Por Óscar Lovera Vera, periodista

Las primeras pistas condujeron a una pelea que tuvo el pescador con su esposa, pero la trama va más allá. Inclusive en tres partes.

La pelea tuvo que ser feroz para que la mujer escuche a tres casas, o los vecinos muy curiosos para acercarse y ser al menos testigos auditivos de lo que pasó aquella noche. Detalles, pensó el policía. Lo importante era analizar si esa discusión fue la primera pieza del rompe- cabezas de Varadero.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Los enérgicos aplausos de los agentes fueron respondidos con prontitud por María Ursulina Paredes Martínez, la mujer vivía en la casa que indicó la vecina.

–Señora, buen día. Somos de la comisaría primera y queremos conversar con usted, por favor –se adelantó uno de los patrulleros en el saludo. Necesitaban marcar con autoridad el diálogo.

–Sí, señor, ¿qué pasó, en qué le puedo ayudar?, contestó María Ursulina.

Más tarde la mujer reconoce- ría la discusión, al igual que lo periódico de aquellas peleas. Todo se debía a la afición de su esposo con el alcohol. Raúl Acosta vivía en un mejor matrimonio con el vino y la cerveza. Las peleas violentas con su mujer eran el efecto colateral de largas noches sin dormir, de las manos pesadas sobre su piel y los arrebatos de celos y paranoia desenfrenada.

–¿Dónde está tu marido, señora? –interrumpió el investigador

–Aún no llegó de la pesca, oficial.

– y, ¿eso es normal, hay días en que no regresa a la casa?

–Muy pocas veces, él siempre está antes que amanezca....

–Bueno señora, necesitamos que nos acompañes a la orilla del río. Nos reportaron el hallazgo de un cuerpo y necesitamos que lo veas.

LA MARCA SUBCUTÁNEA

María se cambió la ropa que llevaba puesta, se colocó unos calzados cerrados y acompañó a los policías hasta la morgue

en la vecina Sajonia; recibieron la orden de llevarla ahí, ya que al momento de su interrogatorio, el traslado se hizo efectivo.

Apenas llegaron, dos oficiales y la fiscal la aguardaban en la puerta para llevarla hasta la sala donde estaba el torso que encontraron en la orilla de Varadero.

María observó a lo lejos un bulto bajo una sábana, sabía que se trataba de su destino. Recibió la advertencia previa sobre lo mucho que podría afectarla descubrir lo que ocultaba la manta.

Ella aspiró profundo y soltó el aire mansamente, fue como una válvula de alivio buscando descomprimir la ansiedad por averiguar qué ocurriría.

El forense retiró el manto de algodón. El torso sin extremidades ni cabeza comenzó a destilar un hedor más intenso, tenía magulladuras de lo que pudo ser el ataque de peces y los puntos que fueron cercenados quedaron cauterizados quizás de forma natural, pasaron horas desde que lo encontraron.

Las pupilas de María se dilata- ron al máximo, tanto que servían de espejo para reflejar lo que colocaron sobre la plan- cha de metal. Ellas comenzaron a vibrar en medio de lágrimas, hervían de dolor. Era él, su esposo. Lo reconoció por un tatuaje en el omóplato izquierdo. La marca subcutánea develó quién era, la tinta vieja y borrosa fue la determinante para comenzar la pesquisa y ella era la primera sospechosa.

SEGUNDA PIEZA DEL ROMPECABEZAS

La fiscal Gilvi tomó eso como el segundo paso a dar en su investigación; le faltaba un sospechoso y en ese momento la tenía: María. La discusión fue su contexto, pero aún debía responder si además de asesinar a su esposo, lo que ocurrió antes fue tan intenso que la llevó a desmembrarlo. Un punto interesante que podría llevarla al inicio de todo si no tenía sustento.

María Ursulina debió acompañar a la fiscal a su oficina. Pasó a un interrogatorio para documentar los detalles de aquella pelea que tuvo con su marido, lo que hicieron ambos antes y después.

La mujer describió su pasado virulento, una trama desteñida por golpes, discusiones alimentadas por la caña, esa bebida lo ponía más violento. Para Gilvi, todo eso podría ser un detonante de hastío, inconformidad que detonó en un cruel crimen. Fue ella o lo encargó, pero su relato le daba lógica a la trama que dibujaba en su pensamiento.

Aportó un párrafo que no pudo apartar de lo que pensó que era su guión final. María contó que Raúl mantuvo diferencias anteriores con un hombre del barrio, uno con quien en muchas veces se declararon la muerte, uno a otro. A esta persona lo identificó como el gomero y tenía un militar como cómplice. Este uniformado de la marina, siempre acompañaba al gomero cuando los conflictos por el territorio se disputaban, como un matón. El brazo armado del gomero. Y ahí estaba otra vez, una hipó- tesis con lógica natural. María

dejó de ser la única sospechosa a ser parte de una lista de presuntos. La fiscal esta vez tendría su segundo rompecabezas.

