Óscar Lovera Vera, periodista

Después de una noche de excesos salieron a robar, pescando con la noche cómplice también decidieron matar. La historia de Emilio Aguirre, en el 2004, es una de las más penosas muestras de cómo, sin importar el tiempo, la inseguridad siempre es verdugo de inocentes.

“¡Señor, pasa el semáforo en rojo, no me siento bien...!”, decía jadeando Emilio, su respiración cada vez tenía frecuencias más cortas entre una y otra bocanada. El esfuerzo que imprimía para inhalar y exhalar era perceptible, pese al agitado tráfico de las 23:00 horas de un sábado. Tranquilo, mi hijo, ya vamos a llegar, le dijo aquel hombre que lo auxilió, con una voz que simulaba tranquilidad, pero por dentro entendía que lo estaba perdiendo.

Sostenía el volante con firmeza e intentaba concentrarse mirando fijamente a través del parabrisas. La luz roja de freno le daba el alto en el paso semafórico, procuró maniobrar bruscamente abriéndose paso sobre la avenida Juscelino Kubitschek en Asunción. La fila de automóviles le impedía abrirse paso en la intersección con la avenida Mariscal López. Un par de bocinazos continuos y unos gritos de socorro abrió un pequeño hueco para la temerosa reacción con su vehículo.

De ahí eran solo unos kilómetros para llegar al entonces Hospital de Emergencias Médicas. Lo que estaba viviendo era una verdadera urgencia. Ese joven de 18 años al que ayudó subiéndolo al asiento trasero se estaba desangrando en su coche.

Él vio cómo esa banda de ladrones lo atacó para robarle el celular, lo rodearon y uno de ellos, con un cuchillo en mano, enterró el puñal en su pecho, tumbándolo en ese mismo instante sobre la avenida Venezuela, muy cerca del Club Centenario.

Al fin cruzó la barrera de la entrada principal del hospital. Estacionó con prisa frente a la entrada de Urgencias y con voz imperante pidió a un camillero que lo ayude con un herido. ¡Rápido, amigo, ayúdame, este muchacho está perdiendo mucha sangre! El empleado tomó una camilla y se acercó al vehículo. Entre ambos sostuvieron a Emilio y con fuerza subieron al chico a la plancha de acero.

Las ruedas de la cama comenzaron a girar. El camillero la empujaba dejando la puerta de urgencias cortando el aire en potente vaivén. ¡Uno, dos, tres!, gritó el médico de guardia, ordenando a los asistentes el paso de la víctima a una cama de cirugías. El diagnóstico no era alentador.

-¡¿Cuál es la situación?! – fue la pregunta del cirujano, mientras acomodaba el látex del guante en sus manos. En una primera evaluación los intervinientes notaron una perforación profunda en el lado izquierdo del tórax, a lo que el médico respondió: ¡rápido, canalízale dos vías 16 o 18, y pásale suero! ¡¿Qué tal está su pa?! (presión arterial). El enfermero le responde: 70/40 doctor, apenas se escucha… -El médico señala con el dedo índice la puerta de urgencias e imperante exclama ¡qué alguien vea en banco de sangre, necesitamos dos volúmenes!

El doctor hacía una evaluación en voz baja. Esto debió dañar órganos y vasos sanguíneos y posible sangrado interno, concluyó con extremada experiencia en heridas de este tipo. Las noches de guardia le hicieron vivir de todo y entendía que el riesgo estaba presente de nuevo.

Emilio iba perdiendo el conocimiento a medida que el gas anestésico hacía efecto. El químico era distribuido en todo su cuerpo, llevado presurosamente por el torrente sanguíneo, y languideciendo sus sentidos. Poco a poco sus ojos se iban cerrado y solo notaba una luz blanca e incandescente alumbrando fijamente en su rostro. Un brillo de esos se colaba entre sus párpados que le iban pesando.

Fuera de la sala de intervenciones aquel hombre – de unos 50 años– se pasaba la mano en el rostro. Sacaba una máscara de preocupación, sintió que ese joven a quien ayudó podría ser su hijo. Mientras exploraba en su interior algo de esperanza, miraba atentamente el cartel de acrílico donde la administración del hospital especificaba las especialidades que se practicaban detrás de aquella blanca puerta magullada por los embates de las camillas. Intentaba distraerse con algo hasta que le den algún pronóstico.

Un agente de policía asignado para registrar la identidad de los pacientes que ingresan al recinto se acercó con paso lento, intentaba no ser invasivo al ver tanta impaciencia en aquel visitante. Cuando las distancias se acortaron con voz apacible se dirigió a él y dijo: Señor, disculpe, soy el oficial Amarilla. Mi trabajo es tomar nota de cada persona que ingresa a urgencias. ¿Conoce a ese muchacho?

