Un encuentro con el hogar de la infancia y juventud, cuando los roperos y armarios guardan las prendas y los perfumes de los seres amados y se descubren antepasados en viejas fotos.

  • Por Pepa Kostianovsky
  • Pepa Kostianovsky

Era un ropero enorme. De tres cuerpos. Supues­tamente, el lado dere­cho era para colgar la ropa de mamá, y en el izquierdo se ubicaban los trajes de papá. Pero lo cierto es que ella apro­vechaba el amplio espacio que no ocupaban las cuatro o cinco perchas de mi padre, para invadirlo con sus abri­gos, chaquetas y cualquier otra cosa que ya no cupiera en su territorio, atiborrado con un popurrí de colores y texturas deliciosamente perfumado.

El cuerpo central tenía tres estantes.

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En el de arriba, se ordenaban las camisas de papá.

En el centro, las sábanas de hilo que habían sido el ajuar nupcial y las de sencillo “uso doméstico”, con las que mi madre reemplazaba a las que iban sucumbiendo cada año, sin descuidar bordarles ella misma –con escasa des­treza, por cierto– un detalle de rococó que, a su criterio, les daba categoría.

En el tercero, entre las pilas de sweters de lana, el frasco de Femme vivía un eterno romance con el de Lavanda Yardley.

No recuerdo qué guardaba mamá en los cajones inferiores.

Pero el primero era fascinante. Era el único espacio desorde­nado. Y mamá lo mantenía cerrado con llave.

Mis padres eran relativamente noctámbulos, supongo que irían al cine, al teatro, al casino, a cenar, a fiestas. En fin, al ocio que ofrecía la Asunción de los años 50.

Por entonces, como es sabido, no había televisión, y mi her­mano y yo éramos poco dis­ciplinados con aquello de “pis y a la cama”. De modo que, para entretenernos durante sus salidas, papá apelaba al recurso de pagarnos por poe­mas aprendidos.

Nuestras cabezas infanti­les memorizaban codiciosa­mente versos de Rubén Darío, Amado Nervo, Argensola, los Machado, León Felipe, Que­vedo, que en el almuerzo del día siguiente eran declamados y resarcidos de acuerdo a una generosa tarifa previamente establecida.

Mi hermano era cinco años mayor por lo que no sólo supe­raba mi capacidad para absor­ber literatura, sino también mis necesidades de metálico. Me conformaba con un soneto. Y mientras él acumulaba for­tuna, me escurría hasta el dor­mitorio vecino para hurgar en el precioso cajón.

Siempre supe que mi madre guardaba la llave en el segundo estante, entre dos sábanas. No tenía problemas para abrir aquel cofre de maravillas.

Me adornaba con collares, pul­seras y pañoletas. Y ensayaba poses de vampiresa frente al enorme espejo de luna del tocador.

Revisaba sobres, cofrecitos y estuches, pero por lo general no encontraba muchas nove­dades.

Entonces me ocupaba de las fotografías.

No sé porqué, en mi casa no había fotos de la boda de mis padres, ni de nuestros prime­ros años. Sólo algunos retra­tos antiguos y una que otra instantánea ocasional, que mi madre ni siquiera ponía en un álbum. Las colectaba des­cuidadamente en una carpeta.

Y a pesar de que eran siempre las mimas, me encantaba sen­tarme en el centro de la cama y desparramarlas a mi alre­dedor, como buscando algo nuevo, un secreto, alguna pista que alimentara mis fantasías.

Recuerdo particularmente una, la más fea. Era antigua y oscura.

No conocía a esa mujer de oje­ras marcadas, frente cruzada de arrugas, labios pálidos y expresión cansada. Ni siquiera tenía una melena que la ador­nara, llevaba el cabello reco­gido, quizás en un rodete, y su cabeza resultaba tan pequeña que parecía calva.

Me inquietaba aquel rostro tan viejo y triste.

Como no podía revelar mis andanzas, tuve que esperar a que mi madre incurriera en la rareza de sacar las fotografías, para preguntar. Y así me enteré que era la madre de mi abuelo, la bobe Rachel.

“No era tan fea –dijo mamá–, tenía como todos ustedes, nariz y orejas grandes”.

Ya por entonces era demasiado orgullosa para echarme a llorar.

La predilecta –en tamaño pos­tal y con los bordes ondulados– era un retrato de mi tía Cata. Sus lindos ojos tiernos y su boca –un poco amplia, por cierto– estaban artísticamente resal­tados por don Max Brudner.

Como todos reconocían mi parecido con la hermana de papá, me fascinaba enfrentar la foto con mi carita infantil refle­jada en el espejo, e imaginarme mayor y hermosa como ella. Con aquella espléndida cabe­llera oscura, sobre la cual desta­caban los pendientes, dorados y redondos.

No me atrevía a usar el lápiz rojo de mi madre y pintarme los labios para acentuar las semejanzas, pues temía no poder borrar las huellas. Me resignaba a los alcances de mi ilusión.

Intenté muchas veces impro­visar mis propias argollas, con el papel metálico de los choco­lates. Pero no conseguía aquel efecto de los aros de Cata.

Ya adolescente, se los pedía prestados para las “grandes ocasiones”. Ella había dejado de usarlos. Hasta que un día, quizás cansada de sacarlos y ponerlos en su cajita de tercio­pelo rojo, me dijo: “Tenelos vos. No te los doy, te los presento, porque me los regaló alguien que me quería mucho, cuida­los”.

Curiosamente, heredé de mi madre el desamor por las foto­grafías. No me interesan, no las valoro, ni las cuido. Las pongo en cualquier sitio, desordena­damente.

Tampoco guardo cartas, ni tarjetas, ni souvenires, ni flo­res secas.

Creo que es porque, como a ella, no me gusta recordar los “duelos y quebrantos” que me fue deparando la vida.

No puedo quejarme, también he bebido de sus mieles.

Así como me tocó morder tie­rra, supe ocupar podios de ven­cedores. Enterré afectos y lloré desamores. Transité paraísos.

Como el gitano Melquíades, sobreviví a tormentosos nau­fragios. Y he anclado en puer­tos de ternura y gloria.

Sigo teniendo mis sueños y mis angustias.

Sigo riendo y llorando.

Sigo amando, sufriendo, tra­bajando, cantando.

Sigo creyendo.

Sigo pintándome los labios y abultando mi melena frente al espejo.

Son muchos los días en que me halaga verme igual a Cata.

Y son tantas las noches en que sujeto mi cabello con una hebilla e inclino la cabeza para lavarme el rostro. Y cuando la levanto, desde el mismo espejo me mira la bobe Rachel. Con sus arrugas y sus ojeras, con su palidez y su cansancio.

Entonces ella me sorprende, soltándose el pelo para agi­tarlo en una danza que siguen las argollas doradas. Y con una sonrisa melancólica, me dice: “¿Viste que tu mamá tenía razón? Somos narigonas, pero no somos tan feas”.

Etiquetas: #vieja#fotos

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