Dos abuelas con personalidades y vivencias diferentes. Dos historias de afectos familiares, de memoria de tiempo compartido en la mesa perfumada de la infancia y, sobre todo, de la presencia del cine en la vida de las familias que compartieron momentos inolvidables en las salas oscuras donde reinaban los sentimientos. Un relato delicioso impregnado de amor, publicado en “Queridas Monstruos”, nos ocupa esta semana.

  • Pepa Kostianovsky

A pesar de que mamá decía que la abuela Olga cocinaba mal, los domingos almorzábamos en su casa.

De ser ciertos los comenta­rios de la nuera, ella lo disi­mulaba regiamente con un infaltable guiso de pollo con arroz que se justificaba por ser el plato predilecto del menor de mis tíos. A mí me encantaba, especialmente porque mi abuela se ocu­paba de que a nuestra llegada estuviera listo un sofrito de higadillos que era mi man­jar preferido. Y porque como durante quince años fui la chiquita de la familia, me empachaba de mimos.

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Mi abuela paterna había con­seguido sortear de alguna manera las limitaciones de una muchacha judía en aque­lla Rusia racista. Se había recibido de maestra gracias a que su familia estaba radi­cada en lo que era feudo del Barón de Holtzein, un aris­tócrata ilustrado con influen­cia de algunos textos huma­nistas, que gastó parte de su fortuna en construir un zoo­lógico para obsequiarlo al zarevich y una biblioteca. La bibliotecaria era mi abuela.

Hablaba y escribía lógica­mente en ruso y en ydish, que tienen grafías diferen­tes. Y su amor por los libros hizo que, llegada a América, aprendiera inmediatamente el español y su correspon­diente tercera grafía.

Dedicaba su tiempo a la lec­tura, que solo interrum­pía por la visita de sus hijos y nietos y para escuchar los noticieros. Siempre estaba puntualmente informada, tenía un brillante sentido del humor y era una socialista que no olvidaba encender las velas del Shabat.

Entre mi padre, que era el mayor de sus cinco hijos, y los dos menores, Mario y Rogelio, había 15 y 17 años de diferen­cia. Al parecer los pequeños , que eran muy buenos mozos, fueron un poco “calaveras”, como por entonces se daba en llamar a los… digamos noc­támbulos, y se casaron ya cumplidos los treinta.

Ambos tenían novias que no eran de la fe judía. Y alegaban para postergar la fecha nup­cial el no querer “contrariar a mamita”. Como hacen habi­tualmente los hombres, ter­minaron por creer su propio verso. A punto que cuando ya Rogelio decidió amabdonar la soltería, envió de emba­jadora a la única hermana mujer, Catalina, a sondear la reacción materna y crear el ambiente propicio para pre­sentar a la futura nuera.

Apenas cata dijo que Rogelio pensaba casarse, la abuela no titubeó en celebrar la llegada de una hija más.

Empezaron entonces los pre­parativos para la boda.

Tanto cuento habría contado Rogelio sobre los imaginarios rigores religiosos de la fami­lia, que no le quedaba sino hacer toda la parafernalia de casarse por el rito judío. Por lo cual, nos trasladamos a Buenos Aires en alegre caravana.

Como decía, yo era por enton­ces la única niña de la tribu. Y en esos días se estrenaba en Buenos Aires “La Dolce Vita”, el filme de Fellini cuyas refe­rencias apriorísticas indica­ban que no solo yo quedaba marginada del programa, sino que parecía incorrecto invitar a la abuela.

Se urdió un plan a nuestras espaldas. A mi me mandaron a la casa de algún pariente materno y a la abuela le organizaron una salida con Julia, una prima lejana con quien supuestamente toma­ría el té a la tarde en el cen­tro y luego quedaría a pasar la noche en su casa.

Y allá fueron, todos mis tíos, mis primas mayores y los hijos de Julia, en barra, a la función nocturna.

En el hall del Gran Rex y cada uno con siu tiket en mano, esperaban en la fila, cuando se abrieron las puertas para dejar salir al público de la fun­ción vermouth. Y emergieron sonrientes la abuela Olga y la tía Julia.

Les había encantado la pelí­cula.

II

Nadie podría aproximarse siquiera a la destreza con que amasaba mi bobe María.

Estiraba aquella tela de harina con los rollizos ante­brazos hasta volverla trans­parente como un lienzo fino y cubría con ella el enorme tablón de cocina, para dis­tribuir con precisión mate­mática el relleno de papas y cebollas fritas en grasa de gallina y sazonadas con un preciso toque de pimienta. Luego cortaba con el filo de un vaso e cristal los pequeños círculos que doblaba y cerraba con repulgue perfecto para formar los variñeques que aguardaban, afilados e idén­ticos como gemelos múlti­ples sobre el mismo tablón , el momento en el que el agua bullera en la gran cacerola y ella los fuera colocando rápida y cuidadosamente en el hervor.

