En el relato de esta semana, también del libro “Desde el otoño”, los primeros sentimientos de amor están magníficamente relatados, envueltos en la memoria de la niña de entonces, con la inocencia de un tiempo y una edad de sueños e ilusiones.

  • Por Pepa Kostianovsky

No sé por qué, pero mi mamá conside­raba que no estaba bien andar por ahí todas las siestas. Me dejaba ir a lo de El si, de vez en cuando, pero lo habitual era que me que­dara en casa.

Mi situación era mejor que la de otros chicos, para los que dormir a esa hora era obliga­torio, no porque fuera salu­dable ni necesario, sino para que no fastidiaran el des­canso de los mayores. Eso sí, se imponía un relativo silencio, por lo cual el capri­cho de mi madre de enseñar­nos a leer tan temprano, me vino de maravillas.

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No quiero imaginar siquiera la tortura de esas siestas abu­rridas, de no haber sido por los libros.

Mujercitas, los Cuentos de Jo, Tom Sawyer, la Cabaña del Tío Tom… los debo haber leído cien veces. Pero el pre­ferido era Corazón. Qui­zás porque para disfrutarlo tenía que esconderme de mi hermano, que se burlaba cruelmente de mi llanto incontenible.

La llegada del juego de living fue providencial. La posi­ción inclinada que le había dado mi madre al sofá creó el espacio ideal para ten­derme panza abajo en el rin­cón y repasar una y otra vez las penosas andanzas de Marco, desde los Apeninos a los Andes, la valentía del Pequeño Vigía Lombardo, la precoz maldad de Franti y la torpe ternura de Garrón. Hasta que el libro quedaba empapado en lágrimas.

Con mi hermano, juntába­mos las monedas ganadas con nuestros empachos poé­ticos e íbamos hasta la libre­ría La Esfera, frente a la Plaza Uruguaya, donde comprába­mos libros y revistas.

La gran fiesta nos la dába­mos cuando, cada dos o tres meses, avisaban desde el correo que había llegado una encomienda de Buenos Aires. La hermana de mi madre, cuyos hijos eran mayores, nos enviaban paquetes con docenas de Intervalo, Patu­ruzú, Antena y Radiolan­dia. Mi mamá compraba Cuéntame y luego lo inter­cambiaba por Para Ti, con mi abuela Olga; hace poco Beba Libster me recordó que de aquel círculo tam­bién participaba su madre, doña Dorita, que compraba Vosotras. Papá traía del cen­tro Life, Visión y Seleccio­nes. Después empezó a lle­gar desde Cuba, Bohemia, que un día pasó a llamarse Bohemia Libre. Hasta que no la dejaron entrar más.

Los sábados íbamos al cine. En invierno, por la tarde. Y en verano, por la noche, a la Terraza del Granados, donde veíamos películas musica­les o de vaqueros y tomába­mos refrescos de granadina. A pesar de que la película se llamaba “Los caballeros las prefieren rubias”, yo no aspiraba a ser como Marilyn Monroe. Mi parámetro era Jane Russel, que tenía una melena oscura igual a la de mi tía Cata, a la que todos me encontraban parecida.

Para mi desgracia no tenía su cabello ondulado, ni el de mi madre, que era pelirroja. Mi pelo siempre fue lacio, como el de papá. Y Mamá se empe­ñaba en domarlo con unas hediondas “permanentes” que poco milagro hacían, por lo que sólo quedaba el recurso de unas trenzas raídas que, al soltarse, insinuaban una que otra onda, de muy efímera duración. Mi madre, sin pre­ocuparse de mi autoestima, las calificaba como crenchas. Menos mal que cuando les llegó el momento, se pusie­ron de moda.

No obstante, ya en mi edad temprana aceleré el palpitar de algunos corazones. Como el de mi compañerito Darío, un rubiecito flacucho tan pro­tegido por su madre que, a pesar de vivir a menos de cien metros de la escuela, lo acom­pañaba de ida y de vuelta y no se conformaba con esperarlo en la vereda. La señora se ins­talaba en la puerta del aula y lo tomaba de la mano antes de que pusiera un pie en el corredor.