DONDE LAS SOMBRAS SE CRUZABAN

–María, ¿quiénes son esos dos que mencionás: el gomero y militar?, preguntó Gilvi, interrumpiendo el relato de María.

–Mi marido no era santo señora, muchos decían que era un temible personaje que se había ganado gran mala fama en el barrio, donde sus enemigos se le cruzaban en cada esquina. Pero de algo estoy segura, el gomero nos amenazó de muerte, y mi esposo también le respondió con lo mismo. Ese muchacho se llama Gustavo Acosta Domínguez, él junto con el militar, Rigoberto Franco, son los que estuvieron en ese momento. Fue frente a mi casa y hace unos días nada más María le dio más argumentos a la fiscal para fortalecer la segunda trama de su encrucijada. El siguiente paso era resolver si estas dos personas existían o no.

La áspera relación de Raúl con sus vecinos no demoró en hilar los cabos sueltos. Esa misma mañana del hallazgo, las pistas se fortalecían a medida que avanzaban con la confirmación de los datos que dio María.

Gilvi obtuvo su orden de localización y detención para los dos hombres que mencionó la mujer. A medida que la noticia invadía con morbo las estaciones de radio y los noticiarios en la televisión, la presión en el juzgado generaba sus inusuales acciones rápidas. No hubo el pavoroso letargo usual.

Diez hombres de dos departamentos, Homicidios y la comisaría local. Esa dotación iba rumbo a las direcciones que lograron confirmar en el vecindario. No transcurrió mucho tiempo hasta que dieron con los dos. Acosta Domínguez en la gomería y Franco Cáceres en su casa, día de franco.

PARA QUÉ NEGARLO...

El gomero de 29 años se sentó en el pasillo de la oficina fiscal. Se mostraba tranquilo, aunque el martilleo de su pierna derecha lo delataba, un trastorno nervioso.

–Che ajuka pe tipo, kóa ndorekói nada que ver, doctora. (–yo le maté a ese hombre, él no tiene nada que ver) – Domínguez soltó su primera confesión al vuelo, sin remediar y sin contratiempo. Ni siquiera comenzó la indagatoria e intentó asumir con prontitud lo que había hecho. Su firmeza era abrumadora, insistió en que su amigo –el militar– solo lo acompañó en la noche. Bebieron juntos y le pidió que camine con él a visitar a Raúl. Franco Cáceres –en ese entonces– tenía 24 años y la coartada que intentaban instalar pronto quedó sin sustento.

LA TERCERA PIEZA DEL ROMPECABEZAS

Una confesión de parte y un trasfondo marcaron el paso de las averiguaciones. El motivo del asesinato lo tenían trazado: Acosta Domínguez amenazó a Raúl y a su familia de muerte por una disputa vieja de quien mandaba en las calles. Eso llevó a Raúl a responder enfrentándolo, fiel a su estilo intimidante. No podía dejar el rumor de un hombre frágil se esparciera en todo Varadero. En la noche el plan se gestó y el gomero con el militar – tras echarle combustión a su coraje con vino en cartón– fueron a matarlo.

Los detalles del crimen fueron estremecedores para la Fiscalía. Cada parte del monólogo del gomero coincidió con los estudios preliminares del forense.

Un golpe fulminante en la cabeza lo hizo con un palo y en la sien mientras dormía. Lo dejó en un más profundo sueño a Raúl Acosta. El pescador ni siquiera intuyó lo que ocurrió.

El metal afilado, con precisión, de un viejo machete sirvió para cercenarlo. Primero la cabeza; corte perfecto en el cuello para decapitarlo. La piel no se desgarró. Fue rodando en el suelo, manchando la maleza con sangre que brotó a borbotones. La incisión de la vena carótida lo provocó. Luego se encargó de las piernas, luego la mano izquierda. La misma que Raúl levantó para recordarle quién era el que man- daba en el paraje.

–¿Dónde arrojaste las partes del cuerpo? Interpeló la fiscal, cuando el gomero puso punto final a su cruenta narrativa.

–Todas al agua, doctora...

Para esa tercera parte del rompecabezas, la Fiscalía necesitaba encontrar los restos y avanzar en el caso. Sin embargo, pese a los esfuerzos, no aparecían.

Así transcurrieron dos días, hasta que, en una zona ya bastante alejada del primer hallazgo, la voz de alerta de un marino daría la noticia.

Una vez más, partes del cuerpo habían salido a flote a orillas del río. Esta vez, en las cercanías del Puerto Capitán Ortiz, en inmediaciones del Puerto de Itá Enramada. Las piernas, brazos y la mano izquierda estaban en una bolsa de polietileno. La corriente las arrastró hasta ese punto, pero encontraron su final con los camalotes, sirvieron parar su naufragio.

–Encajaron a la perfección doctora, efectivamente le corresponden a la víctima del homicidio –el forense Hugo Lara y Felicia Mora pasaron su reporte a la fiscal. Finalmente, la tercera pieza del rompecabezas se completó. Pero faltaba más.

Ursulina no estaba contando toda la verdad...

Continuará...


Dejanos tu comentario