Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

Caminar Montevideo, recorrer cada una de sus baldosas, sin dudas y pafraseando al gran Chico Novarro y su Cantata, también es “una forma de saber quién soy”. Su puerto, desde donde el Atlántico está más cerca. El mercado, en donde se puede tomar un medio y medio increíble acodado en un mostrador de los de antes. Las estatuas vivientes en cada una de las callecitas que rodean ese espacio más que centenario. Algún músico popular. Los locales para comprar cosas antiguas y de las no tan antiguas ofrecidas como tales. Pero, sobre todo, esa cuestión perceptual que hace que me sienta en otro país, pero en casa. Mucho más cuando sopla la sudestada que nada tiene para diferenciarse de las que, cuando era pibe, inundaban el Bajo Belgrano, mi pueblo natal, en Buenos Aires. Caminar por la rambla, cuando el sol te acompaña, es fantástico. En especial, porque deslumbra ver esa arena casi blanca y finita que, del otro lado, en la orilla argentina, no la tenemos. Privilegios orientales. Sus cafés, sus bares, y la inmanencia de Gardel que, a no dudarlo, está en todas partes y, alguna vez, en la ochava que está frente al Palacio Santos, mientras tomaba un cafecito, sentí que el maestro estaba sentado a mi lado.

El túnel a la libertad en el subsuelo del restaurante El Berretín en Montevideo.

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Me gusta más llegar en el ferry y años atrás en esas pequeñas embarcaciones que se deslizaban sobre un par de esquíes gigantes, que en avión. Tango y fútbol. Pero también Drexler, Rubén Rada, Jaime Ross, Zitarrosa. ¡Como en casa! Una vez más estoy aquí. Sonrío. Respiro profundo. Desde muy joven llego a esta tierra en procura de amigas, amigos, memorias y, por qué no, para sentir que es posible que el tiempo pase más lento para que me haga compañía. Rara cosa el tiempo pensé, mientras transitaba las atrapantes calles cercanas a Punta Carretas, después de tomar un vino en el inigualable café y bar Tabaré, en el 152 de Zorrilla de San Martín, desde 1919. Retomé la marcha. Había anochecido. La noche había crecido “desde el pie”.

El cielo, oscuro y brillante, parecía engominado como Zitarrosa. Una luna enorme pendía silente sobre el río. Cientos de deportistas, corrían detrás de una vida larga, saludable y equilibrada. Los observé por unos pocos minutos. Pero seguí pensando en el tiempo que lo imagino como inseparable de memoria. Pienso en el tiempo que pasa, en el tiempo que fue, en el tiempo que hace, en el tiempo que vendrá. Rara cosa el tiempo, por cierto. Al que también podemos pensar en plural cuando la referencia es a los tiempos por venir, desde el hoy –en estos tiempos– y, si se quiere, desde el pasado. Eran otros tiempos. “¿Te acordás, hermano, qué tiempos aquellos…?”, interpela Manuel Romero en una poesía a la que Francisco Canaro arropó de música para convertirla en un tangazo. ¡Que lindo lo canta Julio Sosa, uruguayo, nacido en Las Piedras! ¿Quién puede dejar de pensar en el tiempo en alguna de sus formas? Me río de mí al recordar que, cuando llegué por primera vez a París, “busqué su niebla gris”, como lo pinta Aznavour. De verdad. Tengan piedad de mí. No rían más de lo necesario.

Tampoco se apenen. Es una evocación más al tiempo pasado. “Hoy regresé a París/Crucé su niebla gris/Y lo encontré cambiado/Las lilas ya no están/Ni suben al desván/Moradas de pasión/ Soñando como ayer/Rondé por mi taller/Mas ya lo han derrumbado/Y han puesto en su lugar/Abajo un café-bar/Y arriba una pensión”. ¿A quién, alguna vez, no le ha pasado? Pero, así y todo, se quedó en París. Sí. Shahnourh Varinag Aznavourián Baghdasarian, Charles para sus fans, solo se fue de allí cuando partió para siempre, el 1 de octubre de 2018. Tenía 94. “Siempre tendremos París”, sentenció Humphrey Bogart (Rick Blaine) a Ingrid Bergman (Ilsa Lazlo) sobre el fin de la monumental e icónica Casablanca. Desde algunas décadas digo y me digo lo mismo. También allí está una buena parte de lo que somos y casi todo lo que creemos que somos. ¡Dame una mano, Argensola! “Porque ese cielo azul que todos vemos,/ni es cielo ni es azul./¡Lástima grande que no sea verdad tanta belleza!”. También ese poema lo guardé para mí, desde que somos amigos con Virgilio Expósito y me habló de las creaciones de su hermano, Homero, que él envolvió con blancas, negras, corcheas y redondas para regalarnos tangazos que se cantan y bailan en las dos orillas del río que nos une.