Sin embargo, se las arregló para escapar al rígido con­trol materno. Y una siesta llegó hasta mi casa, golpeó la puerta y me entregó una cajita en la que había un collar hecho con rollitos de papeles de colores. Sin decir palabra, dio media vuelta y salió corriendo.

Si bien no devolví el pre­cioso obsequio, no corres­pondí a los sentimientos de Darío, porque por entonces ya tenía yo un novio que estaba a punto de recibirse de médico.

Creo haber contado que papá tenía dos hermanos mucho menores. Mario y Roge­lio. Maruco y Rorropo. Los “muchachos”. Altos y buenos mozos, mis tíos veinteañeros estaban perdidos de amor por nosotros, sus sobrinos. Pero, sin proponérmelo, yo sacaba ventajas ante mi hermano. Él era un varón a punto de entrar en la edad de pavo y yo una nenita en plena etapa de gracias y coqueteos.

No solamente tenía meti­dos en el bolsillo a ese par de grandotes tiernos, sino a todos sus amigos. El pre­ferido era Carlitos Cañizá, estudiante de Medicina y propietario de un hermoso par de ojos verdes, que decía que yo era la chica más linda del mundo y aseguraba que se iba a casar conmigo.

Una noche, papá y mamá se empaquetaron con sus mejo­res galas y anunciaron, sin la menor consideración, que iban a una boda. Se casaba Carlitos Cañizá.

Pensé primero que era una broma. Hasta que pasaron a buscarlos en el auto de Roge­lio ¡con mi abuela y mi tía Cata! No sé si pregunté o sim­plemente fue la conversación espontánea la que confirmó la terrible noticia. Cañizá se casaba con otra. Y toda mi familia, que había sido testigo de sus reiteradas promesas, se hacía cómplice de esa tem­prana herida de mi corazón.

Ni siquiera podía buscar comprensión en mi hermano, quien se burlaría de mis sue­ños destrozados.

Esa noche no aprendí nin­gún soneto. Estaba dema­siado triste para cargar tam­bién con la desolación de los poetas.

Es posible que haya tenido, ya por esa época, una predispo­sición a fijarme en los hom­bres algo mayores que yo.

En la escuela nos enseña­ban las primeras nociones de Historia. Y la tendencia en boga, a pesar del nacio­nalismo imperante, era bas­tante peyorativa con los indígenas.

La versión del libro de lectura era que ante los españoles, de piel clara y rostro barbado, enfundados en sus armadu­ras de metal y despidiendo fuego desde sus fusiles, los nativos creyeron ver llegar a seres superiores, algo así como dioses o por lo menos semidioses. Y se entregaron sin riñas ni corcoveos.

Un día papá vino temprano del centro, acompañado nada menos que por Óscar Ferreiro, quien por enton­ces tendría poco más de treinta años. También para mí, era la primera vez que veía a alguien con barba. ¡Y tan hermoso!

Aunque no traía armadura, sino un simple traje de brin liviano, no cabía la menor duda. Era El Conquistador, sentado en la sala de mi casa, compartiendo con mi padre una amable tertulia, regada de estimulante Aristócrata con hielo y limón.

Esa sucesión de decepciones despertó en mí una temprana vocación por la frivolidad.

Las visitas a casa de mi abuela me daban acceso a las revistas que compra­ban mis tíos. Y yo adoraba un personaje de Rico Tipo. La serie, creada por Divito, se llamaba “Varios novios tenía Bibi” y relataba los tropiezos de una ondulada y casquivana señorita.

Mis proyectos bocetaban un futuro poliándrico como el de la afortunada Bibi. Secreto que sólo osaba compartir con mi tímida amiguita Elsi, que me escuchaba asustada. Y sigue siendo mi asignatura pendiente.

Etiquetas: #Amores#precoces

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