Por Pepa Kostianovsky

Otro relato incluido en Queridas Monstruos nos acompaña esta semana. Una niña inocente que se encuentra de pronto ante una situación que no comprende y donde lo inexplicable se convierte en sufrimiento que subyace en la memoria a pesar de la felicidad.

No sé cuándo me enteré de que éramos judíos. Mis padres no eran profesantes. Iban al templo exclusivamente en Yom Kippur, el Día del Perdón, para asistir al rezo por sus muertos, y no practicaban ninguno de los ritos propios de la fe, a pesar de que ambos venían de hogares de inmigrantes.

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Ya mi abuela era partidaria de las corrientes progresistas que se enfrentaban al despotismo un siglo atrás. Y de ella había heredado papá su pasión por el “libre pienso”.

Supongo que habré empezado a percibir diferencias cuando comencé a tener amiguitas y a advertir en sus casas crucifijos y santos que para mí eran desconocidos.

Pero la sensación de que éramos distintos la sentía los domingos en la tarde, siempre tan aburridos en que me asomaba con mi madre al balcón y veía pasar a los vecinos que iban a misa. Nunca lo dije, pero me avergonzaba. O quizás temía que los chicos del barrio no quisieran jugar conmigo.

La escuela quedaba a la vuelta de mi casa, por lo que no era necesario que alguien me acompañara. Iba y venía sola, con la tranquilidad que aseguraban las calles de Asunción por aquel tiempo.

Y una mañana, la maestra anunció que esa tarde, a las tres, debíamos volver a la escuela con los guardapolvos impecables y flores porque era la fiesta de algo que yo o no presté atención, o no entendí.

Mi madre refunfuñó un poco por lo imprevisto del programa, pero no se preocupó demasiado en averiguar los motivos de aquella excepcional convocatoria vespertina. Simplemente sacó unas margaritas del cantero, las ató con una cinta similar a la que me puso en el pelo y me despachó de punta en blanco y con el ramo en la mano.

El patio de la escuela estaba colapsado por los niños de los dos turnos, las nenas de la mañana y los varones de la tarde. Y con la directora a la cabeza, fuimos saliendo mientras las maestras mantenían el orden de las filas. Solo entonces se me ocurrió preguntar adónde íbamos. Y una compañerita me explicó que le llevábamos flores a la Virgen.

Debo aclarar que yo tendría por entonces entre cinco a seis años, y no hace falta que explique la medida de mi susto. Caminé las cuadras que separaban la escuela República Argentina del Salesianito, sin atreverme a decir una palabra.

Al llegar a la iglesia, me pareció inmensa. Y sentía que había entrado a un sitio prohibido. Mi mayor miedo era que alguien advirtiera que yo era judía y todos me castigaran por estar donde no debía. Observaba lo que decían los otros chicos y los imitaba. Cuando rezaban, movía los labios simulando saber las oraciones. Me arrodillaba y me paraba con ellos.

El sacerdote hablaba en un idioma extraño.

Lo más terrible era no saber cuándo acabaría todo aquello. De pronto, los chicos empezaron a avanzar por el pasillo central hasta el altar donde se arrodillaban, se persignaban y depositaban las flores a los pies de la Virgen. Alla fui yo también y repetí todo el rito, incluida una desordenada señal de la cruz.

Cuando advertí que no regresábamos a los bancos, sino que nos dirigíamos hacia la puerta, me sentí aliviada. Creía que aquel calvario estaba terminado.

Ya en la calle no podía seguir fingiendo, tenía que apartarme del grupo. Me escurrí y me oculté en un portal para salir corriendo en rumbo contrario.

Y me perdí.

Corría por veredas extrañas sin poder reconocer una esquina, un letrero, algo que me orientara.

El pánico me invadió. Creía que Dios me estaba castigando. No sabía si era el Dios de los míos, enojado porque fui con los otros, o el Dios de los católicos, al que había ofendido.

Por entonces no sabía que era el mismo.

No sé si pasaron diez minutos o dos horas, hasta que a lo lejos vi la calle Brasil. Sin parar de llorar recorrí las tres cuadras que me separaban de mi casa. Ya oscurecía.

Entré, febril, ahogada en llanto y segura de que había desatado sobre mí la furia divina.

Pasó un buen rato hasta que la tibieza del regazo materno logró consolarme.

Y por sobre todo, sacarme el peso de la culpa, que demás está decirlo fue plenamente adjudicada a la tonta de mi maestra.

Mi mamá se ocupó de propinarle la reprimenda de su vida. Pero no era suficiente. Yo no estaba conforme. Y la muy estúpida me tomó ojeriza.

La mutua antipatía podía no haber tenido mayores consecuencias. Yo era una niña que no le ofrecía flancos para martirizarme. Y ella tenía pavor a mi mamá.

Por mi parte, se suponía que era demasiado pequeña para elaborar alguna venganza acorde con tanto sufrimiento.

Pero mi subconsciente me reivindicó. Una semana más tarde, me sentí indispuesta en clase y pedí permiso para ir al baño. La muy bruja me lo negó aduciendo que faltaban pocos minutos para el recreo y que esperara. Ni siquiera alcancé a volver a mi silla. Allí nomás lancé un vómito que, si bien no inundó el aula, le salpicó las piernas y los zapatos. Tuvo que dejarme ir a mi casa.

Al día siguiente me operaron de apendicitis. Lo que le valió a la pobre infeliz una doble filípica de mi madre. Por no permitirme salir. Y por mandarme de vuelta sola, cuando era obvio que estaba enferma.

Por muchos años creí que ese episodio había terminado.

Mientras tanto, tuve oportunidad de ver otras iglesias y templos, y de comprobar que ninguno es tan inmenso e imponente como a mí me había parecido aquel.

Supe asimismo que Dios es bueno e inteligente y no castiga a niñitas porque entran a una iglesia ajena.

Nunca recibí educación religiosa alguna ni fui sujeto de ritos. Ni bautismo ni boda. Y preferí que mis hijos tuvieran la misma libertad de entender al Dios que había tenido yo.

Algunas veces siento necesidad de ir a escuchar la oración por mis muertos. Y me gusta prender las velas del Shabat. Para pedir paz.

Un día, mi nuera anunció su deseo de bautizar a mi nieto, para lo cual los sacerdotes con que había hablado planteaban ciertos problemas burocráticos porque el padre, mi hijo, no es cristiano.

Era lógica y clara la importancia que tenía para ella, educada en la religión católica, que su bebé recibiera el sacramento. Y decidí mover mis influencias. Recurrí al padre Rubio, cuyo sentido común allanó todas las dificultades.

El bautismo de Ignacio fue fijado para un domingo en que coincidentemente cumplía dos años. En el Salesianito.

No me había dado cuenta de que nunca había vuelto a entrar en aquel escenario de mi precoz martirio.

Esa mañana, al llegar, reconocí el espacio y me invadió una sensación extraña. Como si en el medio del pecho, una vieja cicatriz acusara el impacto de una tormenta de recuerdos.

Y la angustia permaneció allí un rato largo.

A pesar de las gracias de Ignacito que, ni enterado de lo que sucedía, se escapaba para trepar a la pila bautismal.

A pesar de las hermosas palabras con las que el padre Rubio bendijo a mi nieto y al mismo tiempo me hizo saber que no me lo estaban robando, que estaba siendo recibido por un Dios que quería que fuéramos felices, y que era el mío.

A pesar de que el clima era de fiesta.

Al salir a la calle, el día estaba radiante.

El aire fresco me devolvió la alegría y alguna confianza.

Por si acaso, le di a mi hija las llaves del coche. Y le dije: “Manejá vos”.


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