No señor, no lo conozco. Apenas sé su nombre y fue porque pudo contestarme cuando lo traía hasta aquí. Sé que es de la zona de Barrio Jara, ahí fue que ocurrió todo. ¿Y qué pasó en ese lugar, señor? –preguntó el policía…

LA MUERTE DOBLÓ LA ESQUINA

Sábado 29 de mayo del 2004. Emilio Aguirre salió de su casa ubicada en la calle América del Barrio Jara. Le urgía comprar saldo para su línea móvil. Planeó asistir a una fiesta con sus amigos, aprovechando que era sábado y no le quedaba otro compromiso en la casa.

El plan quedó a medias. La idea era juntarse con su grupo en la casa de un compañero del colegio y luego disfrutar de la noche.

Pero el crédito terminó y debía reponerlo para coordinar la hora del encuentro. El único lugar que quedaba era la gasolinera ubicada en la intersección de la avenida Mariscal López y la avenida Venezuela de su barrio.

Para ello debía caminar una interminable cuadra muy oscura. Eso no lo atemorizó, ya lo había hecho más de una vez, pero era improbable que intuya a la muerta, aquella que la aguardaba al doblar la esquina.

El reloj de la gasolinera marcaba las 23:40. Una oscuridad colosal se imponía en la zona, las luces de la red de alumbrados eran insuficientes. Penumbra que resultaba cómplice para un grupo de amigos que salieron en busca de algún infortunado.

Estaban descontrolados. El pasado les dio fogueo para delinquir. Necesitaban algo valioso para vender, continuar bebiendo alcohol y aplacar su sed criminal.

Desde barrio San Pablo hasta Barrio Jara. Poco más de 9 kilómetros en un Jeep viajaban Nazar, Johan, Jesús, Elvio y Eduardo. Todos jóvenes que no superaban los 19 años de edad.

Aún con el motor en marcha, uno de ellos gritó: ¡Regalo, regalo!, fue al que llamaban “iraquí”, Nazar Katrip. Sus ojos brillaban al aterrizarlos directamente en el teléfono celular que Emilio llevaba en la mano y lo miraba con suprema concentración, mientras ponía una pierna frente a la otra intentando acercarse a la estación de servicios. Nazar bajó de la camioneta y con el cuchillo en mano lo increpó: ¡Dame tu teléfono, chico!, lo dijo con tono amenazante.

Emilio se negó, se resistió con tenacidad provocando la reacción cobarde a la que se sumaron otros cómplices. Unos pocos minutos después –de la asimétrica batalla– terminó con la violenta estocada en el pecho.

LA ESPERANZA SE CORTÓ

¡…27, 28, 29, 30! compresiones torácicas, dos ventilaciones, gritaba el asistente en la sala de cirugía que se hacía de todo para revivirlo. El procedimiento de reanimación se repetía por segunda vez. La ausencia de pulso se anclaba en su cuerpo, no respiraba.

Las ondulaciones en el aparato respirador comenzaban a debilitarse y trazar una línea recta seguida por un pitido que nadie quería escuchar. Emilio Aguirre murió tres días después del ataque que sufrió en manos de la banda del “iraquí”.

EL RASTRO DEL CHIP

Como parte de un trofeo días después del asesinato, los criminales continuaban sus vidas como si nada haya pasado. La sociedad se despertó indignada de aquel entonces y en las calles rebotaba el grito de ¡basta ya! La indignación por la muerte de Emilio sacó de su confort a muchos indolentes.

Uno de los miembros de la organización cometió un error que marcaría su vida. Utilizó el chip del teléfono de Emilio y con ello activó el rastreo que la Policía montó para dar con los autores. La acción permitió que finalmente dieran con la banda.

Los investigadores llegaron al barrio San Pablo de la capital. Todo fue muy rápido para los agentes. Identificaron a un grupo que integraba una barra de fútbol. Los sospechosos tenían nombre y apellido: los hermanos Jesús y Johan Sebastián Sánchez Agüero, Eduardo Osvaldo Salazar Argüello, Elvio Alfonso Acosta Bogado, Jorge Leonardo Acuña, conocido con el alias de Pinocho –este último fue liberado al comprobarse que bajó del Jeep antes del asalto– y el líder de la banda: Nazar Katrip, el iraquí.

EL ESTRADO

A mediados del 2006, dos años después. Un tribunal bajó el mazo de culpa directa sobre Nazar y Johan. La voz del juez irrumpía con la cifra de 25 años de cárcel para ambos. Eduardo Zalazar, el conductor de la camioneta, recibió 12 años de condena. A los ocho años logró salir de la penitenciaría tras una revisión de su medida. Los otros condenados fueron Elvio Acosta a cinco años y a cuatro años Jesús María Sánchez, el integrante de la banda que utilizó el celular de Emilio para comunicarse con su novia, llamada que permitió darle paz a la injusta muerte de Aguirre.

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