Las encuestas internacionales ubican al Paraguay como uno de los países más felices del mundo. De la mano de un historiador, buscamos la felicidad en las palabras y documentos, los hombres y hechos que marcaron al país y su historia.
- Por Aldo Torres, historiador Fundador del Centro de Investigaciones de Historia Social del Paraguay (CISHP)
- aldo.saeta@gmail.com
“Las autoridades […] nos dirán: ¿cuál es en el fondo la meta de vuestros esfuerzos, el motivo de vuestro trabajo, el objeto de vuestras esperanzas?, ¿no es la felicidad? Bueno, esa felicidad, permitidnos obrar y nosotros os la daremos.
No, caballeros, no les permitiremos hacerlo. Por conmovedor que pueda resultar un interés tan tierno, pedimos que la autoridad se mantenga dentro de sus límites. Que la autoridad se limite a ser justa; nosotros mismos nos ocuparemos de ser felices”. Benjamín Constant
Benjamín Constant (1767-1830) era un liberal muy desconfiado de la promesa de felicidad cuando salía de la boca de los políticos en el gobierno. Debería agregarse a ello las encuestas contemporáneas, que siempre ubican al Paraguay como uno de los países más felices del mundo.
EL SUPREMO Y LA FELICIDAD
Un personaje histórico paraguayo a quien no se asocia precisamente con la idea de felicidad fue el Dr. Gaspar Rodríguez de Francia. Sin embargo, en sus inicios en cargos de gobierno el concepto no le era ajeno.
Ya el 16 de mayo de 1811, a él, a Velazco y a Juan V. Zeballos le habían cedido el mando interino, mientras se elegían nuevas autoridades “atendiendo a la tranquilidad y felicidad de la Provincia” (ANA -SH vol. 213). Menos de un mes después, se removió y envió a prisión al antiguo gobernador. La razón era asegurar “la prosperidad de la Provincia y común felicidad de los naturales” (ANA-SH vol. 213).
En ese mismo acto también se había decidido suspender a los miembros del Cabildo de Asunción. El 12 de junio se exponía que el motivo era que “el Cabildo debió concentrar toda su atención en la felicidad general y en conservar ilesos los derechos de todos los ciudadanos” (ANA-SH vol. 214). Evidentemente, no lo había hecho.
El 17 de junio, en Asunción, durante el Congreso General de la Provincia, el Dr. Francia leía ante los asambleístas un discurso del cual extraemos algunas partes:
“Señores:… Hasta aquí hemos vivido humillados, abatidos, degradados y hechos el objeto de desprecio, por el orgullo y despotismo de los que nos mandaban […] los infelices paraguayos han padecido bastante en cerca de tres siglos […]
La Provincia del Paraguay […] se halla hoy en plena libertad para cuidar y disponer de sí misma y de su propia felicidad.
Nuevas luces se han adquirido y propagado, habiendo sido objeto de las meditaciones de los sabios y de la atención pública todo lo que está ligado al interés general y todo lo que puede contribuir a hacer a los hombres mejores y más felices.
Todos los hombres tienen una inclinación invencible a la solicitud de su felicidad y la formación de las sociedades y establecimiento de los gobiernos no han sido con otro objeto que el de conseguirla mediante la reunión de sus esfuerzos. Si cedieron de su natural independencia creando sus jefes y magistrados y sometiéndose a ellos fue por los fines de su propia felicidad […]” (ANA-SH vol. 213).
Este congreso fue el que instauró la Junta Superior Gubernativa, que estuvo integrada por Fulgencio Yegros, como presidente; el Dr. Francia, Pedro J. Caballero, Francisco Xavier Bogarín, en carácter de vocales, y Fernando de la Mora, en el rol de secretario. Quien mocionó la conformación de este gobierno con tales integrantes y cargos fue Mariano Antonio Molasii, considerado ideológicamente como un liberal.
El congreso aceptó todos los puntos planteados por Molas, incluso el séptimo, que decía: “Se previene que los oficios de presidente, vocales y secretario de la Junta de Gobierno no deberán ser vitalicios, ni durar por más tiempo que cincos años”.
La Junta Superior Gubernativa entró en el ejercicio del poder. Menos de un mes después produjo uno de los mejores documentos políticos del siglo XIX paraguayo, la nota del 20 de julio de 1811, dirigida a Buenos Aires.
LAS IDEAS TIENDEN A DESAPARECER...
