La primera vez que Peter la olvidó fue cuando fueron a la playa. Estaban volviendo del lugar a donde siempre iban cuando querían escaparse del mundo y de pronto él dejó de hablar en plural cuando empezó a darle direcciones en la carretera.

–Ahí a la derecha tenés que doblar para ir a mi casa –dijo como si viviera solo y Lisa pensó que no lo oyó bien, pero luego cuando estaban más cerca él volvió a insistir.

–La segunda casa de la izquierda es la mía.

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Lisa detuvo el auto intentando procesar lo que estaba ocu­rriendo. Peter, caballeroso, le abrió la puerta como si estu­vieran en una cita y empezó a mostrarle todas las dependen­cias ni bien entraron: el living. La cocina. El cuarto.

Ella sentía el corazón dispa­rado mientras recorrían la casa. Intentó hacer algún comenta­rio, pero él la miró más confun­dido. Entonces calló y esperó el momento en que Peter vol­viera de aquel trance extraño. Él seguía tratándola como si la estuviera conociendo en ese instante, olvidando todos los años. El médico les había advertido que no sería fácil. El Alzheimer era una enferme­dad degenerativa después de todo, y estas cosas pasarían tarde o temprano. Lo que a Lisa le dolía era lo temprano, porque cuando diagnosticaron a Peter, tenía apenas 53 años.

–¿Cómo es posible doctor, si estas cosas sólo ocurren a los ancianos?

Pero Peter tenía lo que se conoce como Alzheimer pre­maturo. Ni siquiera imagina­ron al principio que se trata­ría de eso.

–”No puedo acordarme donde dejé las llaves. ¿Viste mi bille­tera? ¿Cómo es que se llama eso que transporta pasajeros por el cielo?

–La edad te está cayendo apre­surada –bromeaba Lisa al prin­cipio, hasta que su pérdida de memoria empezó a alarmarle en serio. Se habían conocido como vecinos cuando ambos estaban en otras vidas. Se hicieron amigos, pero perdie­ron contacto cuando Peter se mudó a otra ciudad con su fami­lia. Años más tarde volvieron a contactarse a través de las redes sociales. Uno de los dos se animó primero.

–¿Qué fue de tu vida?

Y resultó que ambos estaban divorciados y comenzaron a compartir mensajes, hasta que la amistad fue convirtiéndose en un amor a la distancia que se concretó cuando los hijos de ambos fueron a la universidad y decidieron que ya era tiempo de plantearse una vida juntos.

–¿Y qué tal si lo hacemos?, pre­guntó Peter un sábado helado del diciembre pasado, mientras veían a una pareja casarse por televisión. Estaban los dos acu­rrucados, viendo su serie favo­rita, y de pronto Peter soltó la idea y la miró entusiasmado.

Lisa lo observó por un instante, enternecida y apuñalada por sus ojos risueños.

Peter acababa de olvidarla de nuevo. Cuando le propuso lle­vaban 12 años de casados.

Pero Lisa, que lo amaba con locura, no reparaba en los títulos ni le importaba que él hubiera olvidado la boda. Más bien le enternecía que –sin saber que era su esposa– vol­viera a pedirle la mano. Como sin en ese gesto reforzara aquel amor, a pesar de las trampas de la memoria y los miles de obs­táculos diarios.

No dudó en darle el sí y la vida los volvió a encontrar frente al altar para jurarse una vez más amor eterno. (O al menos por la eternidad de lo que durara el recuerdo.).

Los hijos oficiaron de testigos y aunque eso de vivir felices para siempre quedó fuera del pacto, a pesar de todo el amor sigue triunfando. Sobre todo en los días malos. En esos días, Lisa recuerda lo que Peter le dijo al oído cuando bailaban hace unos meses la música de boda que habían elegido:

–Gracias mi amor por haberte quedado.

*Lisa y Peter viven juntos en Andover, Connecticut, donde Lisa trabaja como activista en la Asociación de Alzheimer de los Estados Unidos.

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