la Cárcel del Fin del Mundo.
SER SÓLO UN NÚMERO
Formalmente, la cárcel de Ushuaia, a unos 3.100 kilómetros al Sur de Buenos Aires. Mil kilómetros al norte de la Antártida. Convergían allí personas categorizadas como “criminales de extrema peligrosidad” y presos políticos. Claramente, Simón no era un preso más. Desde que llegó fue llamado “155″. Lo despojaron de identidad. Le asignaron un número. Dejó de ser persona. Como el resto de quienes allí estaban recluidos. Durante 7 años, en cada uno de sus días, “155″ solo pudo leer la Biblia y fue sometido a graves torturas. Como el resto de los encarcelados, cada mañana, cerca de las 5, eran sacados de las celdas, engrillados de pies y manos y, a bordo de un tren que, tirado por una pequeña locomotora a vapor, eran llevados para cortar árboles. ¿A trabajar? En las largas noches invernales, no pocas veces con nieve hasta las rodillas, aquellos humanos condenados a la infelicidad hachaban sin descanso. Esos relatos acompañaron parte de mi adolescencia. Es más, recuerdo además algunas fotos de las que nunca mi viejo me dio ninguna para conservar, en las que el abuelo Héctor Daniel junto con doña Salvadora [como respetuosamente la llamaban pese a los años transcurridos a Medina Onrubia, la esposa Botana] públicamente, exigían la libertad de Simón Radowitzky.
EL TREN DEL FIN DEL MUNDO
En aquellas memorias se encuentra esta noche de viernes mi memoria cuando poco falta para que el sábado lo arrolle para siempre. Hoy no está la vieja mecedora. No. Tampoco los leños crepitantes. Sí una extraña lámpara de gas en las orillas del lago Argentino en la patagónica Calafate, muy cerca de los glaciares. Con los ojos puestos en esa lengua de fuego atrapada en un tubo de vidrio, repasé más recientes mis días en Ushuaia y, en particular, en las horas en que recorrí el parque nacional de esa ciudad a bordo del mismo tren en que cada uno de los días de sus lentas muertes a un grupo de seres humanos sistemáticamente el Estado violador de los derechos humanos los victimizaba en los arrabales del planeta. Ushuaia, esta vez me marcó. Ingresar en el valle del río Pipo, observar con atención las laderas del monte Susana y hasta el preciso momento en que se ingresa en el Parque Nacional Tierra del Fuego puede ser una especie de viaje al pasado, al silencio, a relacionarse con el viento, con el frío húmedo y –según la época del año en que se inicie la travesía– a una paleta viva de colores que con matices aportan visiones que, en casi todos los casos, no volverán a vivirse más que en los recuerdos de aquello que se imprimió para siempre en las retinas. El gris de las nubes bajas y robustas que rodean los morros, de un segundo para otro, puede sorprender brevemente con espacios de cielos muy celestes por los que se filtran tibios rayos de sol que poco duran porque los varios tonos de grises casi negro que llegan con nuevas nubes los ocultan impiadosos. Frecuentes lloviznas, en este abril benigno aunque con temperaturas que nunca superan los 6° pero que, en las noches, descienden hasta alcanzar el cero, humedecen con eficiencia. El aire puro abruma. Atropella. Y troca en tentación incontenible inspirar profundamente para quienes habitamos ecosistemas urbanos. “De esto se trata la idea que encierra la frase ‘libre de humo’”, pensé. Llegar a la “estación del Fin del Mundo” conmueve. De la soledad casi total mientras se transita el camino de ripio de unos 8 kilómetros de extensión que separan esa cabecera ferroviaria turística de Ushuaia –una ciudad en la que habitan unas 80 mil personas que se preocupan más allá de los eslóganes por cuidar el medio ambiente– hasta el shock de encontrar una pequeña muchedumbre que se atropella por llegar a las boleterías, resulta extraño y, si se quiere, hasta alejado de la realidad. El clima social turístico que allí se crea orilla lo festivo y exuda excitación. El tren número 1 está pronto para partir. El 2, en apresto. Cuando el primero se va, por unos minutos, desde el andén vacío es posible otear un paisaje que no permite llegar lejos con la mirada porque, irremediablemente, choca contra las laderas parcialmente nevadas del tramo más bajo de la Cordillera de los Andes que, en promedio, allí solo alcanza a los mil metros. De hecho, el pico más alto, el Monte Olivia, orilla los 1.350 y, con su formato, que lo asemeja a una pirámide, se destaca ostensiblemente sobre las otras montañas. Sin embargo, y pese a tanta belleza, la historia de este trencito de trocha muy angosta, bifurca marcadamente