Por Óscar Lovera Vera, periodista

Él tenía once años cuando acompañó a su padre a una tarde en el autódromo de Capiatá, la pasaron bien hasta que la salida, al terminar el evento, se tornó un infierno.

El polvo se notaba menos en el ambiente, era seco y muy caluroso. De a poco las máquinas regularon la intensidad de sus motores, era el momento de ir apagando el rugir de las cilindradas en aquel domingo 24 de setiembre del 2006.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

El sol que estuvo a pleno se encontraba en despedida, el ocaso tímidamente ordenaba al público enfilarse a la salida del autódromo Aratiri en la ciudad de Capiatá.

Los fanáticos de este deporte salieron extasiados después de una prueba más de clasificación para el Transchaco Rally, algo normal en esa época del año.

El aroma a chipa y birra se mezclaban con el aceite y el calor automotor. El barro alrededor de las suelas de los zapatos y algunas botamangas completaba el fin de aquella intensa jornada. Para muchos no había mejor sentimiento que ese.

Víctor Raúl Espínola Mendoza era uno de esos tantos fanáticos, fue con su primo Mauro Aguilera y su hijo Víctor Rafael, tenía once años.

Eran las 19:00 cuando alcanzó a ver su reloj Casio, de malla negra y luz naranja. Se convenció, más que nunca, que ese era el momento de volver a casa. Subieron al viejo Mercedes Benz 300D del 85, era de veinte años, pero musculoso y leal. Brillaba en él aquella pintura azul, Víctor le tenía un cariño especial a ese recio diesel alemán.

A la familia le esperaba un largo camino hasta su casa en la ciudad de Lambaré, desde el kilómetro 16 de la ruta Mariscal Estigarribia. Víctor encendió la radio e hizo desfilar la aguja para corregir la interferencia en la frecuencia modulada, quería algo de música para relajarse. Sabía que la espera sería tortuosa al ver la larga fila de automóviles frente a él. Finalmente la estación elegida fue una que rememoraba sus momentos de fiesta con amigos, algo de rock de la vieja escuela. Su primo lo miró y solo sonrió complotándose con el gusto musical. Su hijo se acomodó en el asiento trasero, sentía confortable el cuero en su piel y de a poco el sueño atinaba a someterlo.

El tiempo transcurrió con mucha lentitud, tal como lo tenía previsto. Víctor simulaba tocar la batería con los dedos sobre el volante. El compás uno-dos-uno-dos al ritmo de la música en ese instante. Para ese momento ya alcanzaba a ver la ruta principal, solo faltaban unas pocas luces rojas de freno en cesar y tenía el acceso libre. Pero algo azotó su automóvil. Intempestivamente su tranquilidad abruptamente tuvo un corte, la música en su cabeza dejó de sonar y solo intentaba comprender qué había ocurrido.

Solo tuvo que ladear un poco la cabeza para darse cuenta de que un blanco automóvil Volkswagen Gol lo golpeó.

En cuestión de segundos el ambiente cambió de calmo a muy tenso. Los dos conductores discutieron sin cesar, insultos y desafíos a golpes se cruzaron de un asiento a otro. Los gritos despertaron al chico que no paraba de insistir a su padre con una explicación sobre sus gritos. El hombre solo atinaba a tranquilizarlo diciéndole que no se preocupe, que todo estaba bien. Lo que Víctor Raúl no sabía era que el otro conductor estaba armado.

Tras el volante de ese Gol estaba el suboficial Rosalino Solís Aranda, un miembro del Regimiento Escolta Presidencial. Un hombre entrenado en la protección de dignatarios y otras disciplinas, un militar de carrera. Ese día estaba de franco y fue a disfrutar al igual que otros del certamen automovilístico.

LA PAZ DURÓ UNOS SEGUNDOS

Para el momento en que Víctor abandonó el mando de su Mercedes, y el militar el suyo, los otros conductores tuvieron que sumarse a la discusión intentando apaciguar. Sabían que si no lo hacían el tráfico en la salida del autódromo empeoraría.

Era muy tarde, Rosalino –ofuscado– no entendía de razones y advertía que lo pondría a su lugar.

Unos minutos de silencio gobernaron el endemoniado momento, Víctor se regresó a su vehículo y el militar hizo lo mismo. Todos en ese sitio imaginaron que finalmente el derroche de testosterona concluyó irreverente y de manera absurda, pero necesaria.

El corte de esa paz fue aún más abrupto. Rosalino solo entró a su auto para sacar una pistola de calibre 9 milímetros. La sostuvo con la mano derecha y luego, con firmeza, extendió el brazo apuntando directamente al vehículo de Víctor.

El acto seguido a ello fueron cuatro detonaciones, una seguida de otra. Los disparos determinaron todo lo que ocurriría a continuación.

Víctor giró rápido y escuchó el quejido de su primo, él recibió un disparo. Por instinto miró cómo estaba su pequeño hijo. El niño estaba envuelto en sangre, su cuerpo a un costado sobre el asiento. Pálido y sin responder.

ROSALINO, COBARDE EN SU ACCIÓN, SUBIÓ A SU VEHÍCULO Y ESCAPÓ.

El instante en que Víctor Raúl se percató de que su hijo estaba malherido se hizo eterno. La bala que traspasó a su pequeño no tardó en ocasionarle la muerte. Víctor Rafael falleció en ese mismo lugar.

La Policía sitió el lugar después de un buen tiempo. Los agentes de Criminalística colocaron reflectores apuntando al vehículo donde estaba el cuerpo del niño.

Carlos Brítez, uno de los agentes de la sección forense, tomó su guante de látex blanco y observó detalladamente cada perforación en la chapa que envolvía a la puerta del conductor. Puso especial atención en uno de ellos, era el primero contando de arriba para abajo, explicó a su compañero.

