Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

La pandemia de SARS-COV-2 enluta a la aldea global. Más de 2 millones de personas muertas en soledad. Aisladas. Distanciadas. Más de 2 millones de tragedias. Más de 2 millones de familias de todo tipo destruidas. Poco más de 100 millones de infectadas e infectados. Millones de posiciones de trabajo destruidas. Pobrezas. Angustias. Aislamientos. Autoritarismos. Violaciones de los derechos humanos en nombre de la salud en peligro. Miedos. Estadísticas fraguadas. Negociados. Desolaciones. Repugna.

“Queremos expresar nuestra indignación –humana y evangélica– ante los últimos acontecimientos que están sucediendo en nuestra provincia que son de público conocimiento y una violación a los derechos humanos y ciudadanos”, expresaron en un documento revelador que hicieron público, quince curas católicos de cercanía con el pueblo de la provincia de Formosa, en Argentina. “Nos unimos a todos nuestros coprovincianos, que han sufrido la pérdida de un ser querido por el covid-19, así como aquellos que han sufrido represiones violentas por reclamar sus derechos”, añadieron los religiosos. “Vemos con mucha preocupación que se está construyendo una comunidad provincial basada en el desprecio al otro diferente, a su cultura, a su pensamiento, a su persona, a su dignidad humana, al manoseo y ocultamiento de la verdad, a la instauración del miedo”. Aterra.

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Conmociona y aturde el grave estado de indefensión de quienes padecen y son víctimas de posibles violaciones de los derechos humanos de un tal Gildo quien, como afirma un irónico colega periodista: “Parece gozar de un oscuro desprestigio”. Tiempo atrás, recordé, un ruvicha guaraní me contó de “los sufrimientos, los miedos y los espantos de los hermanos y hermanas qom, pilagás, wichis y hasta blancos en las tierras ancestrales de La Más Hermosa, donde el jefe Generoso, es un déspota, entre el Agua de la Corona de Plumas y el Pishqu Mayu, que viaja hasta aquí desde tierra aymara y coya”.

Me transmitió su angustia. Lo escuché con profunda atención. Hubo una confidencia final de ese querido líder del resiliente pueblo guaraní cuyo nombre prefiero no consignar para no ponerlo en peligro: “Algunas hermanas que trabajan en la casa de Generoso, cuentan que donde vive ese jefe desalmado, no hay espejos”. Avanzó el silencio. Creció la reflexión. Emergieron los interrogantes. Admito que incomprendí. Muchas de sus palabras me eran desconocidas. Por un sabio paraguayo, para nada encumbrado con el que consulté, supe que aquel ruvicha preocupado, al borde de la consternación, me habló de los padecimientos de quienes viven entre los ríos Paraguay y Pilcomayo. “Generoso –explicó con solidaria docencia– es el significado del nombre Gildo”. Sorpresa y contradicción. Advertí que los curas, en aquella carta estremecedora, denunciaron lo mismo.

Leer –según algunas amigas y amigos– es lo que más me atrae. Aunque no es tan así, nunca desmentiría a nadie de tan inusual “acusación” cercana a la verdad. Umberto Eco cuando sostiene que “el que no lee, a los 70 años, habrá vivido solo una vida”. Con recién estrenados 70, recuerdo que leo –y creo comprender– desde que tengo siete. La lectura, también, me enseñó la relevancia de la duda para encarar nuevas búsquedas. Nuevas vidas. “Leer alarga la vida [y es] una pequeña compensación por la falta de inmortalidad”, sentenció aquel veterano periodista y maestro de periodistas que, además, fue lingüista y académico en la Universidad de Bologna. Acuerdo con él, aún creyente como soy en una resurrección que imagino tan alegre como festiva.

En eso estaba, el viernes cerca de la medianoche, arrellanado en la vieja mecedora. En la copa de tubo refrescada, las finas burbujas de un Chandon Cuvée Réserve Pinot Noir del 2019, un maridaje excepcional con un 86% de uvas Pinot Noire y un 14% de Chardonnay que entrega un rosé inolvidable, era un acompañamiento difícil de superar. En ese contexto placentero, vaya a saber la razón –si es que la hubiere– Antonio Alberto de Pigafetta, un noble italiano nacido en Vicenza, caballero de la Orden de San Juan, explorador, geógrafo y cronista en tiempos renacentistas, se trepó a los pensamientos. Tipo interesante aquel colega de cinco siglos atrás. A sus observaciones y pluma debemos en texto estupendo: “Relación del primer viaje alrededor del mundo”, que concretó bajo la comandancia de dos enormes navegantes, como lo fueron Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, cuando antes que nadie unieron navegando los océanos Atlántico y Pacífico.

Sobre él, recordé, Isabel de Riquer, profesora emérita de Literatura Romántica Medieval de la Universidad de Barcelona, comentó con el diario La Vanguardia que había “leído muchos libros”, aunque advirtió que su deseo era el de “ir a ver cosas que le pudieran satisfacer” para trascender “a la posteridad”. Pero, caprichos de la vida y de la historia, su mayor trascendencia, su conocimiento popular más extendido, fue posible, en el siglo pasado, cuando Gabriel García Márquez, periodista hasta el último suspiro y Premio Nobel de Literatura en 1982, lo mencionó en el discurso que pronunció, en Oslo, Noruega, cuando recibió aquel galardón. La copa de tubo exigió más. “La soledad de América Latina”, es el título de aquel texto memorable que, cuando se conocen y analizan ciertos relatos actuales y se los contrasta con aquellos, se verifica que no ha perdido vigencia y, por qué no decirlo, aún duele.

Gabo destacó el rigor periodístico de Pigafetta. “Escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. […] Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen”. Por unos pocos segundos, con el dramático relato de aquel periodista situado, como nos lo proponen las nuevas tendencias narrativas del oficio, la confidencia final del ruvicha consternado sobre la nunca verificada falta de espejos en la casa de Generoso, el jefe desalmado, dijo presente.

Inmediatamente, volví a Gabo. La experiencia periodística –sumada a su enorme pituitaria– le indicó que, ante una audiencia mundial, debía producir sentido sobre las incomprensiones e imposiciones que la región percibe y siente, aún después de los tiempos independentistas y constitutivos de la Patria Grande. Reseña, historiza y advierte, Don Gabriel, que “la independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia”. Más adelante, después de mencionar las tropelías cometidas aquí, allá y acullá por tipejos con aspiraciones broncíneas como lo fueron “el general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, [y el] general García Moreno [que] gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto”, recuerda que “el general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador [en tiempos epidémicos en aquel bello país] hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina”.

Karl Marx –unos de los maestros de la duda– con precisión de cirujano sostiene que “la historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. ¿Se extinguieron aquellos monstruos indeseables que esclavizan, explotan y violentan a los pueblos como aquellos con los que ejemplificó García Márquez? La carta de los curas comprometidos, al igual que el relato angustiado del ruvicha guaraní me permiten sostener que no sólo nunca se extinguieron sino que gozan de buena salud. Aunque usted no lo crea y aunque haya quienes, tal vez, afectados en su psiquis por idiocía, crean, digan o repitan que las tragedias denunciadas son “un chiste” y de ninguna manera una posible violación sistemática de los derechos humanos que solo pueden ser violados por el Estado.

Quien quiere leer y releer que lea y relea. Quien quiera oír que oiga. Quien quiera reflexionar, con franqueza, sin engañarse y sin intentar engañar, que reflexione. Hasta entonces, eviten los espejos.

General Maximiliano Hernández Martínez: En El Salvador “hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia de escarlatina”, relata Gabriel García Márquez.

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