Dos hermanos fueron asesinados con un mazo a finales de febrero del 2004. La policía solo tenía la pista de una muerte por venganza debido a la violencia en la que fueron muertos. Más tarde descubrirían un pacto no cumplido y una relación oculta detrás del crimen.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Sosa intuía que estaba cerca de tomar el hilo que lo conduciría a los probables asesinos, ahora debía identificar a esos dos jóvenes y al taxista. Para eso utilizó la vieja estrategia de publicar en varios medios la pista que tenía, con ello pre­sionaría a quien no querría quedar pegado al crimen. Una jugada riesgosa pero útil cuando se tiene cabos sueltos y complejos de sujetar.

Y tuvo resultados, tal como lo planeó. El taxista se acercó al departamento de homicidios. Escuchó en los noticieros que buscaban a uno de su clase como cómplice de homicidio, y eso lo mortificó.

El hombre fue esposado, de momento podría ser uno de los tres principales criminales. Pero no tardó mucho en reve­lar su intención, quería paz y no quedar vinculado a la situación.

–Comisario, yo solo cumplí con un viaje y nada más. No conozco a ninguna de esas per­sonas, menos a los que llevé en mi taxi ese día.

–¿Los puede identificar? Interrumpió Sosa el relato del chofer.

–Puedo describirle como son, señor. Hasta ahí es lo que recuerdo. Como le dije, no los conozco. Solo me pidieron que los lleve a la dirección, Teo­doro S. Mongelós 1006, en el barrio Bernardino Caballero. Nada más.

Sosa pidió a un retratista del departamento que dibuje los rostros de los clientes que el taxista transportó hasta la casa de los Scarone. Unas horas más tarde esos boce­tos recorrieron los noticieros con el título: “buscados”. Era la única vía que encontraron para llegar a cotejar con los indicios que manejaban.

El comisario dejó de concen­trarse en el relato de aquel periodista –en la televisión– para contestar una llamada. El sonido insistente del timbre lo irritaba, pero a la vez acer­caba algo de tranquilidad ima­ginarse que podría tratarse de algún nuevo elemento para su investigación.

–Buenas, ¿comisario Sosa?

–Sí, yo soy. ¿Quién habla?

–Soy hermano de los dos hombres que mataron la otra noche. Tengo algo que mos­trarle, y creo que ayudará a aclarar su investigación. Este hombre conocía a un joven que frecuentaba la casa, no era mis­terioso y menos un extraño. Quizás sí para aquellos que llegaron al cumpleaños del arquitecto.

Sosa intuía que la información podría orientarlo. Lo citó en la comisaría y no solo obtuvo un nombre, también le entregó una dirección.

–Comisario, un dato no menos importante. Este muchacho es hijo de un policía, por el ape­llido usted podrá dar con el papá –ya que son de la fuerza– y, con ello, llegar hasta el hijo.

Sosa se tomó de la frente en un intento por disipar la con­fusión de su cabeza, tenía una idea dibujada pero en ese momento resultó imposible separarlas. Todo resultaba complejo y abstracto.

El hijo de un camarada en medio de una situación de ven­ganza podría significar proble­mas al momento de que juz­guen su objetividad. Para que no duden de su investigación tendría que ser implacable, y eso lo conseguiría con evi­dencias claras, de aquellas que hablen por sí.

El grupo de investigaciones preparó el equipo de allana­miento: chalecos, armas y los vehículos. Llevaban días inves­tigando y era la primera vez que daban con un lugar, un sitio donde buscar.

CIUDAD DE CAPIATÁ, BARRIO VIRGEN DE FÁTIMA, 7:45

El equipo del jefe de homici­dios solo aguardaba la orden para ingresar al recinto. La decisión de una jueza de turno para irrumpir en la casa era la llave que les permitiría dar con su primer sospechoso.

El silencio en la cuadra sumaba más tensión al momento, no sabían con qué podrían encon­trarse y aún –Sosa– no decidía cuál sería la forma correcta de entrar: por las buenas o a la fuerza.

Solo el trinar de cientos de aves ponía vida a un cuadro inani­mado de actividad. Los agen­tes dudaban si la información se había filtrado y el objetivo escapó, ningún movimiento en la casa, pensaban.

El viento tibio soplaba en los días finales de febrero, el sol iluminaba desde temprano, les jugaba en contra la noto­riedad de su presencia. ¿Pero para quién? Se preguntaban, la calle desolada solo indicaba el día laboral, y lo madrugador que era el barrio.

El sudor marcaba paso ace­lerado de una pulsación galo­pante. Lo fisiológico era la alerta de una clara duda. Todo el equipo se debatía entre la incer­tidumbre de confirmar o des­cartar el dato y, del otro lado, la imprevisión. No sabían con cer­teza si el hijo del policía se resis­tiría al arresto.

–¡Una silueta comisario, ven­tana a tu izquierda. Alguien cruzó, tenemos habitantes en la casa! Un suboficial dio la alerta para todo el equipo, no habría necesidad de utilizar la fuerza y verían la manera que el chico se entregue sin resistirse.

La mano de Sosa tocó la puerta insistente. Del otro lado se escucharon pasos que se apro­ximaban.

–Buenas, ¿quién es? Detrás de aquella lámina de madera gruesa y tallada, se escuchaba la voz de una mujer.

–De la policía señora, que­remos conversar con usted. Respondió Sosa, tratando de controlar su respiración y demostrando tranquilidad. Quería agotar todos los nive­les de diálogo antes de recu­rrir a una detención violenta.

