Por Óscar Lovera Vera, periodista

Lo tomaron a la fuerza a las 18:00 del 11 de octubre del 2004. Lo llevaron a un motel y en ese lugar ejecutarían un plan diseñado luego de ver una película. La banda de inexpertos fracasaría en solo dieciocho horas.

Yamili miró su reloj de pulsera y las manecillas le marcaban una angustia de dos horas. Amín ya debió regresar y no lo hizo, una terrible corazonada le oprimía el pecho. Solo por un instante trató de despejar la mente, apartar los pensamientos negativos y serenarse para aclarar sus ideas.

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Tomó su teléfono celular y marcó el número de su esposo. Pedro estaba en el spa del Club Sajonia, el teléfono no lo tenía cerca y en ese momento no atendió.

Eran las 21:00, el empresario salió de esa sesión de relajación. Aún no descubrió que en unos minutos más sus músculos se volverían a contraer.

Se pasó la mano en el rostro, la humedad y el calor hacían lo suyo. Miró su teléfono y encontró en el registro la llamada perdida de su esposa. La luz artificial alumbraba tenuemente su rostro, en especial sus pupilas. Aquellas que en minutos repasarían cada dígito. Marcó el número y la voz quebrada de Yamili le dijo sin titubeo: Pedro, Amín no volvió a casa…

El hombre puso en marcha el motor de su automóvil y fue con prisa hasta la casa, en el barrio Sajonia. Ambos comenzaron la búsqueda, intentando recrear el itinerario del chico.

Fueron al Club Colón y ya lo cerraron. Llamaron a sus compañeros del equipo de baloncesto, compañeros de aula del colegio, amigos, a todo aquel que pudiera tener contacto con el pequeño. La respuesta fue la misma, nadie lo vio.

El matrimonio estaba desesperado, sin consuelo y confundido. En sus mentes la imaginación les jugaba un mal momento –y les presionaba con un recuerdo– como si tocara una herida abierta. El paso del tiempo los obligó a retomar sus vidas después de aquel 18 de setiembre del 2002.

Siempre hicieron su mejor esfuerzo para olvidar, pero lo que estaban viviendo en ese momento los increpaba, hurgaba violentamente en el ayer, y todo se repetía. Rememoraron aquel corto secuestro de Katia Riquelme, la hermana de Amín. Su libertad demandó el pago de 50 mil dólares a aquellos plagiarios. Inmediatamente esos dos años que pasaron, se volvieron en solo horas del pasado.

Se preguntaron si sería el mismo grupo de aquel entonces. La intuición era fuerte, sospechaban con agudeza, y sin dar otra vuelta de rosca tomaron la decisión de denunciar rápidamente a las autoridades.

Aunque intentaban mantenerse firmes, la palidez de sus rostros denotaba la derrota, la incertidumbre y la impotencia. Ambos padres se sentaron de frente al oficial de guardia, en la comisaría primera del Área Metropolitana. En su mano derecha sostenía un bolígrafo con el que estamparía –en su libro de denuncias– cada detalle de lo poco que sabían Yamili y Pedro.

Horas más tarde, los agentes notificarían la desaparición al fiscal Rogelio Ortúzar. Los antecedentes de un rapto en la familia y la falta de algún dato sobre Amín los llevaba a pensar en que debían reaccionar rápido.

EN LA CASA DE YPANÉ

Cada detalle de lo que hicieron estaba grabado en sus mentes. El grupo usó de referencia una película que vieron entre todos. El filme tenía el mismo argumento que el plagio del joven John Paul Getty, ocurrido en Roma, en el año 1973. Getty era el nieto de un magnate petrolero estadounidense, por quien sus captores pidieron 17 millones de dólares. A los secuestradores de Amín, ese filme les dotó de valor y creyeron que podía presentarse con las mismas condiciones.

Luis Martínez y Cynthia Rolón estaban en el dormitorio con Amín. Óscar Galeano y Arnaldo Cabrera tomaron la primera guardia en aquella noche y madrugada. Todo debía aparentar normal en ese lugar, ya que se trataba de un motel y solo para despistar lo llamaban “la casa segura”.

El pequeño Amín dormía profundamente en una cama bajo los efectos del cloroformo, ya eran dosis seguidas las que le aplicaron para que no vuelva en sí.

Luis Roa pensaba en voz alta –ante la atenta mirada de todos– cómo avanzó el plan luego de aquella reunión de reclutamiento convocada por tío pote. A principios de octubre, fue hasta una cooperativa en la ciudad de Ñemby. A unos 18 kilómetros al sur de Asunción. Luis pidió un préstamo, y tras algunos trámites, le entregaron 22.440.000 guaraníes en efectivo. Consultó con los líderes del grupo y creyeron suficiente para financiar la operación. Con parte de ese dinero se pagó el alquiler del vehículo Kia Pride, arrendado por Arnaldo Cabrera, el primer conductor. Con ese automóvil raptaron al niño.