de la que por estos tiempos sienten mayoritariamente quienes viajan en esos convoyes bien calefaccionados, confortables y atractivos, con pasajeros confortablemente abrigados y, en algunos casos, mejor alimentados con un buen servicio de comidas rápidas y bebidas calientes. ¿Desmemorizar? La diversidad natural, en esta zona no lo es tanta en lo que tiene que ver con la flora. El bosque de lenga, sin embargo, regala todo tipo de tonalidades que van desde el verde hasta el ocre pero, previamente, atraviesan el amarillo, el naranja o el rojo. Una voz profunda llega hasta cada pasajero y cada pasajera a través de un par de auriculares. Escuché todas y cada una de las palabras que alguien anudó para construir un relato que –aunque sin expresarlo más que cuando se los consulta– pasivamente y en silencio rechazan los guías turísticos que conducen a miles de visitantes cada año. Solo dan cuenta de sus desacuerdos cuando taxativamente se les pregunta. El tren en el que viajábamos pretende ser una réplica de aquellas formaciones que –desde 1921– trasladaban “presos, internos, encarcelados, asesinos, anarquistas, revolucionarios, criminales o salvajes”, así se los mencionaba y aun se los menciona según quien aluda a ellos o, más precisamente, a aquellos que, por la razón más irrazonable y cruel que fuere fueron enviados al Penal de Ushuaia –a los confines de la Tierra, a los arrabales del mundo– para incumplir el artículo 18 de una Constitución Nacional que fue parida en 1853. “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución…”, dice la Carta Magna. La voz del tren, mientras lentamente la formación se desplaza, hasta la primera parada en la Estación Macarena, cuenta que a cada preso se le abría una cuenta de banco donde se le depositaba una especie de “salario” para que cuando cumplieran con las penas que recibieron pudieran reinsertarse socialmente sin tener que comenzar desde 0. Idílico. Con el mismo tono monocorde se invita al pasaje a mirar “hacia la izquierda” de la formación para explicar que se encuentra desprovista casi totalmente de árboles como consecuencia de la tala indiscriminada que los presos a golpes de hachas, derrumbaron desde 101 años atrás y hasta casi la mitad del siglo 20. Una centuria después las evidencias de dos crímenes de lesa humanidad son claras e irrebatibles: la destrucción integral y sistemática de miles de seres humanos; y, la destrucción de los bosques nativos que desde entonces no se recuperan. Los árboles, no siempre mueren de pie. Corre el cuarto mes del 2022. Transitar la vieja cárcel, aquel viejo centro de torturas, estremece.
EL ESPANTO
recreadas de aquellos presos, con sus estigmatizantes trajes a rayas numerados, que evidencian buen estado de salud nada tienen que ver con las fotos que se exhiben a modo de registro epocal devenido en dato concreto. Las esculturas de los más conocidos de aquellos infelices son las más visitadas. Alguna celda sugiere que hasta el mismísimo Carlos Gardel estuvo allí sometido. De Simón Radowitzky solo se le reconoce que fue el único preso que logró fugar –por cuatro días– de aquel presidio dantesco. Aquellas indignidades, no las contiene el relato inquietante que escuchan los pasajeros del Tren del Fin del Mundo. Sin embargo, “Siete mil días en la Siberia argentina”, una novela histórica de Carlos Zampatti –que se vende en el museo que se encuentra en los restos de la Cárcel del Fin del Mundo– da cuenta de aquellas políticas carcelarias humanamente estragantes. Zampatti revela en la página 5 de su obra, que el entonces subdirector del penal, Gregorio Palacios, junto con el “trío José” –los guardiacácerles Alapont, Cabezas y Sampedro– después de insultar a Simón y retenerlo por los brazos y las piernas, lo violaron. “¿Sabés quién soy yo, ruso de mierda? El que te va a hacer perder la poca hombría que te queda (…) Nunca vas a terminar de arrepentirte de haber evitado el pelotón de fusilamiento (…) No sabés lo que te espera. (…) Palacios se desabrochó la bragueta”. Aquella atrocidad se supo en Buenos Aires. El presidente Hipólito Yrigoyen ordenó una investigación. Los violadores fueron sancionados. Radowitzky fue indultado por el presidente pero, además, lo condenó al destierro. De las páginas más oscuras y vergonzantes que se escribieron con la sangre de los presos del Penal del Fin del Mundo, en el Tren del Fin del Mundo, no se habla. La decisión de un privado para mentir la historia que no sabe, no puede o no quiere corregir el Estado. Memoria, verdad y justicia.