La misión de trasladar los restos mortales de quien había sido su esposo, desde Montevideo, Uruguay, a Buenos Aires, fue un verdadero desafío para la joven viuda que hizo malabares y atravesó todos los obstáculos para cumplir con la promesa hecha a la madre de quien había fallecido en otra tierra: sepultarlo donde ella pudiera darle el adiós. Un relato que estremece y, por momentos, apela al humor para sobrellevar el drama.

  • Por Pepa Kostianovsky

Unos meses más tarde, fui a Buenos Aires. Chicha, su madre, estaba terriblemente des­consolada. Los hermanos de Eduardo se lo habían contado al volver. Y ella decía que el hecho de no haber estado siquiera en su entierro hacía aun más grande su dolor.

Asumí que la dimensión de su duelo, la pérdida de un hijo adorable y adorado, merecía algún bálsamo.

Le expliqué que el cuerpo estaba en Montevideo tempo­ralmente. Luego de dos años debía ser trasladado, en una urna, al sitio definitivo. Y le dije que si ella quería que lo llevara a Buenos Aires, yo lo haría.

De hecho, ya la esposa de Car­los había dispuesto generosa­mente un sitio para Eduardo en la bóveda de su familia.

Fue así como en julio del ‘82 volví a Montevideo para cum­plir la promesa. Por entonces Gustavo vivía allí. Llegué un jueves y esa misma tarde fui­mos a hacer los trámites. En el Uruguay las reparticiones públicas funcionan a partir del mediodía.

En la municipalidad me entregaron una contraseña y me dijeron que debía ir el lunes al cementerio, para retirarlo. Cuando les expli­qué que venía del Paraguay y que la intención era tras­ladarlo a Buenos Aires, me sugirieron que agilizara el procedimiento llevando yo misma la orden esa tarde, hasta el sitio, que quedaba en las afueras de la ciudad.

Fue lo que hicimos. Y, en efecto, allí me dijeron que viniera al día siguiente a las nueve de la mañana y que tra­jera una urna.

Frente al lugar había varios comercios que vendían urnas. Pero no de madera. Las opciones eran las de granito –definitivas– pero que cos­taban como cincuenta kilos –o las de material plástico, que no eran sino los envases de tergopol que se usan para enfriar bebidas, con unos cie­rres de alambre.

Lógicamente, dado que debía llevarla en avión, hube de optar por una provisoria.

Gustavo, que era un gigante de un metro noventa y ciento veinte kilos, hacía de chofer y no paraba de llorar.

Cuando volvimos al otro día, todo marchaba sobre ruedas. Los empleados municipales montaron en una pequeña camioneta y nos dijeron que los siguiéramos, el panteón estaba a más de quinientos metros de las oficinas.

Entraron y sacaron el ataúd al jardín. Nos preguntaron si queríamos acercarnos y par­ticipar, pero preferimos que­darnos alejados, ni siquiera nos atrevimos a mirar. Los escuchamos trasladar los huesos como si fueran hor­talizas. La tarea les tomó unos pocos minutos.

Uno de ellos alzó la urna y nos la trajo. Se la pasó a Gustavo como quien entrega una enco­mienda cualquiera. Y a mi me dio un papel que supuesta­mente autorizaba su depó­sito en un cementerio pri­vado. Faltaba legalizarlo en el Ministerio y el Consulado argentino.

Me apresuré a abrir el baúl del auto para que Gustavo pusiera allí su fúnebre carga, antes de que se desmayara. Y volvimos a Montevideo.

Tuvimos que hacer tiempo, tomando un café, hasta que se abrieran las oficinas.

Como todo trámite burocrá­tico, el “venga a retirarlo el lunes” fue de rigor.

En la Cancillería no hubo percances, cuando expliqué la situación me aceleraron la firma y el sello, pero me advirtieron que no correría la misma suerte en el Consu­lado.

Y tenían razón. El funcio­nario me dijo que el cónsul estaba demasiado ocupado y no podía molestarlo.

–No hay problemas –respondí con voz alzada y en medio de un gentío–, yo tengo el cadá­ver en el baúl del auto. Y él era ciudadano argentino. De modo que se lo voy a dejar aquí mismo hasta que ustedes pue­dan legalizar el documento.

El infeliz se puso lívido y fue a llamar al cónsul que, por lo visto, no estaba tan atareado y vino nomás a estampar sello y firma.

Con el problema resuelto, decidí que quería viajar a Bue­nos Aires de inmediato. Pero me pareció prudente envol­ver aquella urna, por si acaso, dado que los alambres que la cerraban eran muy precarios.

