Por Bea Bosio, beabosio@aol.com

La avioneta estaba aproximadamente a unos tres mil pies de altura sobre el Amazonas cuando el único motor que la propelía de pronto se detuvo en un silencio aterrador. Antonio sintió entonces que se le disparaba el corazón, e intentó mantener la cabeza fría: tenía poco tiempo para idear un plan de aterrizaje forzoso y muy pocas chances a su favor. Empezando con lo inflamable de la carga que llevaba a cuestas: 605 litros de diésel para reabastecer a una mina remota, en medio de la vegetación.

“Mayday, Mayday, Mayday. Papá, Tango, India, Romeo, Julieta está cayendo”, alcanzó a decir por radio.

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Era el 28 de enero del 2021, y eso fue lo último que se oyó.

Minutos más tarde, el espesor de la selva lo tragó en el verde rabioso de sus fauces y fueron varios golpes de rama y follaje hasta llegar al suelo y asimilar que había sobrevivido. Buscó entre los escombros lo que pudo: un cuchillo, una linterna, unos encendedores y el celular que ya apenas tenía batería y como pudo, salió del avión momentos antes que todo ardiera en medio de una explosión.

Aturdido, se sentó un momento a la sombra de un árbol cercano y observó su cuerpo. ¡Estaba intacto! Recién entonces brotó un sollozo de desespero, y a la vez de gratitud con Dios. Elevó la vista al cielo entre los árboles rotos y decidió que esperaría en ese mismo sitio a que lo rescataran. Ahí estaban las secuelas del accidente y ahí lo irían a encontrar.

“Estoy aquí!”, gritó feliz al día siguiente cuando oyó que sobrevolaban el área los rescatistas. Pero los vio alejarse y se angustió. Movió los brazos, agitando el cuerpo con todas sus fuerzas “¡Auxilio! ¡Aquí estoy!”.

Pero la frustración y el terror se apoderaron de su espíritu todas las veces que los escuchó sobrevolar la región y perderse entre el espesor de las copas.

– “No voy a morir aquí”, pensó al octavo día de esperar en vano, mientras que lo invadía una sombría certeza: La única manera de salir con vida sería marcharse a buscar alguna pista de civilización. Con lo último que le quedaba de batería, pudo observar su ubicación. El río Paru quedaba como a treinta kilómetros de ese sitio. Era el lugar más cercano donde sabía que había una población. Y sin perder más el tiempo, se echó a andar.

El plan sería caminar de día, rumbo al Este, utilizando la orientación del sol. Poco sabía Antonio de la selva, pero alguna vez había hecho un curso de supervivencia en uno de sus trabajos como aviador. Ahí aprendió que era mejor abstenerse de dormir cerca de los cursos de agua, porque al caer la noche bajaban los animales –y los predadores– a beber.

Acampaba entonces apartado –preferentemente en altura– lejos de los jaguares, las anacondas y los yacarés.

Por días avanzó entre pantanos y matorrales, deteniéndose solo al anochecer. Con ramas y palmeras construía refugios para cobijarse de las lluvias, y muchas veces fue invadido por manadas de monos que destruían su refugio como un acto territorial. Al principio les temía, pero luego los empezó a observar y decidió que los frutos que comían ellos eran los que él también podría comer.

– “No voy a morir aquí”, volvía a repetirse cada vez que el hambre hacía estragos con su cuerpo y sentía que sus fuerzas empezaban a desfallecer.

En esos días conversó con el más profundo de sus silencios, conoció sus miedos más oscuros y también la fuerza que habitaba en su interior. A las cuatro semanas su cuerpo ya estaba al límite, con mareos, calambres y pérdidas de visión. Al punto que cuando oyó el ruido de aquella motosierra, pensó que era producto de su imaginación. Pero detuvo el paso y agudizó los oídos:

¡AHÍ ESTABA OTRA VEZ!

El corazón se le llenó de júbilo y empezó a avanzar hacia el sonido, pero de pronto la motosierra paró y ya no la volvió a oír. Era tarde.

“Dios haz que mañana oiga la motosierra otra vez, rezó antes de tenderse en el suelo para intentar descansar.

Al día siguiente el ruido lo despertó y Antonio reunió las últimas fuerzas que le quedaban para atravesar un pantano y un río. Con los pies ampollados, mojado y tiritando de frío, de pronto llegó a un claro y por fin vio a un hombre que lo miró pasmado, como si fuera una aparición.

– ¡Hermano! –exclamó Antonio acercándose a él emocionado– ¡estoy salvado! sollozó con el último aliento que le quedaba en la voz.

Era el 6 de marzo del 2021. 36 días después de caer en la selva y 25 kilos más abajo.

Mirian, que lideraba el grupo de recolectores de castañas, lo cuidó mientras llegaban los rescatistas y le contó que llevaban tres años sin adentrarse tan profundamente a esa zona. Pero la pandemia se había llevado a su marido, y las deudas acumuladas le obligaron a organizar la expedición.

– “Una vida se pierde y otra se salva”, fue la conclusión de la matriarca, mientras lo entregaba a los policías que aguardaban en el helicóptero para trasladarlo de regreso. “Tal vez esa era la voluntad de Dios”.

*La historia del piloto brasileño de 36 años dio la vuelta al mundo y conmocionó al Brasil, que celebró jubiloso una buena noticia entre tantas malas en medio de los azotes del covid.

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