Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Nunca olvidaré aquel diálogo. Pasó medio siglo desde entonces. Pero nunca lo olvidaré. Como tampoco lo olvidarán millones de cinéfilos que, como yo, el 20 de setiembre de 1972, en la Argentina, fuimos al estreno de “El Padrino” que, hasta ese día, solo prometía una película de mafiosos con enormes actores. Marlon Brando, Al Pacino, Robert Duval, James Caan, Diane Keaton. ¡Increíble, elenco! Por aquellos meses busqué y leí todo lo que se publicó de aquel filme que, en Estados Unidos, se estrenó el 15 de marzo. Sobre Francis Ford Coppola, el director, no sabía ni supe demasiado.

De Mario Francis Puzo, escritor al que también se lo mencionaba como “el literato de la mafia”, sabía algo más, pero no mucho más. Sin embargo, un detalle sobre él llamó mi atención. Era un estudioso del Renacimiento. Así, con mayúscula. Cuando conocí Florencia –poco más de dos décadas más tarde– supe por qué coincidí con aquel gusto y, a la vez, comprendí que algo nos unía. Aquella noche septembrina, cuando salí del cine Savoy, en el 2829 de la Avenida Cabildo en Belgrano, mi pueblo natal en Buenos Aires –unos 1.260 km al sur de mi querida Asunción– supe que había sido testigo de una obra de arte invalorable; y, que un breve diálogo entre Don Vito Corelone (Brando) –un capo mafia por momentos entrañable, un tremendo criminal con claro sentido de amor a la familia [a la suya y a las de sus amigos más leales], de profunda convicción católica que hacía culto de la palabra empeñada] y Michael (Pacino), uno de sus hijos, quedó para siempre en mi memoria.

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DON CORLEONE

El ya viejo Don Vito –Don Corleone, como debían llamarlo como señal de res- peto al tiempo que sus interlocutores besaban su anillo o, simplemente, su mano– en un diálogo que suena a confesión y despedida –quizá quejándose de sí mismo– le revela al joven que, para él, siempre había deseado otro tipo de vida. Alejada del crimen, de la muerte, de la ilegalidad, para que el respeto familiar, que nunca le había faltado desde que alcanzara el grado de “capo di tutti i capi”, a Michael, le llegara por su posicionamiento social a partir de una vida pública decente.

“Gobernador Corleone... Senador Corleone...”, dice el padrino con tristeza en su voz aguardentosa. Tenía claro que aquel sueño que perseguía cuando Italia quedó atrás y, tomado fuerte- mente de la mano de su madre en el barco que los llevó hasta Nueva York para “hacer la América”, se había desvanecido. Sony (Caan), hijo mayor –quien debía sucederlo en la conducción de la famiglia– por venganza, fue impiadosamente ametrallado en un puesto de peaje. Esa ejecución [la ley de la mafia] cambió todo su proyecto patriarcal. Lo tenía claro. Con esa convicción caminé las cuatro cuadras que separaban al cine de la pizzería Burgio, templo urbano belgranense. De parado, acodado en el mostrador, marché una empanada frita de carne, una porción de mozzarrella chorreando aceite de oliva sobre una de fainá y medio de tinto suelto. No tuve ganas de hablar. Los Corleone estaban en mí. Parada breve hasta que me largué a caminar por la calle Monroe hacia el Bajo. El cafecito, cuando ya casi comenzaba la primavera, fue en una de las discretas mesas del Timi, un bar histórico en la esquina misma del Bolulevard Lidoro Quinteros, a pocas cuadras del Esta- dio Monumental. Don Corleone y Michael volvieron o, tal vez, nunca se habían ido. Las expresiones sentidas del viejo capo mafia no sonaban como la voz de un arrepentido. Michael respondió con tres palabras: “Ya llegaremos ahí”. ¿De qué da cuenta Coppola con aquella obra de arte? ¿De la mafia, de la Cosa Nostra, de una organización criminal? No. Relata el poder o, más aún, compone una oda sobre el poder. Tal vez por ello se asoció con Puzo que, años después de la novela “El Padrino”, junto con Carol Gino –que primero fue su asistente personal y más tarde su compañera de vida– y el historiador Betram Fields fueron tras los pasos de otra enorme familia criminal italiana como la que construyeron Los Borgia.