Al sacarlos, los trozos de man­teca esperaban en la fuente de porcelana, y al contacto del calor se derretían para dar­les el brillo y el sabor final de su ambrosía.

La receta era inalienable. No porque la bobe se negara a transmitirla, sono porque ella no conocía de ménsu­las. Iba, simplemente, mez­clando los ingredientes hasta que el tacto, la vista, el olfato , y el alma que presidía todo ese rituakl amoroso con que cocinaba, le indicaban el punto exacto.

Solo estaba el recurso de par­ticipar de la tarea, en la que la bobe nos permitía algunas intervenciones en el recorte de los círculos y en el repul­gue , que ella siempre tenía que perfeccionar. Demás está decir que por entonces no teníamos edad para prestar atención a los pesos y medi­das. La factura de los variñe­ques eran el juego previo al placer del manjar.

Después, cuando ya mamá argumentaba que el trabajo era demasiado para sus años y su reuma, de vez en cuando madrugábamos un domingo y llegábamos sigilosamente con los ingredientes.

Cuando mi madre entraba en la cocina se encontraba con el hecho consumado, la masa extendida y las papas hirviendo en el caldero. Pero por entonces, éramos estúpi­damente jóvenes y desechá­bamos la idea de que alguna vez tendríamos la locura de aventurarnos con tan exi­gente receta. Y tampoco tomamos notas.

De modo que mi bobe se llevó con ella la fórmula que habría aprendido también obser­vando a la suya, en la lejana Olivinsky, de donde había salido para América siendo una niña de doce años.

No podía ser de otro modo, ella no sabía escribir una receta ni leerla, nunca le enseñaron.

Sus dos hermanos mayo­res habían ido a estudiar con el maestro del schtetl, la pequeña aldea judía. O esos dos hermanos eran poco lis­tos, o el profesor nada diestro, lo cierto es que poco y nada aprendieron. Motivo por el cual, los dos siguientes de la prole –entre ellos, mi bobe– no fueron a clases.

Ya llegados a América –a la Argentina de principios del siglo XX– los hermanitos que seguían vistieron los blancos guardapolvos sarmientinos y aprendieron a leer y escri­bir en correcto español. Pero la bobe era una adolescente y nadie pensó en darle una oportunidad. Nunca. Ni sus padres, ni su esposo, ni sus hijas. Ni nosotros, sus nietos.

La bobe era analfabeta, lo cual no fue obstáculo para que adorara- como todos- el cine. Lógicamente su deleite eran las películas argentinas y mexicanas, que por enton­ces eran malísimas, y a las que mis padres, que tenían sus veleidades, no querían asis­tir. Razón por la que acompa­ñarla era mi adorable tarea.

Ir con ella a ver los dramo­nes de Olga Zubarry y Zully Moreno tenía la ventaja de que ambas podíamos llorar a gusto las apasionadas sobre­actuaciones de las divas, sin que nadie se mofara de nues­tra mocosa sensibilidad.

Pero todos conveníamos en que era injusto privar a la bone de los fabulosos teso­ros que nos llegaban del cine americano, el francés y el ita­liano. Mamá se sentaba a su lado y pacientemente le iba relatando los subtítulos, con resúmenes y acotaciones de su propia cosecha.

Hasta que sus ojos cansados la fueron privando de las deli­ciosas tardes de cine.

Pasaron muchos años. Y llegó a Asunción “El violinista en el tejado”, la versión firmada de lo que venía siendo un largo éxito en Broadway y a su vez estaba basado en “Tevie, el lechero”, un cuento del más tradicional de los escritores judíos, Sholem Aleihem.

La película es maravillosa. La debo haber visto más de veinte veces.

En aquella primera opor­tunidad, quedé encantada. Identificaba cada escenario , cada personaje y cada par­lamento con los relatos de mi bobe. Y entendí que ella tenía que verla.

Como estaba ya muy viejita y no sólo veía poco, sino que también oía menos, lo mejor era asistir a una sesión de poco público, para sentar­nos lo más adelante posible y leer con voz alta , sin molestar a los demás.

Nos instalamos en la fila ter­cera o cuarta del viejo cine Roma. Y me dispuse a hacer de intérprete y a disfrutar de su placer.

Pero nunca imaginé lo que sucedería.

Comenzó la película, las pri­meras escenas recorrían el paisaje con el fondo musical de un violín, para luego enfo­car a un cansado lechero que tirando de su carro, acaricia al caballo lastimado y le cuenta sus penurias a Dios.

Iba a empezar mi intento de traducción simultánea, cuando la bobe me tomó de la mano y susurró: “No me cuen­tes, yo sé lo que está diciendo, lo conozco. Ese es mi schetl, él es mi gente”.

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