-Vamos a tener que llamar al cura –dijeron– ya no hay nada que hacer.

Y el doctor Restrepo sintió la angustia de lo inevitable. El yugo del destino oprimiendo su piel. No podía hablar, pero los oía. Tantas veces había asistido a los otros y ahora, en cambio, ya nada había que hacer por él. La última opción para intentar salvarlo era una operación que augu­raba la muerte casi segura con un porcentaje mínimo de sobrevivir. Si soportaba la intervención, serían varios meses en terapia intensiva para quedar con el cuerpo maltrecho de por vida.

Aunque era joven, el doc­tor estaba agotado. Tenía 33 años, pero desde los 12 padecía esta enfermedad que lo estaba matando. Un látigo autoinmune que fue desencadenando en lupus, daño renal, artritis reuma­toidea y atrofia muscular. Y, para colmo, tenía el esó­fago perforado, y aquello le había ocasionado una infec­ción cerca del corazón.

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Ya no tenía fuerzas para nada. Se había cansado de luchar.

Hacía mucho había perdido la noción del tiempo. Lle­vaba nueve meses eternos en aquel hospital. Dormitó un poco luego de oír aquello del cura y cuando despertó vio al sacerdote en pleno proceso de unción: ¿Cuántas horas-días-habían pasado?

“Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el señor con la gracia del Espíritu Santo…”.

Alguien soltó un sollozo y a él también le dieron ganas de llorar. Sus colegas y amigos estaban en torno a su lecho en esa suerte de despedida pre­matura. Era demasiado joven para dejar el mundo, pero ya no había nada que lo pudiera salvar. Deseó con todas sus fuerzas tener la fe de ese hogar católico donde había crecido. Pedir un milagro. Saber rezar. Pero en algún momento se había desape­gado del pensamiento mágico cuando abrazó el científico en la universidad y, aunque todavía se llamaba católico, llevaba años sin cumplir los ritos de la religión.

Sabía exactamente las compli­caciones de su cuadro médico. Lo suyo era irreversible. Y no poseía las herramientas para abrazarse a la fe y confiar... ¿Cómo se hacía para invocar a alguien? ¿A quién se podía implorar piedad? Y en medio de esa frustración enorme, de pronto y sin aviso le vino a la mente la imagen de La Madre Laura. Aquella mon­jita milagrosa cuya historia apenas conocía, pero de quien había oído hablar. La misio­nera antioqueña de la selva colombiana, que por aquel entonces ya era beata. Con­fundido por estar pensando en ella, y compungido –por no saber nada más– se animó a dirigirse a ella apelando a su fe de niño, con todas las fuer­zas de su corazón.

“Madre Laura, dicen que usted es milagrosa, y si me saca de estas yo me encargo de contarle al mundo su mila­gro para que le eleven a los altares de la santidad…”.

Apenas pudo terminar su pedido y con eso se entregó a lo que tuviera que pasar. Al instante cayó dormido, arru­llado por una profunda paz. Era una noche de enero del 2005, y llevaba años depen­diendo de somníferos para dormir, pero esa vez no nece­sitó nada y pudo descansar.

Al día siguiente despertó con una extraña sensación de bienestar.

Había cesado la fiebre que le quemaba las sienes la noche anterior y apenas sentía dolor. Parpadeó un par de veces asombrado y se incorporó en la cama, moviendo las manos, los pies y vio alucinado cómo todo su cuerpo empezaba a responder. Llamó a la enfer­mera para que observara lo que estaba sucediendo, y ella asustada tampoco lo podía creer. Convocaron enton­ces a la junta médica que lo asistía y conocía perfecta­mente su situación.

Consternados, sus docto­res lo revisaron y ordena­ron una nueva endoscopía. El orificio del esófago estaba más chico y a los 15 días de observación estupefacta, el agujero desapareció.

-Lo que pasó aquí es un… un… – intentó trastabillar el gastron­terólogo incrédulo, sin ani­marse a completar la oración.

-Un milagro –dijo el doc­tor Restrepo sonriendo y sintió que se le llenaba de gozo el corazón.

Al mes llegó el alta hospi­talar y el doctor salió cami­nando ante la mirada ató­nita de todos los presentes. Dos meses después, estaba de nuevo en perfecta salud ejerciendo su profesión de anestesiólogo y experto en medicina del dolor. Ahora le tocaba cumplir su parte del pacto que había prometido a la Madre Laura en medio del desespero: primero fue a visitar a las monjas de su con­gregación para contarles lo que había pasado y luego viajó hasta Roma y pidió una cita con los médicos del comité científico que estudiaban los testimonios milagrosos de sanación.

Hablaron en términos de ciencia. Recorrieron el histo­rial médico del doctor. Inter­cambiaron un largo juego de preguntas y respuestas. La prueba era abrumadora y contundente. Estaba ahí. Parado frente a ellos en per­fecta salud, jurando que su curación no tenía sustento en la medicina, sino en la fe.

Y un 12 de mayo, 2013 años después de Cristo, la Madre Laura Montoya se converti­ría en la primera santa colom­biana gracias al testimonio del doctor. Perpetuando así un legado milenario del poder de la fe y de la esperanza en la resurrección.

* Hasta el día de hoy, el doc­tor lleva la imagen de la santa como fondo de pan­talla de su iphone y carga sus estampitas en la bille­tera, que reparte a quienes quieran recibirlas, mientras ejerce su profesión en la Clí­nica de las Américas y en el hospital Pablo Tobon Uribe en la ciudad de Medellín.

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