El óxido de las bisagras cortaba el desplazamiento normal de la puerta, se abrió con dificul­tad y un rechinar escanda­loso. Dejó al descubierto a una mujer que promediaba las cua­tro décadas, vestía ropa sen­cilla y deportiva. Las manos se las llevó a los costados de sus delgadas piernas y las des­lizó varias veces, luego atinó a hablar.

–Disculpe, estaba lavando ropa señor. ¿Qué pasó comisario?

Sosa, sin dudar, fue directo al motivo que lo traía. –Señora, buscamos a este joven (mos­trándole la fotografía que le entregó el hermano de las víc­timas), podría ser su hijo si no estoy equivocado, Teodoro Carvallo Morales.

–¿Y por qué lo buscan, qué hizo él? Refutó mortificada la mujer.

–Lo tenemos que llevar al departamento señora, debe­mos arrestarlo por un homici­dio que ocurrió el pasado mar­tes 26, y él fue visto por última vez en la casa donde ocurrió el crimen.

La madre de Teodoro quedó en silencio. Su mirada fija y penetrante se clavó en el ros­tro inexpresivo del policía. No titubeaba, no parpadeó. Quedó en blanco y solo la insistencia de Sosa, oyéndose como un eco distante, interrumpió el colapso nervioso.

–¡Señora, señora, ¿me está escuchando?! ¿Su hijo dónde está?

La mujer –aún en shock– apuntó a la habitación del joven, su dedo penetraba la sala, cruzando un pasillo y la última puerta a la derecha. Ahí lo encontraron.

Teodoro dormía, con la manta cubriéndole hasta el cuello. El ventilador de techo giraba lento, esparciendo aire caliente en la habitación. La oscuridad acaparaba el dormitorio, solo una delgada línea de luz se colaba a través de la costura de las cortinas.

El joven de 20 años concilió el sueño hacía unos minutos. Su trabajo como guardia de segu­ridad lo tuvo despierto durante la noche, la guardia lo entregó a las seis de la mañana a su reem­plazo y tras treinta minutos de viaje llegó a su casa.

Sosa ordenó –con la mirada– a uno de sus subordinados para que lo despierte. La mano pesada de ese agente se posó sobre el hombro fino del sos­pechoso –¡Teodoro, arriba!

Esa voz no la identificaba, y aunque el sueño era pesado, logró discernir, sabía que no era nadie de la familia. De un golpe saltó en la cama, abrió con fuerza los ojos y se vio rodeado de policías armados.

–¿Qué, qué pasó?

–Muchacho estas detenido por el crimen de Miguel y Ernesto Scarone. Ponete ropa porque nos vas a acompañar al Depar­tamento de Homicidios.

Teodoro no se resistió, se vio superado por mucho y solo mostró sus manos para que lo esposen. En la misma casa la policía encontró algo que era similar a lo que describieron como uno de los objetos que se robaron el día del asesinato, un equipo de sonido. Eso lo incri­minaba aún más.

En el Departamento de Homi­cidios, Teodoro no resistió la presión de la policía y confesó.

–Fui yo, señor. Pero me defendí porque quiso abusar de mi…

Para Sosa esa declaración era fundamental. Porque si ocurrió en esa circunstancia, no tenía sentido que la víctima –solo una de ellas– esté atada en las manos y los pies. Su coartada no tuvo sentido.

En una segunda vuelta de inte­rrogatorio, Teodoro entró en más detalles, y ahí la película quedó más clara.

–Yo llegué a las once de la noche con el taxi y el arqui­tecto le despidió a todos de la casa. Me dijo que tenga rela­ciones con él, y yo le pregunté si cumpliría conmigo, con esa plata que me prometió.

Entonces, Miguel dijo que no podría darme más plata, por­que gastó mucho en la pieza, y ahí fue que le dije que me voy a retirar de la casa. El arquitecto me dijo que no me iría hasta que no cumpla, y llaveó todas las puertas.

Teodoro continuó su relato ante la mirada atenta de Sosa y otros dos agentes policiales. El joven dijo que se defendió con un mazo que encontró en la casa, lo sujetó con una cuerda en las manos y los pies. Luego lo golpeó una vez más. El alarido del hombre despertó a Ernesto, y fue a ver qué ocurría en el dormitorio de su hermano. Ahí vio la escena, el charco de sangre que inundaba la cama. A un costado, Teodoro contemplando la escena, Ernesto preguntó qué hizo y la reacción del chico fue la misma. Lo atacó con brutali­dad hasta matarlo. No quiso dejar testigos.

Teodoro confesó todo, y que lo hizo porque se sintió acorra­lado por deudas y el arquitecto que no cumplió. Teodoro man­tuvo una relación con el arqui­tecto durante cuatro años.

DOS AÑOS Y SIETE MESES DESPUÉS

El tribunal comenzó temprano. Los tres jueces conversaban entre sí con premura por el pasi­llo del segundo piso en la torre norte de tribunales. Su presi­dente, Carlos Ortiz Barrios, se sentó al medio, Arnaldo Fleitas y Mara Ladan, estos magistra­dos lo flanquearon.

Este tribunal encontró cul­pable de homicidio doloso a Teodoro Benjamín Carvallo Riquelme por la muerte de los hermanos Miguel y Ernesto Scarone, debido a la gravedad del hecho cumplirá 24 años de prisión en la Penitenciaría Nacional de Varones del barrio Tacumbú.

El martillo se descargó con furia sobre la base de pino. El sonido ensordecedor despren­dió un llanto desconsolado de la madre de aquel joven, su padre, aquel hombre de la fuerza, de la disciplina y las leyes, oprimía sus sentimientos pero no ocul­taba su frustración y pena. Su hijo saldría de prisión a los 44 años de edad.

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