Por Pepa Kostianovsky

La viudez en plena juventud en un país sumergido en tiempos difíciles y constante inestabilidad laboral, el dolor de las pérdidas de seres queridos y el adiós a quienes dejan de estar cerca. Un nuevo amor que tampoco cura sino que trae nuevas heridas. Pero también el coraje para terminar con lo que no nos hace felices.

Cuando Eduardo murió yo tenía 32 años y dos hijos, de 9 y 5. Mi carrera periodística apenas empezaba. No había tiempo para elaborar duelos. La vida estaba allí, exigiendo mi presencia. Y la única opción era ponerme el traje de fajina.

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Me quedaron marcados algunos recuerdos tremendos, como los ojos de Pipó, más grandes y más azules que nunca, cubriéndose de lágrimas. El asombro de Olguita, que sin decir nada empezó a subir las escaleras y de pronto cayó de rodillas y gritó “papito”, rogándole que vuelva. El abrazo de mi padre y sus palabras “Ay, mi hijita, cómo te golpea la vida”.

Tan premonitorias. Un año más tarde era papá el que nos dejaba, víctima de la estúpida torpeza de un cirujano.

Al poco tiempo, Adolfo y su esposa resolvieron irse a Israel, con mis cinco sobrinos. Y mamá, que tras la muerte de Kostia no encontraba espacio ni consuelo, los siguió, para morir allí, sin que volviéramos a verla.

En esa misma temporada el zarpazo de la dictadura cayó sobre los medios de prensa. Abc y Radio Ñanduti fueron clausurados. Esta vez me tocó el exilio interno. No me atreví a seguir a los míos e irme con mis hijos a Israel. Llevaba grabadas a fuego las consignas de papá, que había vuelto de seis exilios y cuando le preguntaban por qué insistía en el regreso, por qué no aceptaba quedarse definitivamente en Buenos Aires, respondía: “Porque yo quiero para mis hijos un des- tino paraguayo”.

No sé si su empecinamiento era válido o un capricho romántico. Pero yo lo heredé. Y aquí estoy.

Tras la muerte de Eduardo no tardé mucho tiempo en descubrir que me había vuelto atractiva. Era algo nuevo para mí. No lo había percibido en mis años de soltera, cuando mis amigas coleccionaban novios y a mí me costaba un perú encontrar un galán de mi calce.

En la misma sala de redacción, donde transcurrían la mitad de mis jornadas, los avispones zumbaban a mi alrededor. No se asusten, que no está en mi ánimo comprometer a ninguno de mis “torcacitos” con los que man- tengo amistades entrañables y hoy ya no están en condiciones de sortear la ira de sus actuales esposas.

Mientras mis romances se mantuvieron en los límites del gremio no se dieron mayores problemas. El nuestro es un oficio en que somos bastante proclives a andar de flor en flor, sin mucho riesgo

ni huella. Pero, en el mismo campo de juego, me encontré con un arribeño, uno que vino nomás de visita. Y después de echarnos mutuamente el ojo, no se nos ocurrió mejor idea que casarnos.

Como su situación no era muy clara –aquí no había por entonces divorcio– optamos por seguir el sabio consejo de “Chiqui” Ávalos , que llevaba testeados todos los registros civiles del vecindario. Y nos casamos en Pilcomayo.

El Registro Civil de Pilcomayo es una casilla de madera.

Y el juez de Paz era tan “lúcido” que se dejó convencer de que el dólar había amanecido ese día revaluado a casi el doble de su precio puntual. En vez de darle el billete de 50 que llevábamos previsto, lo conformé con uno de 20. Euclides estaba rojo de vergüenza. Los hombres son definitivamente tontos. Todos.

El matrimonio fue apasionado y divertido, el primer año. Apasionado y tortuoso, el segundo. Apasionado y horrible, el tercero, que afortunadamente fue el último, porque si no, lo hubiera matado.

Sustancialmente irresponsable, fanáticamente infiel, visceralmente mentiroso, alegremente polígamo. Euclides era una “apetizable” animalito erótico, mientras estaba en cueros. Pero apenas se terminaba de vestir se convertía en el blanco ideal para arrojarle perchas, estufas, pisa- papeles, ¡bah!, digamos que vajilla doméstica y útiles de escritorio en general.

Esta tormentosa historia era concomitante con duelos y clausura de los medios periodísticos, lo cual me hacía particularmente vulnerable.

Para colmo de males, Euclides pertenece a esa categoría folclórica de los que no pue- den quedarse quietos, pero tampoco se quieren ir.

Un día decidí que aquello era patológico y que había que cortarlo por lo sano. Como las circunstancias me tenían con las defensas bajas, recurrí al “apoyo profesional”.

Creo que Carlitos Arestivo no sabía si reírse de las cosas que le contaba o ayudarme a matarlo. Las sesiones fue- ron no más de doce o quince, hasta que surgió la idea precisa. Yo llegué con una de mis habituales “desgracias” y llorando pregunté:

–¿Cómo puede hacerme una cosa así? A lo que mi “loquero” respondió sabiamente:

–No es lo que yo me pregunto, sino ¿cómo permitís que te lo haga?

–¿Vos decís que él hace caca sobre mi cabeza porque yo dejo la cabeza bajo su trasero?

–Lo dijiste vos –sentenció mi adorado psicoanalista, valorando la fuerza de mi tosca metáfora.

No necesité volver a la terapia. Le dije a una de mis “cuñadas indias” que se lleve sus pilchas.

Él intentó volver, con la valija intacta. Pero yo tenía el pelo recién lavado y opté por que- darme sola, pero con olor a shampoo.

A pesar de todo, pasado el tiempo que las heridas reclaman para cicatrizarse, recuperé con Euclides una amistad que nos permite reírnos juntos de vez en cuando. Y saber que algo bueno quedó de semejante derroche de energía.

No por eso puedo decir que salí indemne. Fue ese el capítulo en el que perdí la capacidad de confiar. No por la simple y habitual infidelidad –que pueden ser anécdotas prudentes e inofensivas– sino por la deslealtad con mayúsculas, la de sentir que una no tiene camarada.

Por mucho tiempo creí que me dolía el fracaso. Después entendí que lo que se había hecho trizas era la alegría de creer.

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