Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

En una tarde cálida del 2014 –el Dotze de setembre, seguramente diría un catalán– un día después de la Diada de Catalunya, rodeado por cientos de Señeras –algunas de ellas esteladas– que apenas ondeaban por una leve brisa, aguardaba el tren que nos devolviera a Barcelona. La estación de Vilanova i la Geltrú se presentaba desierta y silenciosa. Tal vez por ese silencio y por las muchas copas de buenos vinos alzadas y bebidas con amigas y amigos, con Cristina, mi amada compañera, buscamos el descanso en un banco que nos ofrecía refugio a pocos pasos. Con la mirada puesta en la nada y en los recuerdos de cortísimo plazo, una y otra vez disfrutábamos las imágenes de ese pueblo inolvidable que recorrimos guiados por Angelillo Filli Pagano, un vilanoví argentino al que, en mi pueblo natal, el Bajo Belgrano en Buenos Aires, unos 1.260 km al sur de mi querida Asunción, hasta que se asentó aquí, llamábamos Tito.

EN OTRA PARTE

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Pero mis pensamientos de cinéfilo, que también lo soy, estaban en otra parte y en otros tiempos. Tal vez, pienso ahora, haya dormitado porque, de un minuto para otro, todo tornó hacia la gama de los grises. Ya no había multiplicidad de colores. “El tren 4025, el Xangai, amb destinació a Vigo i la Corunya, pocs minuts enrere va partir des de Barcelona”, dijo con voz cansada quien claramente era el jefe de la estación Vilanova. Alguien me dijo luego, para calmar mi desconcierto, que se trataba de don Ángel Rodríguez López, hombre ocurrente y simpático, quien con esas breves palabras aludió en broma a “Shanghai Express”, un exitoso film que allá por 1932 protagonizaba aquella célebre belleza alemana que fuera Marlene Dietrich, dura enemiga del nazismo. Recuerdo haber visto aquella peli cuando, tal vez, tuviera menos de 15 años. En blanco y negro, como se llama aún a las producciones realizadas en la gama de los grises. A la Dietrich, encarnada en el rol de Shanghai Lily, le pasa de todo en el trayecto de Pekín a Shanghái, en el contexto de una sangrienta guerra civil en la china imperial. De regreso en Barcelona paseamos por las Ramblas. “Cafeomancia”, recuerdo haber leído en un improvisado aviso expuesto en un pequeño escaparate ubicado a la derecha de la puerta de ingreso a un local poco llamativo. “Lo que viene en tu vida, lo hallarás en la borra del café”, decía otro anuncio. Pensé en entrar. Decliné. Nada sorprendente. También lo hice en Estambul, Turquía, que hasta el 330 supo ser Bizancio; más tarde, hasta el 1453, Constantinopla y fuera capital del Imperio Romano de Oriente, primero y, luego, del Imperio Otomano. “¿Temes a conocer el futuro, majo?”, me dijo una misteriosa voz desde el interior de ese local poco iluminado. No respondí. Solo continué mi camino. Vivir lo vinculo, desde muchos años, con incertidumbre. Certeza, con muerte. ¿Mañana? Simplemente, será otro día.

La historia del café. La historia desde el inicio de la historia.

BUENOS RECUERDOS

Noche fría y lluviosa la de este viernes casi sábado. Mecedora. Leños ardientes. Copón. Un tinto de Burdeos Sichel Bordeaux Rouge Hommage, cabernet franc, rojo brillante al trasluz y buenos recuerdos. El café es uno de ellos. “Símbolo de comunicación, en aquella, en esta y en todas las épocas”, sostiene Josiane Cotrim Macieira, colega periodista, brasileña, confundadora de la Alianza Internacional de Mujeres en el Café (IWCA), en su país, prologuista de “Yo, Cafeto”, un libro delicioso que recomiendo, escrito por Analía Álvarez, periodista argentina, docente universitaria y especialista Q Grader en café arábica. Con las nueve historias que ese texto contiene logra lo que, para mí, siempre resultó una suerte de práctica inexplicable. ¿Por qué el café es parte de mi vida? Analía me regala responde y, para hacerlo, troca en alma y voz del cafeto. “Entregué generoso mis semillas a los profetas, a los sultanes, a los reyes, a los conquistadores y adelantados para que hicieran de todas las tierras del mundo mi tierra”, dice la planta del café que fue plantada en el Yemen, por primera vez. Desde entonces, aquellas semillas que en el punto justo de maduración adquieren un rojo brillante pasaron muchos siglos. Aquí confieso que nunca vi un rojo como el de los granos del café maduros que tuve entre mis manos en Alajuela, Costa Rica, en la finca Doka Estate donde, en las cercanías del cráter activo del volcán Poas, se especializan en Arábica Beans. Me deslumbró aquel color que marcadamente se destaca entre una amplia gama de colores que ofrece la naturaleza exuberante. Inolvidable.

