Del libro “Queridas Monstruos” el relato de hoy nos lleva a la vida monótona de una madre mayor y una hija, maestra, cuya rutina es alterada por una noche, debido al fallecimiento de un familiar.

  • Por Pepa Kostianovsky

La noticia no podía haber sido más exci­tante. A pesar de los dos turnos, de los cuader­nos por corregir, de la mono­tonía de haber intentado en vano que al menos uno de los alumnos que sumaba entre la mañana y la tarde fuera capaz de repetir sin errores el orden de las estaciones de ferrocarril comprendidas entre Asunción y Encarna­ción. La posibilidad, las que la posibilidad, la obligatorie­dad de cambiar el programa era como un soplo de aven­tura en la rutina.

La señorita Rubí presintió que esa sería una noche dis­tinta, en el momento en que entró y doña Cándida desvió la atención que le reclamaba el televisor.

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Lo normal era que le respon­diera con un automático “hola”, y esperara la pausa publicitaria para el “cómo te fue”.

Eso le daba tiempo para dejar la cartera y los cuadernos, sacarse de las manos los restos de tiza, servirse el cocido con leche que el termo conservaba apenas tibio y nunca se acor­daban de colar, y darle el pri­mer mordisco a una galletita.

Sólo entonces venía la curio­sidad materna. A la que luego de tragar el bocado, respon­día con un riguroso “bien”, que iba seguido de uno que otro sarampión, padre indig­nado por un aplazo o histeria de la directora.

La conversación se inte­rrumpía cuando continuaba la novela.

Y así se iba yendo lo que quedaba del día. Mientras tachaba los cuadernos con el justiciero lápiz rojo, al ritmo de las emociones televisivas.

Pero esa tarde la pantalla fue abandonada antes de que cerrara la puerta por la urgen­cia de anunciar: “Se murió Higinio”.

No todos los días enviuda una prima. Y aunque una no se vea muy seguido, hay que cumplir.

La verdad era que no se veían desde que se casó la hija de Elena, cuando estuvieron juntas en la iglesia y la otra le dejó saber que sí estaban invitados a la casa.

Había que cumplir, aunque se perdieran a Menchi.

Tendría que planchar la pollera negra. El saquito apestaba a naftalina, pero no podía ir con uno colorinche.

Con el 30 llegaban en menos de media hora. Cum­plían y podían estar de vuelta para ver “El Clon”. Siem­pre que doña Cándida no se entusiasmara y pretendiera acompañar a la sobrina toda la noche. Por si acaso le advir­tió que aun le quedaban cua­dernos por corregir.

Por fin, una velada diferente.

La viuda estaba inconsolable.

–Pobre Higinio, 63 años. El médico le había dicho que dejara el cigarrillo, y con mucho sacrificio obedeció. Con el aperitivo no había caso, pero no exageraba.

–Y no era un tipo de quebran­tarse, en realidad no tenía por qué. Teresita está bien casada, los nietos le llena­ban la vida. Y Ricardo tiene un Mercedes y dicen que le compró una camioneta a la haragana de la esposa.

–Pero el infarto es así, no perdona. Ella sí que se queda sola. Pobre Elsa, se le fue su compañero.

Doña Cándida se instaló al lado de Elsa, en la silla que había dejado libre la hara­gana, que se había levantado con el pretexto de traerle un té y se quedó por ahí expli­cándole a otra enlutada pariente que sus suegros nunca se habían decidido a mudarse.

–Alquilaron la casa grande y ahora fijate, es una ver­güenza, las relaciones de Ricardo se tienen que que­dar en la vereda, porque aquí no entran.

Rubí estuvo parada hasta que otra prima dejó libre la dies­tra de Teresita.

Allí recibió el pésame de ami­gos y desconocidos, mientras releía las leyendas en las cin­tas de las coronas.

En el corredor, la haragana ya estaba en otro tema.

Eran unas treinta mujeres que en grupos de cuatro o cinco intercambiaban infor­mación general y algunos chismes, sin dejar de relatar cómo cada una se había ente­rado del deceso.

La intención no era mala. Al principio preguntaban edad, estado de salud, y factores des­encadenantes del trágico final.

Pero la conversación es tan caprichosa que nadie puede controlar sus rumbos.

En la puerta que comunicaba la improvisada sala mortuo­ria con el jardín, Ricardo reci­bía las condolencias. Sus iner­locutores permanecían cinco a diez minutos, que se hacían eternos en la espera de poder salir a sumarse a alguno de los corrillos.

En uno de ellos, César –que era con quien estaba bien casada Teresita– recordaba lo buen tipo que había sido su suegro, mientras para sus adentros maldecía la inopor­tunidad del pesado que se acercó a saludarlo, justo cuando estaba contando el chiste del vendedor novato.

A Cubilla no lo defendía nadie.

–El Chila, será un bocón, pero “sigue siendo el rey”.

–El catálogo de las “las nenas” se consigue en todos los hoteles.

–Yo sé que no se puede com­parar, nuestra música es una maravilla. Pero para farrear no hay como los mariachis.

–El viejo era contrera. Pero éste se afilió y consiguió un puesto en el Ministerio. Cuando entró en Derecho lo pasaron a la asesoría jurí­dica y ya no lo paró nadie. Tiene mérito el tipo. Se hizo de abajo.

–No es que la nafta con alco­hol venga sucia, lo que pasa es que afloja toda la mugre del tanque.

–En botella tiene otro gusto, pero la ventaja de la latita es que se enfría rápido.

–El cuñado anda por Ciu­dad del Este, me parece que le maneja las cosas a unos chinos. Siempre fue un tipo rápido.

La prima que había ocupado antes la silla de Rubí, ayudaba a Porfiria –que era la más doliente– y a las dos muca­mas de la haragana “que son las de uniforme” a servir café.

Alguna carcajada imperti­nente se filtraba entre los murmullos y llegaba hasta la sala donde, al pie del fére­tro, una buena vecina rezaba un rosario.

–Bueno mamá, calmate– intentaba Teresita, entre sollozo y sollozo.

Secándose las lágrimas, doña Cándida explicó que Rubí tenía que madrugar al día siguiente.

La novela ya había empezado.

Por si acaso, controló el des­pertador.

Doña Cándida pidió que le pusiera unas gotas de colirio. También la señorita Rubí sin­tió los ojos irritados.

–Es que no sé para qué lloré tanto.

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