Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Recuerdo que alguna vez, una de mis amadísimas nietas, Agustina (16), me preguntó el significado de la palabra “pandemia”. Con ayuda del diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, le respondí que es una “enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región”. Cuando promediaban los años ’60, en el siglo pasado, la misma explicación recibí del doctor Óscar Pérgola, cuando cursaba anatomía, en el tercer año de la secundaria en el Instituto San Román, en el Bajo Belgrano, mi pueblo natal en Buenos Aires, unos 1.260 km al sur de mi querida Asunción. Hoy, sé que a mi respuesta, Agus, nieta amadísima, hubiera sido necesario agregar otras. Desde diciembre del 2019, cuando SARS-CoV-2 irrumpió en la Aldea Global, pasaron 18 meses. Un año y medio. Tal vez –en términos de tiempo– no sea demasiado. La ciencia suele afirmar que la Tierra, el planeta donde habitamos, tiene 4,543 miles de millones de años. ¿Cómo imaginar ese número? ¿Cuál es la significación de esa cifra que percibo inasible? No lo tengo claro. Sin embargo, esos últimos 548 días, para el pensamiento de muchas y muchos, significan poco menos de 200 millones de contagios, cerca de 4 millones de muertes, tristeza, pauperización, desempleo, codicia, angustia, insensibilidad. También podría ser sinónimo de tragedia. O, por qué no, podría decir que es una mierda. Eso, además, significa pandemia.

LAS PALABRAS TIENEN VIDA

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

Las palabras tienen vida a partir de quienes las pronuncian. No son pocas las oportunidades en las que pienso que los diccionarios son imprescindibles, pero poco atractivos. Muchos y muchas son los que desconocen el peso específico de cada palabra, que no vale siempre lo mismo. Justamente por ello, los diccionarios me encantan. Los disfruto. Desde muchas décadas, me pregunto quiénes y cómo son los y las que los hacen. Imagino que son serios, serias, pensantes, descriptivos, descriptivas, enigmáticas y enigmáticos. Sin dudas, geniales porque, por si fuera poco, nos aportan el significado que ellos y ellas le asignan a cada palabra. Sin ese dato, sería imposible saber de qué habla quién habla o, más aún, qué decimos cuando decimos lo que decimos. No sería posible expresarnos sin el previo trabajo de ellas y ellos. Para que quede claro. ¿Será posible decir, te quiero, si no existiera la palabra querer y/o desconociéramos qué significa? Flaco problema hubiera tenido Romeo, cuando conoció a Julieta, de no saber el significado de cada palabra. Deslumbrado por la belleza adolescente de aquella joven, interrogó a sus sentidos: “-¿Supe qué es amor? Ojos, desmentidlo, pues nunca hasta ahora la belleza he visto?” Probablemente no. Relevante, la tarea de los hacedores y hacedoras de diccionarios, por cierto. Aunque, en algunas ocasiones, pienso que sus explicaciones son insuficientes. Las y los autores de diccionarios son cuidadosas, cuidadosos, prudentes, precisas y precisos. Tal vez, a esas listas de palabras, a esos lexicones, se podrían incorporar los sentires, de cada vocablo o las groserías. Pandemia, por ejemplo, también podría significar esperanza, oportunidad, experiencia, solidaridad, cuidados. ¿Por qué no? Rara cosa las palabras y su uso. Bar. A doña Erlinda, mi madre, no le gustaba siquiera escucharla. “Ahí solo van los vagos y la gente de avería”, sostenía y agregaba: “Las personas que trabajan no pueden perder el tiempo en esos lugares”. Menudo disgusto le habré dado, donde se encuentre, si me escuchó implorar a voz en cuello –junto con Sabina- para “que no te cierren el bar de la esquina”. La palabra Pub tuvo mejor suerte. ¿Será porque se lo define como un “local público, de diseño cuidado, donde se sirven bebidas y se escucha música”? Complejo saberlo.

“CAMBIA, TODO CAMBIA”

