Ñasaindy, una mujer pai tavyterã que pierde a su compañero y que se queda, limitada por su única lengua, sin poder comunicarse en Suiza y en cuarentena por la pandemia global, es la protagonista de la nueva novela del periodista y escritor Julio Benegas, “La Cuarentena de Ñasaindy”.

Julio Benegas aborda un tema singular en plena pandemia global a tra­vés de una novela cuya pro­tagonista principal es una mujer de la parcialidad pai tavyterã y está ambientada en New York y en Suiza, ade­más de Paraguay. La novela, de 220 páginas, se desarro­lla en la extraña y nueva cir­cunstancia de la pandemia, por eso, es muy actual y, además, aborda el tema de la aceptación, del autodes­cubrimiento de la protago­nista, Ñasaindy, a través de la lengua, la palabra.

Julio Benegas Vidallet, docente, periodista y escritor. (foto Dani González)

Deso­lación, tristeza, problemas relacionados con el aisla­miento, con la depresión y, además, el mundo indígena, que es un drama histórico. Según Benegas, “Ese cruce del mundo indígena con la actualidad es equivalente a una realidad que avanza, que es la estructura depredadora del modelo de acumulación de hoy”. Los personajes de la obra están en cuarentena y es una realidad que nos involu­cra a todos en todas partes del mundo. “Eso es una nove­dad absoluta”, dice Bene­gas. “Es un primer registro mundial de esas caracterís­ticas, ni siquiera las guerras mundiales han construido un escenario tan complejo, tan completo y tan totali­zante como la pandemia. Entonces, yo también como sujeto envuelto en eso, tra­tando de entender y com­prender, de ver cómo salir, viendo cómo hacer las cosas, desde dónde pensar, desde dónde sentir, desde dónde sobrevivir, obviamente la novela está atravesada por ese momento, de la angustia, del no saber qué hacer, del vy’a’ŷ, de la tristeza profunda de no poder abrazarse”.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY

A CONTINUACIÓN REPRODUCIMOS UN FRAGMENTO DE LA NOVELA

“Lourdes quedó ahí congelada por esa imagen que en ese cuerpo le parecía una pertinaz lucha con­tra la agonía. Completamente desconcertada, su rostro se transfiguró en la misma perplejidad que le asaltó frente al edificio donde vivía al distinguir el cartel que decía ‘covid-19’, y luego, ya más cerca, otro con la inscripción: ‘Cerrado por covid-19’. De algún lugar de ese mundo de la perplejidad, le salió una voz lamentosa:

–Ñasaindy…

Pero Ñasaindy parecía no escuchar. Aumentó la voz lo más que pudo, sin llegar al grito, y se acercó len­tamente a ella. Los quejidos de Ñasaindy se escuchaban como salidos de todo su cuerpo.

–No, mamita, ¿qué hago mamita? –soltó en la desesperación. Corrió a la pieza para buscar el celular. Marcó el número del policía Gabriel y le pidió con urgencia una ambulancia.

–Vengan, rápido, por favor. Ñasaindy está a punto de morir.

–¿Quién es Ñasaindy, Lourdes?

–La señora con quien vivo ahora. Estamos en la casa de arriba, vengan. Te envío la ubicación por What­sApp. ¡Traigan un buen respirador, por favor!

–Sí, sí, sí, Lourdes. Iremos enseguida.

En ese ‘iremos en seguida’, Gabriel se sintió muy importante en la vida de alguien ‘especial’. Trasmitió la urgencia de Lourdes al personal médico que lo había acompañado el día anterior a clausurar el edi­ficio, casi con la misma voz de urgencia de Lourdes. El personal médico del lugar se movilizó con todo el equipamiento de películas de ciencia ficción para atender a su posible segundo paciente del poblado con coronavirus. Gabriel se adelantó en su móvil policial, pertrechado de alcohol en gel, tapabocas especiales y guantes de látex. En la guantera tenía un revólver que en sus cinco años de servicio no había necesitado usar ni siquiera para purear. En el camino pensó, apretándose la cabeza, que su próxima cita también podía estar infectada, o seguramente ya lo estaba.