COMO LO HIZO MAQUIAVELO

Relatar el poder para describirlo y desmenuzarlo. Como alguna vez, en 1513, lo hiciera Niccolò di Bernardo dei Machiavelli, autor de “El Príncipe”, cuando era prisionero, justamente, de quella famiglia per temere con un enorme potere. Así comencé la primavera de aquel año, me dijo la memoria. La vieja mecedora, lentamente, recupera el lugar preferencial que cada viernes de mi vida tiene cuando comienzan los fríos. Con un Gran Enemigo Gualtallary Single Vineyard Cabernet Franc y Malbec del 2017 –creado por Alejandro Vigil– junto con el querido amigo Mariano Castelucci, excelente abogado penalista, cargamos dos copones hasta la mitad. Cerré los ojos después de apreciar el violáceo rojo intenso de ese vinazo. El olfato me dice de algo pimentoso con toques de menta y eucaliptus que inducen a imaginar una caminata vivificante por una zona boscosa que ofrece todos sus frutos para que converjan en el pala- dar. Brindamos, “por la vida”, con sobriedad. “¡Don Corleone tuvo razón, Mariano!”, dije mientras bajaba el copón. Tal vez, lo haya sorprendido. Creo que hablé solo. Cuando el sábado está en trabajo de parto, la reflexión va por cualquier parte. Quizás, la invasión de Rusia sobre Ucrania que siembra de muerte el norte de Europa nuevamente, haya sido el disparador para pensar en el poder y quienes se sienten poderosos. Si bien el periodismo es contar historias, el poder y todo lo que de él deviene, es una de las historias que más se cuentan. Las y los que vivimos el periodismo como oficio o pasión vital, a poco de andar, descubrimos que el poder es uno de los fenómenos –¿práctica social? ¿enigma? ¿misterios?– con los que lidiar en cada minuto. Declaro que Don Vito Corleone, el padrino, me atrapó. La novela de Puzo, aún me acompaña. También, más adelante, desde el verano del 1976, capturó mi atención Don Michael Corleone, hijo y heredero de aquel capo mafia, protagonista humano indiscutido de los dos últimos capítulos que –hasta 1990– completan la trilogía cinematográfica más relevante sobre el poder. A tal punto, que los tres filmes, durante muchos años, los incorporé a la filmografía que aplicaba con los estudiantes de periodismo en un par de universidades.

“SOLO UNA BUENA PELÍCULA”

Es muy difícil explicar la praxis del poder. Cuando promediaba la primera década de este siglo, sobre el fin de una tarde, casi por casualidad, pude explicar al mismísimo Coppola, café por medio, que la saga con su obra era parte inexcusable para los estudiantes universitarios de periodismo que cursaban conmigo. “No es sencillo ver el desarrollo de las operaciones y prácticas de poder tan magistralmente expuestas como usted lo ha hecho”, le dije. “Nunca me lo propuse. Solo quise hacer una buena película”, respondió con una sonrisa apenas perceptible. Compartimos dos cafés más en aquel espacio atrapante del que, por lo menos en ese momento, se señalaba como “el hotel boutique de Coppola”, en Gorriti al 4.700, en el barrio de Palermo, conocido hasta hoy como “Jardín Escondido”. Nunca volví a verlo. “El Padrino”, con medio siglo de trayectoria, es una herramienta didáctica pertinente para aprender que lo peor existe, convive y transhuma los mismos territorios que las y los habitantes de cualquier país.

“El padrino propone una conveniente combinación del realpolitik y relativismo moral”, sostiene el colega Hernán Ferreirós, en el diario La Nación de Buenos Aires. “El poder es tener la capacidad y la aptitud para hacer lo que se quiere o propone”, replicó Castelucci que, advierte, sin embargo que “el ejercicio de ese poder tiene que ser prudente y razonable porque ejercerlo de manera imprudente, ilimitada, puede ser perjudicial. El poder no debe ser abusado. Tiene que ser ejercido dentro de límites morales, éticos, legales”, añadió. Acuerdo en plenitud. Pero, más allá de acordar, recordé de viva voz que, desde Napoleón Bonaparte, hasta nuestros días, no son pocos ni pocas quienes asumen, hacen propio y ejercen el poder desde la premisa de que “el fin justifica los medios” y, en línea con ello, en el mundo real, para disputar y enfrentar a otro poder y lograr resultados, rompen las reglas y acometen sin miramientos. Los Corleone son criminales, desde luego, pero jamás contra alguien que consideren “no merezca su destino”, agrega Ferreirós. Así veo “El Padrino” y comprendo la obra casi como una continuidad – tal vez casual– del “El Príncipe” de Maquiavelo.