Las palabras cambian. Los significados cambian. Las prácticas sociales cambian. “Cambia, todo cambia…”, canta Mercedes Sosa como nadie. ¿Cambian con el tiempo o antes que el mismísimo tiempo cambie? Es una tan enorme como atrapante duda que llevo conmigo desde aquella inigualable visita que, en Madrid, realicé al edificio de las Cariátides, en el 49 de la calle de Alcalá, donde desde el 2006, se encuentra el Instituto Cervantes. ¡Increíble! Como periodista, me sentía en el salón de insumos y herramientas. Lo mismo sentí, aunque –vaya a saber por qué- cuando dos días más tarde, en el 4 de la calle Felipe IV, me interné en los pasillos y escaleras de la Real Academia Española. De los dos lugares me fui con la profunda convicción de que, en ambos, residen o se ocultan todos los vocablos, las voces, las expresiones que son, finalmente, algunas de las formas como se puede pronunciar la palabra, palabra que, generalmente, está dotada de un significado. Dieciocho meses pasaron desde el inicio de la pandemia. Una buena parte de ese lapso de tiempo, transcurrió sin vacunas. En el hoy, en amplias zonas de la Aldea Global, a pesar de ello, nada ha cambiado. Avaricia y codicia operan para que sólo unos pocos países tengan el antídoto al alcance de la mano. Argentina, más de 42 mil fallecimientos; Paraguay, supera los 12 mil; Uruguay, por encima de los 5 mil; Brasil, cerca de 520 mil. Contundente y funesto. Nuestro Mercosur enlutado. Hasta ahora, poco más de 579 mil hermanas y hermanos mercosureños no podrán saber qué bloque regional emergerá cuando esa pospandemia con la que líderes y lideresas de la nada nos interpelan sin descanso, finalmente, llegue y, desgraciadamente, la estadística nos haga saber que aquel número apabullante, será más alto. No saben qué hacer. Desde el comienzo, pero ellas y ellos, no dejan de hablar. De vomitar palabras hediondas que huelen a nada o a más de lo mismo, desde varias décadas. Los malos humores sociales crecen y crecerán. Nada hacen para impedirlo. Esta desgracia es transversal. Aunque procuren ocultar sus efectos pauperizantes con estimaciones econométricas que pretenden ser estimulantes porque “ya comenzamos a crecer” o, con la irrazonable disputa de la Copa América entre cadáveres, mañana con el sol –que seguirá siendo el “poncho de los pobres”- solo sentiremos la triste congoja por las y los que la pandemia se llevó y, tal vez, por un tiempo, hasta nos incomode seguir aquí. Ese será también el momento en que “sabiondos y suicidas”, como escribió Enrique Santos Discépolo, vuelvan insensiblemente a los números y a los pronósticos para decirnos que nos va bien. Necios. “La palabra distingue al hombre de los otros animales”, leí en una de las salas de lectura que visité en Madrid. La definición, claramente, no se ajusta a la realidad que exudan muchas y muchos de quienes impunes se sienten dueños del poder y presumen estar de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Amartya Sen (87), economista indio que en 1998 recibió el Premio Nobel de su disciplina y, éste año, el Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, en 1992, escribió un breve texto que dice mucho desde su título, “La vida y la muerte como indicadores económicos”. Leerlo permite saber que no nos va bien y que nos mienten. “A la economía no le conciernen solo la renta y la riqueza, sino también el modo de emplear los recursos como medios para lograr fines valiosos, entre ellos la promoción y el disfrute de vidas largas y dignas. Pero si el éxito económico de una nación se juzga sólo por su renta y por otros indicadores tradicionales de la opulencia y de la salud financiera, como se hace tan a menudo, se deja entonces de lado el importante objetivo de conseguir el bienestar.

CRITERIOS DE ÉXITO

Los criterios más convencionales de éxito económico se pueden mejorar incluyendo evaluaciones de la capacidad de una nación o una región para alargar la vida de sus habitantes y elevar su calidad”, sostiene Amartya Sen con quien dialogué en el 2013, cuando visitó la Argentina.

Ese hombre de aspecto frágil, con voz de tono muy bajo, apenas audible aunque clara, me dijo “nunca hubo en el mundo tanta prosperidad como hoy” pero agregó, “sin embargo, todavía hay bolsones de pobreza, de desnutrición y el hambre avanza igual que algunas enfermedades curables que son endémicas. Miles de muertes, son evitables. Por eso es que muchos países con producto nacional bruto (PNB) per cápita muchísimo más alto que el de otro puede tener, sin embargo, una esperanza de vida muy bajo. Esos datos, de la mortandad son los que hacen posible analizar críticamente las políticas económicas que aplican”. Me sacudieron sus respuestas y, mucho más, la cálida humildad que, como práctica social, evidenciaba en cada una de sus expresiones. En el inicio del texto ya mencionado, Sen da cuenta de un poema cuya autoría adjudica a J.B.S. Haldane, escribió un poema llamado “El cáncer es una cosa extraña. La pobreza, no es menos extraña” que dice así: “A las personas no se les debe permitir llegar a ser tan pobres como para ofender o causar dolor a la sociedad. No es tanto la miseria o los sufrimientos de los pobres, sino la incomodidad y el costo para la comunidad lo que resulta crucial para esta concepción de la pobreza. La pobreza es un problema en la medida en que los bajos ingresos crean problemas para quienes no son pobres. Vivir en la pobreza puede ser triste, pero ‘ofender o causar dolor a la sociedad’ creando ‘problemas a quienes no son pobres’, es, al parecer, la verdadera tragedia”. Es difícil reducir más a los seres humanos a la categoría de ‘medios’ [para alcanzar fines]. Con mirada crítica Amartya Sen agrega que el primer requisito para conceptuar la pobreza es tener un criterio que permita definir quién debe estar en el centro de nuestro interés. Especificar algunas “normas de consumo” o una “línea de pobreza” puede abrir parte de la tarea: los pobres son aquellos cuyos niveles de consumo caen por debajo de estas normas, o cuyos ingresos están por debajo de esa línea. Pero esto lleva a otra pregunta: ¿el concepto de pobreza debe relacionarse con los intereses de: 1) solo los pobres; 2) solo los que no son pobres, o 3) tanto unos como otros?

Dejanos tu comentario