–Es asmática, qué mala suerte la mía –sentenció.

Cuando Ñasaindy vio ese comité como de astronautas quiso oponerse a la intervención, pero ya a su pecho le faltaba aire. Cuando le ubicaron el respirador pareció descansar de su quejido agónico. La pri­mera intervención la hicieron en la casa, pero la tipa que dirigía el operativo ordenó trasladarla direc­tamente al hospital que habían equipado para los contagiados del virus.

–Pero hay que hacerle el estudio –arriesgó un tipo alto de cara y cuerpo ampulosos.

–No trajimos reactivos. Esta señora estuvo o está a punto de morir de asfixia. Si no es coronavirus, ¡aleluya!

Lourdes miraba todo ese operativo desde un lugar en el que se sentía completamente inútil y sospe­chosa. Con el cuerpo rejuntado, se apretaba en una de las esquinas de la sala como si fuese a enfrentar a un pelotón de fusilamiento. Pero nadie del equipo se dirigió a ella. Nadie preguntó nombre, cédula de identidad, estado de ánimo, ni le reprochó el hecho de tener la cara descubierta. Ella no existía en ese lugar salvo para el policía que mantenía una prudente distancia de ella y de la escena de urgencia. Aprovechando su inexistencia, se dirigió a hurtadillas al cuarto y se puso el tapabocas y el guante de látex, un poco por instinto de supervivencia y otro tanto para no sentir se tan por fuera de ese escenario de alto riesgo.

Antes de arrancar el vehículo, el camillero –hombre macizo, moreno, de pestañas tupidas y ojos negros– le preguntó a Lourdes, con un anotador en la mano, el nombre de la paciente.

-Ñasaindy –dijo.

–¿Qué?

–Ñasaindy. Es un nombre guaraní que significa ‘claro de luna’.

–Ah, claro de luna, ok, ok. ¿Puede escribirme?

–Claro, por supuesto.

–¿Apellido?

–No sé. No sé. Sorry.

–Bueno, bueno…

–Ah, casi me olvido, su nombre en alemán es Jana.

–Ah, ok, Jana. Tiene dos nombres al igual que mi padre.

–¿De dónde son ustedes?

–Somos kurdos, aunque yo ya nací acá. Bueno, nos vamos, la llevaremos a este hospital. Hágase la prueba –ordenó el paramédico pasándole la tarjeta con la dirección del hospital.

–¿Dónde? ¿Cómo hago el estudio?

–Le pediré a otro equipo que venga con el reactivo. No se mueva de la casa. ¿De dónde es usted?

–De Paraguay.

–Paraguay, Paraguay… ¡Ah, Chilavert!

–¡Sí…! Chilavert, Roa, Josefina, Teodolina, Flores, Barrios, Flecha… –respondió con cara de fastidio.

–Ah, ok, ok. Desinfecte la casa. Bye.

–Bye.

Al rato de retirarse la ambulancia, Gabriel se acercó a Lourdes, que todavía estaba en estado de shock. Creyó que debía evocar alguna voz de consuelo para esa chica atormentada, pero no sabía de dónde sacarla. Él también estaba muy asustado. Tenía ganas de llorar a cada rato, pero las lágrimas no le salían. Al igual que muchísimos trabajadores, sus padres estaban al otro lado de la frontera donde la muerte andaba con su guadaña sobre los viejos. Se miraron unos segundos sin hablarse. En ese trance de espanto, Lourdes preguntó qué iban a hacer con Ñasaindy si moría. La desolación se abrió camino en el espíritu de Lourdes al enterarse de que Ñasaindy podía morir sola, asfixiada, sin nadie alrededor, y que su cuerpo podía con­vertirse en cenizas anónimas. Al pensar esto, con un rostro de estupefacción, se imaginó a ella misma. Ella también podía morir sola, sin el abrazo de sus padres, en ese rincón del planeta, lejos de sus amigos y com­pañeros de su país. Tomada por esa tremenda revelación, con la boca seca y bien abierta –expresión que solo se dejaba indicar tras el tapabocas– miró a través de los cristales de la puerta la densa neblina alrededor. Su cabeza avanzó por cuerda propia:

