Dos estudiantes universitarios acostumbraban a viajar juntos en auto todos los días, hasta que en uno de ellos la muerte estuvo como pasajera. Una banda de delincuentes y un asalto exprés cambiarían el destino de la pareja.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Liberador y opor­tuno, la alarma de su reloj marcó las 21:30, fin de la clase en la universidad. Se impartió justicia, fue un día muy pesado para Verónica.

El calor agobiante de reyes, en el 2010, más la cátedra que impartía un profesor detonaron en la acuciante jornada de miércoles que ya merecía acabar Verónica Ayala a sus 26 años.

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El movimiento en las calles aún mantenía el espíritu de la víspera de ese 6 de enero. La calle Oliva y Jejuí del centro histórico de Asunción era una batalla constante de vehículos entrelazán­dose, superando el rojo, marcando el paso a boci­nazos y gritos de imprope­rio, para aquel que osara sacar ventaja en las estre­chas y derruidas calles.

Mientras se entretenía con el espectáculo de ira e impaciencia, Verónica aguardaba a Héctor, su novio. Con él al volante emprendería su última escala, su casa. Ansiaba –con nostalgia de años– un baño de agua tibia, por más que la temperatura superaba los 30 grados, en ese instante le resul­taba lo más oportuno y la fórmula más relajante.

En ese mismo lapso de meditación, algunos pen­samientos fueron pince­lando sus planes para su cumpleaños número 27, faltaba poco menos de un mes y para ella los núme­ros no son de pasar. Quería algo especial y debía pres­tarle atención a cada deta­lle; se entretuvo con los lugares tentativos para la fiesta, la comida, los invi­tados, cada una de esas notas debían estar afina­das en tres semanas.

Verónica Ayala Lira era la única mujer en la unión de sus padres, el brasi­leño Raimundo Lira y la paraguaya Justina Ayala. La pareja unida por un amor gestado en las tro­picales tierras del Bra­sil se asentó en Paraguay poco después de los doce meses de vida de Verónica, a finales del año 1982. Su hermano, un varón –un par de años menor– com­ponía la armónica fami­lia que encontró su por­ción de vida en el barrio San Miguel, en la ciudad de San Lorenzo.

El ruido del motor se amancebó, era Héctor estacionando a lado suyo y esperando a que Veró­nica suba.

– Hola amor, ¿qué tal?

Ambos se saludaron con un beso y sumándose al tráfico fueron en direc­ción a la ciudad donde ambos residían.

El tiempo pasó desgas­tando la rutina, lo que habitualmente represen­taba una hora de viaje pasaron a ser dos. Mien­tras el minutero que­maba escala en las 23:00, los padres de Verónica se angustiaban. Ella no demoraba su llegada a la casa, los días de clase, y solo en casos excepcio­nales llamaba para anun­ciar que lo haría. Esta no era la ocasión, y la preo­cupación se acrecentaba cuando ambos –Verónica y Héctor– no respondían sus teléfonos.

NO ERA UNA BUENA SEÑAL

Horas antes. Héctor con­ducía su automóvil con­centrado en su carril. Las 22:00 se imponía en la noche y en parte el trán­sito se mitigaba, a la par de los kilómetros que sumaba. Alcanzó la calle Libertad, esta la conduci­ría al barrio donde viven, en San Lorenzo.

En un golpe de vista se convenció de una hipótesis que su mente ilustraba en cada pisada del acelera­dor. Pensó que el automó­vil que venía unos metros detrás suyo lo seguía, pero no terminaba de creerlo porque imaginó que eso solo ocurre en las pelícu­las que acostumbra ver. Además, no había moti­vación en él, algo que lo exponga como víctima de un crimen.

Pero todo ello se disipó, al entrar a la calle Libertad, los que lo escoltaban hicieron lo mismo. La luz alta del auto­móvil no le permitía distin­guir, encandilaron su per­cepción y la oscuridad del paraje no colaboraba mucho.

Verónica se debatía entre el sueño y mantenerse alerta, ya que escuchó a Héctor hablar consigo mismo.

NOS SIGUEN

¿Qué pasa, amor? Pre­guntó la joven con la voz somnolienta.

– El auto de atrás nos viene siguiendo… –contestó Héctor, con cierta preo­cupación.