Con periodistas de Latinoamérica y el Caribe en El Berretín.

LO QUE QUEREMOS OLVIDAR

La memoria, también, se construye con lo que queremos olvidar. Aunque no podamos. “El mejor camino para olvidar, es no pensar, pero también es el más largo”, leí una vez en un libro que tuve y perdí. Tampoco recuerdo quien fuera su autor. Pero sé que me dolió perderlo. Tiempo y memoria. Imposibles de esquivar. Indebido esquivarlos.

Mucho menos en diciembre. En ese tiempo preciso en que un año se va y otro nos abre la puerta. Reflexiones, nostalgias e incertidumbres. Sin dejar de lado la pandemia que nos arrancó a muchas y a muchos para siempre. Almanaques y relojes calan profundo. Los afectos, también. Juntos, marcan la cancha al propio tiempo y el camino al caminante. Creo que al amigo y colega periodista Jorge Elías le pasa algo parecido. Con los relojes y los números. “Cada vez que miro el reloj son las 21:12 o las 12:21″, confiesa en un texto formidable. “El número capicúa, al derecho o al revés, me persigue”, denuncia y precisa que ello le sucede “inclusive cuando alzo la vista para ver la altura de una calle o cuando pispeo un precio en una tienda (en dólares o en euros, aclaro)”. Transitar esa situación, sin dudas, siento que lo perturba. Tal vez, pienso, lo cuenta en procura de ayuda. ¿Deberé darle bola en este tema? Para no sentirse solo sostiene que lo que a él, “les pasa a muchos con otro número espejo: el 11:11″. ¡Joder! Vaya a saber quién, en qué consultorio o sentado a la mesa de algún bar, le dijo que esos “síntomas” son los que permiten diagnosticar la “apofenia”.

Curioso mal, en el caso de que le haga mal que el 21:12 y/o el 12:21 lo persigan. No lo imagino atormentado. ¿Seré insensible? Al menos por esta curiosidad, procuro respuestas. Una vez más puse mis ojos más allá de las oscuridades que impone el ancho río. Descubrí que la noche comenzaba a quedar atrás. Alguna claridad se vislumbra sobre ese horizonte casi sin misterios porque los y las rioplatenses sabemos que, según desde donde se mire, allí está Buenos Aires o está Montevideo. Me detuve. El nuevo amanecer me atropelló. Tiempo, memoria, recuerdos, relojes. Relevancias. Irrelevancias. Silencios. Vaya uno a saber por qué razón, en ese momento, decidí que debiera parecerme a Ireneo Funes, apodado “El Memorioso”. No, de ninguna manera. De él y de sus padeceres, supe por Borges, en uno de sus relatos mágicos. Quizás, tenía once o doce años cuando me atreví a aquella lectura de sucesos que acaecieron en el 1887, más o menos, en estas mismas tierras.

Las imágenes tornaron borrosas. O, más exactamente, perdieron nitidez. Elías, El Apofénico amigo, también abrevo en la numerología en procura de saber el porqué de la implacable persecución a la que lo someten el 21:12 o el 12:21. Busca explicaciones: “El uno significa creatividad, independencia, originalidad, sentido del yo, autosuficiencia y liderazgo. El dos aporta empatía, cooperación, adaptabilidad, consideración hacia los demás y diplomacia”. Como consecuencia directa, supongo, de navegar por aguas tan desconocidas como deslumbrantes, sostiene luego que “el 6, suma del 2112 o del 1221, indica responsabilidad, comprensión y honestidad”.

Enigmático y sorprendente. Al punto que creí comprender a Borges que, tan abrumado por Ireneo como yo por Elías, relató que El Memorioso le dijo que “hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil”, pero que “no lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya”. Y es allí donde encontré la enorme diferencia. Ireneo Funes, El Memorioso, solo avanzaba en una recolección acrítica de datos que, justamente por ello, de poco y casi nada servían. Elías, El Apofénico, justamente, nos interpela desde la memoria y añade a ella el componente ético que abrirá las puertas a la reflexión a quien se anime a reflexionar. “En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”, precisa JLB que, finalmente, consigna que Ireneo –aquel que “había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín”– en Fray Bentos “murió en 1899, de una congestión pulmonar”.