El Paraguay estaba decidido a no perder su soberanía, pero la fórmula de confederación con Buenos Aires era aún la predominante. La felicidad tuvo un papel importante en el contenido. En efecto, en la misiva de la Junta a su par del Plata, la instaba a que “a fin de que uniéndose con los vínculos más estrechos é indisolubles que exige el interés general, se proceda a cimentar el edificio de la felicidad común, que es el de la libertad”.
Desde luego, las ideas tienen una rara afición por desaparecer cuando no se las protege. Tanto aquella de evitar los cargos de poder vitalicios como la de confederación, y la de felicidad para el pueblo poco a poco fueron diluyéndose a medida que el Dr. Francia se afianzaba en el mando. Ya en 1814, Francia era nombrado dictador, calidad que en paradójico carácter de perpetuo adquirió dos años después.
Asimismo, en una búsqueda rápida de las cartas y decretos del Dr. Francia, uno encuentra que él nunca habló tanto de la felicidad como en los albores del proceso de independencia. Habiéndose retirado de la Junta un par de veces, en una de ellas escribió a los miembros restantes que le dolía ver a la deriva la empresa patriótica que había ayudado a consolidar. Esa empresa tenía como finalidad –decía– la “libertad, […] lustre y felicidad” de la Provincia. Era agosto de 1811 (ANA-SH. Vol. 214).
Poco después, una de las últimas personas importantes que asoció al Dr. Francia con la idea de felicidad fue Pedro Juan Caballero, quien en una carta le pedía volver a integrarse a la Junta, recordándole que “la Provincia necesita más que nunca la cooperación de sus hijos para fijar su felicidad” (ANA-SH vol. 214). Lo que no había pedido Caballero era terminar sus días en una cárcel en 1821 bajo la dictadura francista.
A su vez, el Supremo solo volvió a referirse a la idea dos veces más en veintinueve años. La primera, en 1814, cuando agradeció las gestiones del subdelegado de Misiones, Juan Antonio Montiel, por el donativo de ganado vacuno y caballar de la región para el Estado, lo cual serviría para “socorrer a la patria para su felicidad general” (ANA-SH vol. 223).
La última, en 1831, cuando instó al delegado de Itapúa a que ayudara a los pueblos de Sta. María y Trinidad a “salir de la infelicidad y estado miserable en que se hallan” (ANA- SH. Vol. 241 n7). Había estado demasiado tiempo en el poder. De hecho, murió ejerciéndolo.
LOS LÓPEZ Y LA FELICIDAD
Por supuesto que el Dr. Francia tenía otros objetivos más acuciantes, como la mantención de la independencia del Paraguay, lo cual logró con gran efectividad y con muy pocos recursos. Además, a lo largo de la historia, sirvió de inspiración para no pocos políticos ávidos de atornillarse en el poder.
Sus sucesores, Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano, murieron siendo presidentes. Uno por la edad y el otro en guerra. En sus documentos, Carlos Antonio López prácticamente no usó la palabra felicidad en relación con la ciudadanía, aunque fue el primero que juró que “cuanto mejor pueda propenderé a la felicidad de la República”, tal como rezaba a partir de 1844 la fórmula protocolar para la asunción en el cargo.
El viejo López era un hombre duro, pero no hay que olvidar que su gobierno fue prolífico y moderno, sobre todo considerando la maquinaria rudimentaria que había heredado. Su lema era independencia o muerte. Francisco Solano cumpliría con esto al pie de la letra.
Con la nueva era pos Guerra contra la Triple Alianza, las cenizas no eran precisamente tierra fértil para sembrar la idea de felicidad. Eventualmente, sí continuó cosechándose la semilla de la dictadura. La idea de felicidad, tan asociada a la de libertad, por su parte, hacía tiempo se había olvidado por la más efectiva del orden. Con paz social, claro.
Benjamin Constant lo sabía bien. La felicidad no es cosa que los políticos puedan dar; pero tampoco deberían poder quitárnosla. Por ello, tal vez –no queremos prescribir nada– la ciudadanía paraguaya debería recuperar la felicidad como idea fuerza, como un principio del proyecto histórico común.
Ideas como esta deben estar protegidas institucionalmente de los políticos. Un país que viene perfilando el mundo desde el siglo XVIII la mantiene vigente desde su independencia, aunque muchas veces la haya olvidado también. Etcétera.