El relato de hoy, del libro Queridas Monstruos, retrata una historia muy cercana a la vida real de muchas mujeres paraguayas que deben enfrentar la responsabilidad de ser madre y padre. Una historia de ternura hecha reproche de una mujer a su hija que, como ella lo supo hacer en su juventud, no se deja guiar por consejos.

  • Por Pepa Kostianovsky

Escuchame bien, mi hija, porque no es macanada lo que digo. Te estás poniendo señorita y los hombres ya te miran. Y vos también ya andás pescando por los mitã'i kuéra. No vayas a creer que yo no veo. Yo niko veo todo lo que tengo que ver, no soy ninguna boba. Ya viví mucho y ya me embromaron mucho tam­bién. Las mujeres somos estúpidas porque quere­mos nomás luego ser. Se nos dice bien, para que no nos pase, pero parece que si no es por nuestro propio lomo no sabemos aprender.

El sonido de la reposera de mimbre acompasaba la letanía de Sebastiana. Diciembre empezaba a insinuar el calor agobiante que se extendería a lo largo de todo el verano e imponía un paréntesis entre la acti­vidad del día, el modesto cocido con galleta que fungía de cena y la tibieza del lecho compartido por madre e hija. Disfrutar de la frescura de la noche y el resplandor de la luna filtrándose entre la enra­mada, era un ritual que la niña acompañaba sentada en una pequeña silleta sin prestar mayor atención a las palabras con las que la mujer intentaba protegerla de la humillación, del des­tino marcado, del llanto inexorable.

El hombre es traicionero, te va a prometer cualquier cosa, ta va a dar todo la vuelta. Vos niko vas a ser la reina, te va a ponderar de tu pie a tu cabeza, que tu ojo, que tu cabello, que no puede vivir sin vos, que no quiere ni dormir, ni tra­bajar porque en vos mante piensa. Te va a perseguir, hasta que consigue lo que él quiere. Y ahí ya, olvidate. Se acabó la reina, opáma la princesa. Va seguir apare­ciendo cuando a él le da la gana y de balde le vas a que­rer reclamar, porque ellos no tienen luego palabra, ni aunque juren por diosito santo, por la virgen, por su mamá. Ellos son así. Y el día que se quiere ir, se va a ir, no le va atajar ni el hijo, ni la casa. Ellos se llenan la barriga y se hallan porque así pues son macho, cuando más crío tienen más macho son. Pero cuando no te quieren más a vos, o sea cuando se prenda por otro cualquiera, no le importa más ni la criatura. Se man­dan a mudar y se olvidan, a veces ni su ropa no llevan.

La muchachita ni se pre­ocupaba de emitir un sí o un no que transformara la tertulia en un diálogo. Sumida en sus propias fantasías, no intentaba siquiera simular que no prestaba atención al ser­món materno, que por momentos tomaba fuerza como buscando imponerse y al rato se hacía débil y resignado a su ineficacia.

Mirá que a tu hermana le hablé mucho y no me quiso escuchar. No sé también angá la pobre ¿qué le voy a culpar?

Si es por eso, lo que me habló mi mamá, que Dios le tenga en la Gloria. Pero cuando eso éramos más sonsas, no entendíamos luego nada. Nos asustá­bamos cuando nos enfer­mábamos. Ahora a ustedes hasta en la escuela ya se les avisa, están todo pre­paradas. A nosotros si que encima de que no sabíamos si de dónde pa venía la san­gre, ahí recién nos decían que no teníamos que maca­near con los varones para no embarazarnos.

La niña, vencida por el sueño, se había acomo­dado usando el brazo como almohada en el respaldo de la silleta. Pero la madre seguía su monólogo.

A mí luego de balde se me iba a hablar ¡Era una terri­ble! ¡Si habré ligado chico­tazo! Parecía luego que mi sangre me hervía, no enten­día lo que se me decía, yo lo único que quería es verle a los varones, para que me digan cualquier disparate. Ha que ko era alta y robusta; cuando estaba en sexto grado ya me seguían esos de la secundaria. Mi mamá me hizo cortar mi cabello largo, porque pilló que yo me soltaba la trenza y me sacaba mi media soquete al salir de la escuela. Pero de balde, porque ahí si que le parecía más a esas artistas del cine. Una época se iba anga a buscarme a la salida, para controlarme, pero la mayoría de las veces no podía, qué piko la pobre con seis criaturas y mi padras­tro que era delicado, no se le podía poner nervioso, tenía que tener su comida a la hora, su ropa lista, su zapato impecable.