Roa continuaba narrando con seguridad –como si estuviera dando cátedras en un oficio– sobre el otro aporte a la diligencia: el Volkswagen Gol, inscripto como propiedad suya y cedido para el trasbordo en las inmediaciones del club de fútbol Guaraní, en el barrio Dos Bocas. Con tono petulante explicó que la intención fue evitar a la Policía.

En un pasaje breve, Roa también rememoró el día 8 de octubre, donde vigiló los movimientos de Amín. Instalándose –como otros miembros del grupo– en la plaza Italia sobre la avenida Ygatimí. Un espacio verde ubicado a un par de cuadras del colegio Cristo Rey. Él se sentía el financista del golpe, se sentía importante.

Arnaldo Cabrera no se quedó atrás con las sombrías anécdotas y se sumó a la charla. Con Martínez (Luis) estuvimos los días 4, 6, el 8 y 11 en esa plaza corroborando todos los datos que nos pasó el camillero. Los demás asintieron con la cabeza.

En otro rincón, Luis Martínez llamó a su novia. La voz de Nilda Beatriz contestó evitando pulsaciones reiteradas, ambos estaban enamorados. ¿Todo bien amor? Preguntó ella. Todo marcha bien amor, dijo él con la voz firme y demostrando seguridad. Luis continuó la conversación recordándole que todo lo hacía por el sueño que tenían: construir un salón de belleza, donde –además de peluquera- administraría el negocio. Nilda conocía, desde el principio, lo que haría su pareja y por la misma sed de codicia decidió callar.

EL PERTURBADOR REPIQUE DE TELÉFONO

9:00, martes 12 de octubre. Llegaría el momento de comenzar las negociaciones tras quince horas de desaparición y desesperación de la familia Riquelme. Luis Fernández y Óscar Báez Benítez, el camillero y tío pote, asumieron como cabecilla y segundo al mando, respectivamente.

Tío pote sería el negociador, no hay forma que su voz sea reconocida por los padres de Amín. La llamada se realizó a la casa y las instrucciones fueron precisas: tenemos a Amín, esto es un secuestro y queremos un millón de dólares para liberarlo. Tienen un plazo de 24 horas para juntar la plata, nosotros le llamaremos de nuevo. Nada de prensa, Fiscalía y Policía si lo quieren vivo, concluyó. Las pulsaciones continuas de la finalización de la llamada confirmaron el temor de la familia.

La angustia desde el momento de la desaparición de Amín tenía un fundamento. Fue secuestrado. La mirada fija y penetrante de Pedro a su esposa, Yamili, eran seguidas de un llanto profundo, desde el alma. Su pequeño era –esta vez– la víctima de una banda de criminales que solo quería dinero a costa del dolor.

Desde ese momento hasta el mediodía las horas parecían interminables, cada segundo era una hora.

La Policía y la Fiscalía montaron disimuladamente una oficina en la casa para seguir las conversaciones. La prensa hizo lo propio frente a la casa, la familia se sentía fustigada por el asedio.

Al mediodía, nuevamente el teléfono interrumpió el murmullo de todos en la casa. Pedro apresuró los pasos, levantó el tubo –y tras llevarlo al oído– una voz metálica le reclamó sus demandas. Pedro respondió que llegarían a ese monto, pero necesitaban una prueba de vida. Quería saber si Amín estaba bien, pese a las circunstancias. De nuevo la llamada finalizó y el inoportuno sonido monofónico destrozaría aún más la poca tranquilidad que les quedaba.

A las 15:30 una última llamada daba cuenta del último paso. Las negociaciones debían cerrarse y acordaron la entrega de la plata y la liberación del niño. Luego el negociador colgó. La Policía estaba desconcertada. Los pocos testimonios que recogieron en las inmediaciones del colegio no ayudaban a identificar de quiénes se trataba. La situación era crítica.

DÍA MIÉRCOLES 13

Era aún de madrugada. ¡¿Qué carajo hicieron?! Dijo Tío pote exasperado. El cuerpo de Amín yacía en la cama, no respondía. Su pecho dejó de trasmitir el impulso de respirar.

Luis Martínez y Julio Samudio miraban atónitos el cuerpo del pequeño. Uno de ellos tenía en la mano el trozo de tela impregnado con cloroformo. Le aplicaron otra dosis más del anestésico, como ya lo habían hecho en otras ocasiones. Algo salió mal, luego de ello ya no tuvo pulso.

Se miraron entre todos y comenzaron a culparse. Nadie entendía qué ocurría, el niño estaba muerto y esto no fue parte de un plan de contingencia. Martínez aplicó siete dosis del químico a la tela y no dejó que este se evapore. El gas quemó las vías respiratorias del pequeño dándole una muerte instantánea.