–Fíjate en la perforación, acá. Teniendo en cuenta que el niño estaba sentado en la parte de atrás del acompañante. El disparo que lo mató ingresó por la parte izquierda –dijo Brítez a su compañero que todo asentía con un corto pero preciso “aha…”.

–Mirá esto. Luego de atravesar el vidrio, la bala ingresó por la cara anterosuperior del brazo, es decir, por debajo del hombro y continuó la trayectoria con dirección al tórax para escapar del cuerpo a través del pecho. El balazo causó serios daños en órganos como corazón y pulmón, y eso fue lo que aceleró el deceso del niño –concluyó Carlos. El disparo mortal fue el primero que ejecutó el temerario militar.

SE ENTREGÓ EN SU BASE

Era desgarrador. Víctor no podía controlar su desconsuelo, lloraba sin contención y sus gritos contagiaban la impotencia. Fue poco antes de la medianoche de aquel domingo que sus súplicas de justicia fueron filmadas por varios canales, su dolor fotografiado por los reporteros y en poco tiempo el país acompañó su dolor. De Rosalino nada sabían. Ninguna pista avistó la Policía sino hasta horas después. Más de uno despertó suspicacias en contra de los investigadores, la familia estimaba un encubrimiento.

Solo un mes antes un episodio similar ocupó la cabecera de los periódicos. El 11 de agosto, algunos militares empapados en soberbia y alcohol dispararon sus armas apuntando al cielo sobre la casa presidencial, en Mburuvicha Róga. La Policía, vecina de aquel recinto, reaccionó ante el escándalo y los arrestaron. Poco después una orden de verde olivo los rescató, con mayor prepotencia aún. Todos eran de la Escolta Presidencial, la misma unidad a la que Rosalino pertenece.

23:45 del domingo 24 de setiembre. Rosalino Solís se presentó ante su superior, llevando la mano a la visera, golpeó al mismo tiempo el talón. Lo miró fijamente al oficial de mayor rango, este ya sabía lo que había pasado. Ambos comprendían que todo terminó. En ese mismo instante llevó la mano a la cintura y sosteniendo solo la cacha de polímero de su arma la entregó al mismo de superior de rango. El Regimiento Escolta fue su hogar, ahora su prisión.

“NO SABÍA QUE ESTABA AHÍ”

Sus manos sudaban, estaban frías y encalladas. El metal de las esposas rodeaban sus muñecas, vestía una remera de color negro y unos jeans. Rosalino fue presentado ante el fiscal que tomaría su caso. Frente a él, sobre un escritorio de metal, descansaba una prueba de alcoholemia que le practicaron. El tirador estuvo ebrio al momento de matar.

En un primer momento evaluó mantener el silencio, caviló unos minutos y abrió la boca con lentitud. El fiscal lo miró con detenimiento y le reiteró la pregunta:

–Rosalino Solís, ¿podría usted relatar qué ocurrió en el kilómetro 16, frente al Autódromo Aratiri?

–Junto a mi familia participé de una maratón por “el día del sordomudo” sobre la calle Palma en Asunción, tengo una hija con esa discapacidad. Luego volví a casa para almorzar. Después de allí fui a la ciudad de San Lorenzo y, cerca de las siete de la tarde, regresé a casa. Ahí fue que me encontré con el tráfico causado por el Aratiri. Después este señor se cruzó en frente mío y comenzó el problema. Si no fuera por él nada de esto hubiese pasado, su responsabilidad fue. Yo no sabía que ese nene estaba en el auto… –dijo Rosalino mientras jugaba con sus dedos y relataba su versión de lo que ocurrió. Para el fiscal fue difícil comprender cómo pudo culpar al padre de todo y volvió a preguntar:

–¿Por qué disparó tantas veces? –Esta vez el agente esperaba recibir una respuesta que atina a darle más claridad a la iracunda reacción de un hombre entrenado.

Rosalino guardó algo de silencio y luego mencionó que los disparos fueron de amedrentamiento.

–No sabía que el niño estaba ahí, doctor, yo solo disparé para amedrentarle. Le pido perdón a ese niño, pero a ese señor no, él tuvo la culpa de todo lo que pasó –una vez más insistió en su falta de culpa en el crimen.

VEINTIÚN MESES DESPUÉS

9:40 del 30 de julio del 2007. Frente al Palacio de Justicia del barrio Sajonia, una furgoneta para traslados de internos se estacionó. Tenía la inscripción: Penitenciaria Nacional, provenía del barrio Tacumbú. Pronto un guardia de aquel reclusorio abrió la puerta corrediza y ordenó a un reo que baje de él. Era Rosalino Silva y ese día conocería su sentencia luego de un año y nueve meses.

Una vez sentado frente a los jueces Elio Ovelar, Lourdes Cardozo y María Esther Fleitas, colocó ambas manos sobre el escritorio y acomodó el micrófono. A sus espaldas su vida estaba partida en dos. Su familia que lo lloraba a la izquierda y a la derecha la familia que lloraba a Víctor Rafael. Lograba distinguir la diferencia entre ambos sollozos.

–Solo quiero decir que me arrepiento de haber disparado contra ese niño y su padre, su señoría… –luego de soltar la última palabra bajó la cabeza y exhaló profundo.

Pero la decisión ya fue tomada. El militar fue condenado a 18 años de cárcel en el penal de varones del barrio Tacumbú. Aquel tribunal comprendió que pese al entrenamiento y la disciplina, aquel hombre actuó deliberadamente en el uso de su arma, con el agravante de su estado de ebriedad.

Etiquetas: #Trayecto mortal

Dejanos tu comentario