Cuando va pasar, pasa únicamente. Catorce años tenía cuando me embaracé. Ramón ya era un mucha­cho grande, ya se había ido al cuartel. Mi mamá se dio cuenta y le mandó lla­mar enseguida. Y él vino. Se hizo responsable, pero no se quería casar porque todavía no tenía su casa y me dijo que me iba a llevar con él en lo de su abuela. Mi mamá le dijo que ella no iba a a dejarme ir a tener hijo en un rancho más pobre que el nuestro, donde no había ni aljibe. Y le echó. “Si que­rés mujer y crío, andá, tra­bajá y tené primero para tu techo, yo a ella no le crié para estar por ahí como los chancho”. Pero yo le seguía viendo, primero a escon­dida, y después mi gente se dieron cuenta de que no iban a remediar. Así andu­vimos tres años. Él se iba a trabajar por meses hacia Ciudad del Este –Puerto Stroessner era cuando eso– y ganaba bien. Primero nos llevó a vivir en alqui­ler. Se metió en la seccio­nal, tenía una camioneta nuevita. Después si que ya comenzó a construir la casa. Ahí yo me embaracé otra vez. Mi mamá me dijo para que nos casemos y él se rió. “¿Para qué piko doña? Yo estoy con ella porque le quiero. Y si no le quiero no hay papel que me va a ata­jar”. Dicho y hecho, antes de nacer Ramoncito, un día no apareció más. Se enredó con una maestra y se casó. Después de un año por ahí, vino a conocerle a su hijo y puso la casa a mi nombre. Se portó si que bien porque me solía mandar dinero y venía a verle a sus hijos dos, tres veces al año. Cuando terminaron la escuela, los dos eran abanderados, Nimia y Ramoncito. Allí si que se puso orgulloso y vino y los reconoció, les dio su apellido y les pagó todo su estudio. Con Nimia se enojó porque se embarazó, por suerte ella ya era bachi­ller comercial y él mismo le consiguió un trabajo en el Banco de Fomento. Y a Ramoncito si que le metió en la facultad y enseguida le hizo entrar en Tribunal, porque él tenía demasiado amigo que estaban en el candelero.

Encima, cuando se murió, a ellos le tocó grande la herencia, su hermano kuéra le quisieron joder, tenían luego muchas cosas que era sociedanónima y ahí no hubo caso, pero lo que estaba a su nombre, se repartió todito. Ellos se hicieron cada uno para su hermosa casa, su auto, mandaron hacer aquí para mi baño moderno, mi cocina, gracias a ellos tene­mos toda la comodidad.

La niña dormía plácida­mente arrullada por el relato de Sebastiana.

Tu papá si que al contra­rio fue una desgracia. Y conste que yo ya era grande y ya había llorado mucho. Un tiempo me atajé, por­que mi cuerpo buscaba el hombre, pero pensaba que Ramón iba a volver y eso me tranquilizaba más o menos. Pero cuando Mil­ciades empezó a rondarme ya no respondí más por mí. Demasiado me llevaba. Aparecía nomás y yo ya no entendía lo que pasaba por mi cabeza.

Me acuerdo que mi her­mano Luciano fue el que me avisó bien: “Mirá Sebas­tiana, este no es para vos, es un bicho demasiado letrado, los liberales niko son de otra clase, ellos se creen del chuchaje, nunca en la vida él te va a respon­der si le necesitás, ni te va a reconocer su hijo si te emba­raza. Ello entre ello mante tienen palabra, nosotros somo populacho. Va a jugar por vos y te va a joder”. Y no se equivocó, cuando le dije que estaba embarazada “si te visto no me acuerdo”, me dio un cinco mil que le tiré por su cara, y no vino ni a conocerte.

Al poquito tiempo se casó con una como él, salió por todos los diarios. Tu madrina quería que nos fuéramos con vos a la igle­sia aunque sea para asus­tarle, pero Luciano me dijo “No te humille, che her­mana, vos sabés ser madre y padre. Ese no sabe ni ser hombre”.

La suave llovizna empezó a filtrarse por la enramada. La mujer se levantó alzando la silla. Las gotas brilla­ban sobre su piel morena y su silueta recobraba el garbo de su belleza joven. Miró a la niña y la advir­tió dormida. La tocó sua­vemente con el pie descalzo y la reprochó: Depertate mitãkuña’i. Vamos, que llueve. Andá si que dormí adentro. ¡Ay Virgen Santa! No quiere luego escuchar. De balde se le habla.

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