–¿Quién le mudó a quién? El viejo señor Rossi no pudo haber sido. A su edad, y esa soledad que lo había forjado para siempre solo, no. Y si él fue, yo, que estuve al lado, juntando a escondidas hojas de su manus­crito, soy la principal sospechosa. ¿O no? ¿Quién más pudo haber sido? ¡Nooo! –dijo, y no pudo contener el asombro por el solo hecho de imaginarlo. No, él no pudo haber sido. Cuando él llegó de Nueva York no se reportaban casos de coronavirus en Estados Unidos. Todo era Wuhan. Que Wuhan esto, que Wuhan aquello. Era el espectáculo mundial de cómo una ciudad de once millones de habitantes se paralizaba com­pletamente de un día para otro. ¿Cómo se hace para paralizar una ciudad de once millones? Él pudo haber sido uno de los primeros infectados durante su viaje a Suiza, en el aeropuerto, en el embarque, en tránsito, en el tren. Todos van a China, la fábrica del mundo: ingenieros, informáticos, ejecutivos, comerciantes.

–No puedo creerlo, ¡pudo haber sido Thomas!

–Lourdes, Lourdes, despierta –le interpeló Gabriel tocándole el brazo izquierdo. Era su primer contacto con otro cuerpo humano en una semana.

–¿Y si fui yo, Gabriel? ¿Y si fui yo? Mirá esos papeles. Son los papeles del señor Rossi. Yo los robé, los toqué, los esparcí, les di vueltas y vueltas.

Abrió la puerta y le ordenó a Gabriel que salga. Este obedeció y retrocedió en medio de la incredulidad y el espanto.

Al llegar a su casa, el policía sintió que su frágil ser estaba tomado por una fatiga azarosa pero también por la esperanza. Se perfiló el bigotito con la navaja frente al pequeño espejo del baño de su habitación. Pensó que a su cuarto, de paredes blanco nieve y turquesa, le faltaban una biblioteca y un velador arte­sanal de colores vivos que sean atractivos para Lourdes.

Entonces tomó su licor de anís, puso unas monedas en su cajita de ahorro ubicada en la mesita de luz, y en el plasma miró Comisario Rex pensando que, para conquistar a Lourdes, debía terminar su curso de detective. Las ganas que tenía de ser un detective, con una mujer que lo amara a la espera de su visita fugaz como enamorado, lo habían llevado a Suiza. Pensaba que en Italia, con tipos más robustos y la bar­billa más cerrada que él, tenía muy pocas chances o casi ninguna. Aunque el comisario Rex ya estaba a punto de desbaratar a un grupo de traficantes, él no podía concentrarse, a cada rato le asaltaba la angus­tia por la posibilidad de no ver nunca más esos ojos azules, los hoyuelos pronunciados y el cabello dorado de Lourdes. Los hoyuelos de esta mujer se asemejaban a los de su madre, así como los ojos grandes, aun­que los de su madre eran de un negro uva y tan grandes que, muchas veces, de niño, él se imaginaba a sí mismo como un barquito de papel navegando en ellos. A diferencia de los cabellos de Lourdes, los de su madre eran, en su antiguo esplendor, de un negro intenso. En Gabriela, su madre, todo fue alguna vez voluminoso y expresivo: los pechos, las caderas, las piernas y el rostro. Sus dientes relucían, al igual que sus ojos, como en primer plano.

–¿De dónde soy así, de ojos pequeños, tan lampiño y delgado? –reclamó Gabriel, fatigado, retocándose otra vez el bigote perfilado todos los días con una navaja que lo acompañaba a todas partes. Ese bigote perfilado era, según él, el detalle de su personalidad que alguna vez lo pondría en la categoría de, si no de Sherlock Holmes, por lo menos de Baretta. Pero ese reclamo cotidiano tenía una respuesta segura que él mismo sabía y no se atrevía a asumir completamente: Francesco, su padre. Rendido a la furia, a la ale­gría, al desencanto y a los reclamos de su mujer, Francesco–delgado como Gabriel, de ojos chiquitos como los de Gabriel, lampiño como Gabriel– amasaba todos los días la harina para el pan mientras imploraba secretamente que esa mujer de hablar fuerte y de reír a carcajadas nunca lo abandone.