PERSEGUIDO Y VALORADO

Pero no todas las épocas fueron buenas para el café, que también fue perseguido aquí, allá y acullá. En algunas culturas fue medicamento. “Prospero Alpini (…) dio fe de mi poder para bajar la fiebre, mitigar los dolores de la gota, moderar el escorbuto y eliminar la tristeza”, dice Analía en el nombre del cafeto. El caso es que Alpini, desde el 21 de septiembre de 1580, cuando salió de Venecia hacia El Cairo, donde residió por casi 40 meses, pasó cada uno de sus días abocado al estudio de la medicina y botánica egipcia pero, en especial, sobre las virtudes curativas de la planta del café. El habibi Hamurabi Noufouri, un hermano de la vida y del corazón que es con sabiduría y paciencia me enriquece con sus enseñanzas sobre el Oriente Medio, alguna vez me dijo que el café, además, es parte de los protocolos sociales, por ejemplo, en Damasco donde cada familia tiene su blend. “Cuando al visitante, al viajero, se lo recibe con café es porque hay tiempo y, en consecuencia, la visita puede ser prolongada”, explica Hamurabi a modo de ejemplo. Creí entender que el café, además, es una herramienta de comunicación. Compartir café también es una suerte de ceremonia. Allá por 2011, de paso por la ciudad de Belén, en Cisjordania, una decena de kilómetros al sur de Jerusalén, durante una tan extensa como agradable sobremesa con hermanas y hermanos palestinos no todos betlemitas, mientras fumábamos narguile, pude ver cómo preparan el café. Una vez que el agua hierve, se agregan las cucharadas de café y se revuelve hasta que vuelva a hervir en la pequeña cafetera de bronce con un alargado mango de madera. Con paciente cuidado retiran la espuma de la infusión que nuevamente revuelven hasta que hierva en no más de tres oportunidades y, en cada una de ellas, retiran la espuma que utilizarán luego.

“El café, torrado, debe estar molido a cero”, precisó una de mis acompañantes. “Las tazas, tronconómicas, en las que servirás el café deben estar alineadas, como lo ves ahora, para servir en ellas a un mismo tiempo coronándolas con la espuma que separaste mientras lo preparabas y que todos tomen el café caliente”, indicó quien parecía ser el dueño del restaurante donde estábamos. Delicioso e inolvidable. Atrapante. Tiempo más tarde, cuando visité Estambul, supe que quinientos años atrás, los esposos estaban obligados a proveer de café todos los días a sus esposas y que, si incumplían, las mujeres podían pedir el divorcio. Analía Álvarez, en su obra, da cuenta que supo haber verdaderos artistas en la preparación del café como Fahir quien, en las cercanías del Palacio de Topkapi, sede del Imperio Otomano, en Estambul, “creaba placeres para una clientela muy variada”.

La mejor de esas mezclas –para las VIP de entonces– se preparaba con “café, opio, pimienta y azafrán”. Si quienes se sentaban a sus mesas eran “eruditos, escribas o pintores”, se ofrecían dos opciones: “con bolas de miel de hachís y sheera o cáñamo de Egipto; o, hachís mezclado con tabaco”. Apunta que “el escritor Kâtip Çelebi [muerto el 6 de octubre de 1657] describió [aquellas recetas cafeteras] como ‘dádivas para la vida’”. La madrugada troca en amanecer. La mecedora ya casi no mece. La voz de Analía, en el nombre del cafeto, hace justicia con la palabra: “Yo, el cafeto, sostengo aquí y ahora que no soy una planta de café. Soy también todo eso que significo y represento. Soy testigo y protagonista. Soy pasado, presente y futuro”. Un vero capo lavoro.

Kâtip Çelebi sostiene que ciertas recetas de café son "dádivas para la vida".

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