Fuimos a comprar tela plás­tica en una librería. Pero no había de color negro, ni siquiera un azul oscuro. Lo más discreto era un azul bri­llante. Y nos lo llevamos, junto con un rollo de cinta adhesiva.

En el estacionamiento del edificio de departamentos donde vivía Gustavo, pro­cedimos al envoltorio. Y, sin pérdida de tiempo, fuimos al aeropuerto. Resolví no hacer ninguna declaración. Embar­qué la caja, junto con mi bolso de viaje. Y abordé el avión de las cinco.

Aterrizamos en Buenos Aires a las seis. Era julio del ‘82, plena época de apogeo del peso argentino. Miles de per­sonas regresaban de Miami, con equipajes inmensos.

Cuando, por fin, me tocó el turno, coloqué mis bártulos sobre el mostrador y abrí la maleta.

La funcionaria, una grandota con cara de “todo el mundo de vacaciones y yo aquí como una imbécil, laburando”, pre­guntó:

–¿Qué hay en la caja?

–Un cuerpo –respondí con toda naturalidad y exten­diendo el documento refir­mado y legalizado.

–¿Qué?

–Un cuerpo, un cadáver – aclaré.

La pobre infeliz quedó ató­nita. Tomó el papel y tras musitar algo inentendible se fue para adentro.

Volvió unos minutos después con un señor de traje y cor­bata, con gesto de no saber qué diablos hacer.

Yo seguía impasible. El tipo me explicó que las leyes sani­tarias exigían una serie de controles, pero que, dadas las circunstancias y para evitarme molestias, iban a obviarlas. Le agradecí la defe­rencia y él suspiró aliviado.

Con mi caja a cuestas, tomé un taxi. El chofer me advir­tió que Buenos Aires estaba atestado de turistas, que no había habitaciones libres en los hoteles y que si no tenía reservas estaba perdida.

Yo no quería caer en casa de mi suegra, sin aviso y con seme­jante presente. De modo que me empeciné en conseguir un hotel. Recorrimos prác­ticamente todos, hasta que en el Crillón, tras explicarle al conserje que venía para un sepelio (por supuesto, sin decir que tenía al muerto con­migo) se ocuparon por con­seguirme sitio en el City. Me advirtieron que se trataba de una habitación muy pequeña. Era todo lo que yo necesitaba. Para allá fui.

Al llegar, el botones tomó mi bolso y colocó sobre su hom­bro la caja que, con el movi­miento, era un gran sonajero.

El lobby estaba colmado de personas. En conserjería me explicaron que era el cuarto que en otra época fue para el “mucamo de piso”. Es decir, un camarote.

Les reiteré que no tenía inconveniente. Y me dieron la llave.

Mientras me dirigía al ascen­sor, con el chico que portaba la caja sonora, en medio de aquel gentío, imaginaba una escena de película muda. El pibe tro­pezando y la caja que al caer se abría y se esparcía su con­tenido.

Afortunadamente, llega­mos al cuarto ilesos. Era tan pequeño que apenas cabían una camita y una mesa de luz. El placard era diminuto. El botones preguntó dónde dejar la caja. Le dije que la pusiera ahí mismo, al lado de la cama.

Eran las nueve de la noche. Llamé a uno de mis cuña­dos que, lógicamente, se sor­prendió que hubiera llegado sin avisar. Pero no hizo pre­guntas, me dijo que en media hora me pasarían a buscar, él y su esposa, para cenar juntos.

Ya en el auto y tras relatarles alguna que otra anécdota de mi particular jornada, él atinó a preguntar.

–¿Lo dejaste en la funera­ria?

–No. Está en el hotel.

–¿Lo enviaste a depósito? –preguntó algo asustado.

–No. Para eso tendría que haber declarado el contenido. Y me hubieran armado un lío. Está en mi habitación, al lado de mi cama.

–Pero, vamos ahora mismo. Lázaro Costa está abierto las 24 horas.

–No, dejá de jorobar. Estoy agotada. Mañana a la mañana nos ocuparemos.

Al volver, entre el cansancio y el vino, apenas si alcancé a darme una ducha caliente. Y me quedé dormida, con Eduardo a mi lado.

A las cinco de la tarde del día siguiente. Un sábado frío pero pleno de sol, acompañamos a Chicha a dejar a su hijo en Recoleta, al paso de la cureña que portaba la soberbia urna de roble con herrajes de plata.

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