En una curva, en la última de aquellas calles de ropaje de escondrijos, el coche que los intimidaba se ade­lantó con violencia, en una frenada con brusquedad, Héctor evitó chocarlos. Bajaron dos hombres y notó el reflejo de la luz en sus armas, tenían pisto­las y no alcanzaba a ver­los bien. Lo siguiente fue la voz imperante que les ordenaba bajar del mando y subirse a la parte trasera.

– ¡Abajo los dos carajo, dale, abajo! –gritó uno de esos dos desconoci­dos. Dentro del automóvil aguardan los otros miem­bros de la gavilla. La pareja no tuvo opción más que obedecer.

Entre ellos y los atracado­res se interponía el arma. Los separaba de la muerte, veía que el dedo estaba en el gatillo y en la furia de sus voces percibieron su decisión de tomarlos por asalto.

Verónica y Héctor se tomaron de la mano, muy fuerte. Ella comenzó a sollozar, mientras un grito quebró el llanto. Héctor le ponía la otra mano para acariciarla e intentar que se calmara.

¡Cállate carajo! –Le ordenó uno de los ladro­nes. Los habían raptado, tomaron el mando del automóvil de Héctor y comenzaron a conducir con rapidez a un rumbo desconocido.

El rodaje se hacía eterno, Héctor logró reconocer el lugar que cruzaban, y la dirección que toma­ron. Estaban en la vecina ciudad de Fernando de la Mora, pero no entendía el propósito de los atracado­res, hasta que uno final­mente habló.

– ¡Dame todo el dinero que tenés, dale rápido o acá mismo les mato! –La brutalidad en sus palabras apabulló a Héctor, y res­pondió al instante.

– No tengo dinero con­migo, nada. Pero llévame a un cajero y te voy a dar todo lo que tengo, te pro­meto.

Héctor intentaba sacar la tensión de los delincuen­tes, que en todo momento gritaban a Verónica. Que­rían que parara de llorar. Ella estaba con una crisis de nervios y no la podía contener. Imaginó que ir a un cajero automático les permitiría liberarse de sus captores, pero eso no ocurrió.

CAMBIO DE PLANES

La medianoche asaltaba sin tener pudor. El con­ductor detuvo la mar­cha del coche, y –nueva­mente– obligó a Héctor a que bajara. Azotó su puerta con un manotazo y con el otro apuntaba firmemente su arma a la cabeza del muchacho. Ese pasajero de medianoche mostró su lado más vio­lento.

– ¡Bajate carajo!

– Héctor no alcanzó a comprender qué hizo o dijo mal. Solo quedó obe­decer pensando que así lograría serenar a sus cap­tores; mientras escuchaba a Verónica gimotear en el asiento trasero.

Héctor abrió la puerta y tras soltar el picaporte intentó levantar sus manos en señal de rendi­ción, en su nuevo intento de obtener calma. Pero ellos refunfuñaban y se ponían inquietos, como movidos con picana, demostrando quiénes tenían el control y lo peli­groso que podía resultar un movimiento.

Pero al levantar su mano, –el movimiento brusco– el asaltante lo tomó como un intento de defensa y percutió su arma. El estruendo sacudió el silencio de aquella des­conocida calle de la Zona Norte de Fernando de la Mora. El humo terminó de disiparse cuando Héc­tor –por instinto– se hizo a un lado esquivando el trayecto del proyectil.

¡DESPERTATE!

El tiempo quedó en sus­pensión durante varios segundos, los dos –la víctima y su victimario– se miraron fijamente. Ambos llevaban los ojos abiertos e inertes. Héctor recuperó la conciencia y reaccionó al momento, lo primero que hizo fue mirar el camino que hizo la bala y comprobó el des­tino del cónico plomo con latón. Verónica sangraba y la herida era grave.

Héctor olvidó que lo seguían apuntando con un arma y se metió al auto de nuevo. Su novia sangraba tanto que no lograba distinguir su ros­tro con precisión, intentó despertarla, pero ella estaba inconsciente.

– ¡Vero, amor, desper­tate, estás bien! –Héctor no lograba distinguir si la herida fue de refilón o la hirió de lleno. Solo sabía que la sangre seguía flu­yendo de la cabeza y debía hacer algo pronto.

Muy a lo lejos, a sus espal­das –y mientras inten­taba reanimarla– Héctor escuchó cómo los asesi­nos escapaban murmu­rando lo que había ocu­rrido.

– ¡la mataste pelotudo y no llevamos nada!

Hizo a un lado la impo­tencia y subió al asiento del conductor. Condujo como nunca lo había hecho hasta el hospital más próximo.

Continuará

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