Cuando el comisario Rex terminó de desbaratar al siniestro grupo de traficantes de drogas, Gabriel extendió el cuerpo boca abajo en la cama para dormir. Necesitaba recuperar algo de su desgastada fuerza para acompañar a Lourdes en lo que fuera necesario. Ubicó el revólver en la mesita de luz diciendo, como casi todas las noches, que un policía debía estar siempre preparado, aunque al momento de decirlo pensó en León (aquel personaje interpretado por Jean Reno en el film El profesional) ubicando la plantera en la ventana y disponiéndose a dormir en un sillón, y también pensó en los frágiles labios y las delgadas piernas de Mathilda.

–No, no, lo mío es la ley –se reprimió sin convicción apagando las luces. Cerró los ojos pensando en la posi­bilidad de besar los labios rosados de Lourdes y de acariciar esos rulos dorados y de ya tú sabes.

Antes de quedar completamente dormido escuchó el timbre del teléfono. Su voz interior le dijo: ‘No atien­das, Gabriel, necesitás dormir aunque sea una hora’. El celular no paraba de vibrar y de sonar debajo de su cama. Al sentir, en el entresueño, como si la habitación temblara, extendió, fastidiado, el brazo para recoger el teléfono.

–Oi, mamma. No esperaba una llamada suya. Disculpas por la demora.

–Hijo mío, querido Gabriel –respondió la madre con esa voz grave y extendida que utilizaba para comen­tar algo importante a su hijo.

–¿Qué pasa, mamma? –reaccionó Gabriel en un tono ya alterado.

–Tu padre ha dado positivo al virus.

—Oh, mamma… oh, mamma…

–Pero no te angusties, hijo, él es fuerte, aunque yo sé que a escondidas tomaba alcohol todos los días, con­fío en que se va a curar. Ya lo verás, hijo.

–Oh, mamma… ¿Y dónde está él?

–En el hospital, hijo mío.

–¿Solo?

–Nadie puede visitarlo.

–Oh, mamma. ¿Qué va a ser él sin ti en el hospital?

–Él ya es grande, ya es grande, Gabriel. Ya es muy grande –dictaminó levantando la voz como lo hacía cuando necesitaba trasmitir fortaleza a su hijo. Y también a su marido.

–Sí, pero sin ti se va a desesperar. Lo conozco a papá –reaccionó ya completamente quebrado–. ¿Y usted cómo está?

–Yo tuve primero, pero tranquilo, mi hijo, no pasó de una tos y sofocones esporádicos.

–Oh, mamma… mamma… ¿por qué no me contaste?

–¿Para qué, mi hijo, para qué? ¿Qué podías hacer desde allá?

–Ahora tampoco puedo hacer nada –exclamó con las manos temblorosas y los ojos llorosos.

Al cortar la comunicación se puso el uniforme, agarró su pistola y se dirigió otra vez a la casa que habi­taba Lourdes. Aguardó en el coche, afuera, en la oscura neblina.

–Si no puedo cuidar de mi padre, debo al menos estar con la chica que quiero –pronunció cerrando los ojos con la intención de dormitar.”

LA CUARENTENA DE ÑASAINDY

Novela, 220 páginas.

Autor: Julio Benegas Vidallet

Edición y corrección de estilo: Eulogio García

Diseño y diagramación: César Barreto

Ilustración de tapa: Ale Pastore Ayala

Julio Benegas Vidallet es periodista y escritor paraguayo. Nació en Capiatá el 8 de agosto de 1970. Trabajó en ABC Color, Última Hora y es integrante de E’a digital. Desarrolla talleres de redacción y es docente de la Universi­dad Nacional de Pilar. Tiene publica­dos siete libros y cuatro más en edi­ciones compartidas con otros autores. De sus obras más recientes destacan La Masacre de Curuguaty, Vuela Sole­dad y Francisco Estigarribia, Sem­blanza de un militante.

Dejanos tu comentario