Un grito interrumpió la bataola de culpas. ¡Esperen! Dejen pensar, dijo el camillero con cierta furia. Acto seguido ordenó que las negociaciones continúen, pero debían deshacerse del cadáver. La frialdad de esa determinación solo demostró lo cruel e insaciable del propio tío de ese niño. El camillero pidió a Julio Samudio que utilice su automóvil para llevar el cuerpo a un lugar distante.

38 KILÓMETROS

Horas después, Julio estacionó su Fort Escort, de color celeste, dentro del motel. Con ayuda de Luis Martínez subieron el cuerpo de Amín al maletero, cabía apenas. En ese baúl instalaron una caja de sonidos, con potentes parlantes. Eso restaba lugar en ese habitáculo.

Debían abandonar el cuerpo en un sitio poco habitado. Fueron hasta el barrio Mora Cué, en la ciudad Luque. A unos 38 kilómetros por la ruta Acceso Sur. Iban escuchando la radio a un volumen muy alto, tal vez para acallar las voces de su conciencia, que le increpaban por el homicidio.

Aprovecharon la oscuridad de esas primeras horas del miércoles. Al llegar al lugar arrojaron el pequeño cuerpo de Amín a un descampado, le cubría las malezas y nada más. Los secuestradores subieron al vehículo y huyeron mirando a todos lados, cerciorándose que estaban solos.

A las 6:00, un campesino de la zona, todos los días tenía la obligación de caminar atravesando el terraplén en ese barrio. Su ganado debía pastar y su compromiso era el engorde de esas vacas que luego le redituaría en ganancias. Algo en su mente le ordenó mirar a un costado. El pequeño bosque, ¿qué podría haber aquí? Se preguntó a sí mismo. Algo no encajaba con la naturaleza, era un montículo de color blanco, resplandeciente. Se imponía entre las malezas.

El hombre de piel curtida y sombrero piri –concluyó con cierta precipitación– que se trataba de una mujer abusada. Pero algo le hizo dudar, movió el abundante cabello que ocultaba el rostro y miró detenidamente; ahí notó la inocente facción de un niño. Estaba vestido con ropa de escolar, había muerto. Quedó inmóvil, no entendía quién podía llegar al atroz acto de asesinar a un chico. Se reincorporó, secó algunas lágrimas de su rostro y fue presurosamente a la comisaría local.

En tanto en la casa segura, Luis Roa tomó el papel de negociador. Sin escrúpulos llamó de nuevo a la familia, exigiendo el pago del millón de dólares. Pedro seguía las instrucciones de las autoridades que le recomendaron una prueba de vida para llegar a un punto de acuerdo. Roa se percató que no llegaría a sacarle nada a la familia, y sin Amín el plan debía abortarse.

DOS MESES DESPUÉS

Noche del jueves 2 y madrugada del 3 de diciembre: ¡Policía! ¡Abra la puerta! El sueño de ser millonarios ya se había terminado anticipadamente, ahora se cerraría aquel ideal de continuar con sus vidas normales. La Policía siguió las conexiones telefónicas y obtuvo la confesión de Nidia, la peluquera y novia de Luis Martínez. Tras el análisis, nuevamente de su teléfono, todo el resto de la banda quedó al descubierto. Los agentes irrumpieron en varias casas en Asunción dando con más de la mitad del grupo.

La noticia sobre el liderazgo del camillero: Luis Giménez, tío político de Amín, desmembró más a la familia. Aún tenían la herida abierta tras recibir aquella confirmación de la muerte del niño de 10 años. Todos quedaron presos, nadie se salvó y comenzaron las delaciones desembocando en una marea de culpas. Pocos se arrepintieron, el resto mostró una monstruosa frialdad.

UN MARTILLO DE JUSTICIA

12 de abril del 2006. ¡Se los declara culpables! Unánime y ensordecedor para aquellos asesinos, pensaban varios en la sala de aquel tribunal. Luis Giménez, Óscar Báez, Julio Samudio, Luis Roa y Óscar Galeano fueron condenados a 25 años de prisión. Myrian Riquelme, Arnaldo Cabrera y Cynthia Rolón compurgarán 24 años de cárcel, ordenaba irrestricto aquel juez. Luis Martínez deberá cumplir 23 años en prisión y Nilda Colmán será recluida 9 años en el penal de mujeres, la única libre en estos días.

Aquellos jueces entendieron la crueldad y sumaron medidas de seguridad. Giménez y Báez: diez años más de cárcel, Ferreira: siete años, Samudio: 5 años y Galeano: 2 años. Ello se sumará apenas compurguen las penas.

El tío secuestrador y su grupo quedaron desarticulados, al igual que la vida de su sobrino. Solo en su distorsionada mente hubo un perfecto plan, el plan de un criminal de sangre.


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