Tanto Nicolás como Puzo y Coppola en 1972 –440 años después del texto parido en una cárcel florentina– dan cuenta de lo mismo. De la corrupta perversidad de innumerables poderosos y poderosas cuando ejercen el poder. “Que el mundo fue y será una por- quería, ya los sé/En el 510yen el 2000 también...”, poetizó tanguera y popularmente Enrique Santos Discépolo en 1934. En el supuesto de que la humanidad es naturalmente buena, el ejercicio del poder, ciertamente, parece deshumanizar. Las tantas lecturas y relecturas de El Príncipe al igual que las infinitas vistas y revistas de la saga de El Padrino -en tanto ambas obras como productoras de sentido- permiten suponer que el poder y su ejercicio es el objeto del deseo de no pocos ni pocas poderosos y poderosas que abrevaron en esas obras y, deslumbrados, parecerían querer hacerlas realidad y naturalizarlas como práctica social. “El poder es tener impunidad. Ser pode- roso es ser un impune, un hombre al que no le llega nada”, definió el 16 de marzo de 1997, ante el diario Clarín el empresario Alfredo Yabrán que, con múltiples acusaciones públicas que lo señalaban como “mafioso” se suicidó el 20 de mayo de 1998, acorralado por las evidencias que dan cuenta que ordenó el asesinato del fotoperiodista José Luis Cabezas, de Editorial Perfil, el 25 de enero de 1997, en las afueras de la ciudad de Pinamar, 360 km al sur de Buenos Aires. Enorme definición. Es posible, por cierto, que el malogrado Don Alfredo, como Don Michael y Don Vito, tuvieran la convicción profunda de que ninguno de los males que produjeran -dentro de la ley o fuera de ella- fueran temas personales, ni contra nadie en particular porque, sus acciones son parte de los negocios y sus prácticas. ¿Negocios? No consigo que la palabra trader [”alguien que hace negocios”, en inglés] produzca en mí el sentido que permita compararla o, peor aún, asumirla como sinónimo de criminal. ¿Puede ser un negocio asesinar? No deja de sorprender que en aquellas páginas en las que en los medios tradicionales desde muchos años se informaba sobre política, desde algún tiempo, en ellas, se reporten actos de corrupción, policiales o judiciales. No. Sorprende que, a no pocas personas públicas se las des- taque porque “tienen códigos”. Décadas atrás, se las destacaba por los valores que exhibían en cada uno de sus actos públicos. Michael Corleone, tenía claro -muy claro- su destino. Y el de muchos y muchas. Con “El Padrino” –al igual que con “El Príncipe”– es posible ver la peor cara del poder que no por peor es, desafortunadamente, la que menos se ve. Lo indeseable del poder y del ejercicio del poder es emergencia cotidiana. Lo didáctico de “El Padrino”, justamente, es la exhibición sin anestesia de lo que no debe ser. De las violencias que no deben ser. De los ocultamientos que no deben ser. Medio siglo después del estreno de El Padrino, otras producciones avanzaron descarnada- mente en el mismo sentido. Los Soprano [David Chase], una serie de culto y, Peaky Blinders [Steven Knight], son hitos que hablan de nuestros días y de nuestros calvarios ciudadanos. “El ejercicio del poder –como apunta Castelucci– debe ser dentro de límites éticos, morales y legales para no devenir en abuso”. “El Padrino”, “Los Soprano”,

“Peaky Blinders” relatan lo peor. A no dudarlo. No son escasos ni escasas, incluso, quienes señalan esas obras como vectores para naturalizar lo ilegal, lo ilegítimo. Desacuerdo, aunque coincido con Ferreirós, quien precisa que el relato cinematográfico de Coppola “reclama que nos identifiquemos” con la mafia y sus prácticas; detalla que “para lograr esta alquimia, recurre a un truco que, a la vez, proporciona a la política su coartada moral favorita” [¿para comportarse como mafiosos?]; y destaca -a modo de ejemplo y/o advertencia- que “los personajes son criminales a la luz de la legalidad convencional, pero al mismo tiempo viven bajo un estricto código ético particular, una moralidad alternativa que se presenta como más justa que la que rige a la sociedad”. Medio siglo después de aquella madrugada primaveral inolvidable del ‘72 pienso que “Don Corleone” y la saga de “El Padrino” – en todo o en parte- dejó de ser una ficción. Don Vito, tiene razón. Rara cosa el pasado que segundos antes era futuro cuando creímos que ese era el instante presente. In lontananza penso al 1974 e al 1990 la Famiglia Corleone ci ha catturato per sempre. “Que parezca un accidente”.

Mario Puzo, el literato de la mafia, autor de “El Padrino”.
Nicolás Maquiavelo: “La política no tiene relación con la moral”.
Michael Corleone, compuesto por Al Pacino, le ase- gura a Don Vito, su padre, que “ya llegaremos ahí”, cuando el viejo Don le confidencia que para él había imaginado otra vida, alejada del crimen.


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