La entrada al shopping en nada cambió del ingreso a la cárcel de Punta Carretas. La entrada a la cárcel de Punta Carretas.

PRESOS DE AYER Y “PRESOS” DEL CONSUMO

Junto con los primeros rayos del sol sobre el Lago Calcagno, abrí mis ojos. Estaba confundido. ¿El espacio onírico es un enigma para mí? Sentía que los ojos saltones del querido Jorge Elías me miraban fijamente. Recordé que cerca de las 12:30 me comprometí para estar en Punta Carretas con un grupo de amigas y amigos periodistas que llegaron hasta aquí desde Latinoamérica y el Caribe. Llegué adelantado al punto de encuentro. El reloj marcaba 12:21. “No es casual”, pensé. Frente de mis ojos un centro de compras en el exacto lugar donde, entre 1968 y 1985, fueron encarcelados 800 presos políticos. Ofertas decembrinas, propuestas gastronómicas. Las y los compradores, que son miles, presos del consumo ingresan por la misma puerta por la que ingresaban los que pensaban y procuraban una sociedad diferente. Cincuenta años atrás, Raúl Sendic (El Bebe), José Mujica (El Pepe) y, Eleuterio Fernández Huidobro (El Ñato), junto con otros 102 presos que aspiraban a un mundo diferente fugaron a través de un túnel de 40 metros que los puso en una casa ubicada justo frente del penal. Todos pertenecían al Frente de Liberación Nacional Tupamaros. Operación El Abuso, se llama aquel histórico escape masivo que aún está en el Guiness. En 24 días cavaron para recuperar la libertad el 6 de septiembre de 1971.

Poco tiempo después, Mujica nuevamente preso, volvió a fugar. Esa fue la operación El Gallo. Finalmente, nos reunimos en El Berretín. Justo en la esquina de Guipuzcoa y José María Montero. Frente a lo que fuera la cárcel. Hasta allí, a través de otro túnel que cavaron con sus manos y algunas facas, 90 años atrás, a la siesta, el 18 de marzo, llegaron y se fugaron un grupo de anarquistas. Alguien me comento, cuando niño, que mi abuelo, Don Héctor Daniel había tenido que ver con aquella epopeya solidaria entre ácratas. Nuestra larga mesa en “L” fue tendida en un cuarto de pocas dimensiones. Los ojos de todas y todos los que allí llegamos fueron hacia el piso. Periodistas. Advertimos que un grueso vidrio que está justo debajo de nuestros pies permite ver el histórico túnel de las libertades. Una abogada amiga, que con éxitos y derrotas litiga sin descanso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, lagrimeaba emocionada. Tal vez porque teníamos muy claro porque estábamos allí, los diálogos rozaron la actualidad y se metieron muy a fondo con la historia reciente.

Con la memoria y con el tiempo. Muy poco o, para ser exacto, nada, de aquellas fugas heroicas es perceptible a simple vista en el lugar. Los jóvenes meseros y meseras, tal vez un poco cansados de que les pregunten por aquellas acciones libertarias, contestan con evasivas o argumentan desconocimientos. La historia reciente da cuenta que José “El Pepe” Mujica –el que fugó dos veces– entre el 1 de marzo del 2010 y el mismo día del 2015, fue presidente de Uruguay. Eleuterio “El Ñato” Fernández Huidobro fue su ministro de la Defensa. “Sorpresas te da la vida”, canta Blades con justa poesía. Hablamos de ellos y sobre ellos durante el almuerzo.

Cuando salimos, compactos grupos de comensales sólo comentaban de los manjares disfrutados y de volver a verse antes de que finalice el año. Mientras caminábamos junto con mi hermano chileno Mauricio Weibel Barahona, amigo y colega periodista, por la calle Montero, hacia el río, recordé a Isidoro Funes, El Memorioso que, finalmente, no recordaba nada. De él –de las fugas, de la búsqueda de la libertad y de sociedades inclusivas– hablamos largo hasta que advertimos que en nuestros teléfonos daban las 21:12. Tendré que consultar con el querido Jorge Elías para saber si acaso es posible contagiarse de apofenia.

José “El Pepe” Mujica se fugó dos veces de Punta Carretas.

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