Por Bea Bosio, beabosio@aol.com

Para los caídos en desgracia, no fueron fáciles aquellos años en que gobernó el Paraguay el Supremo Dictador. Don José Carísimo lo sabía, pues se había ganado su enemistad por un entredicho, y desde entonces ya nada fue igual. Atrás quedaron los años de poder como miembro del último cabildo, incluso aquellos días en que le tocó el mando de la Asunción, cuando el gobernador Velazco fue a dirigir la campaña en defensa de la invasión de Belgrano. Desde el momento que cruzó pareceres con el Karai Guasu, había signado su destino, que se desgranaba en una angustiosa espera.

Y en esa zozobra vivía. Esperando el momento en que vinieran a buscarlo. Aunque no hablaban de eso en la familia, la angustia se había instalado como un huésped pernicioso, y aún más desde que embargaron todos los bienes de la opulenta casa ubicada en la Calle del Sol (Hoy Pdte. Franco). Ya no había vajillas tras las puertas talladas de la alacena, ni alfombras lujosas de aquella vida anterior. Su mujer, Doña Josefa tampoco llevaba ya las joyas que alguna vez adornaron su figura.

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LO HABÍAN PERDIDO TODO O CASI TODO

Apenas tuvieron tiempo de cruzar una mirada rápida la noche que vinieron por él. Don José ni siquiera pudo despedir a sus hijos que dormían totalmente ajenos a lo que estaba por suceder. Cuando oyeron las armas y los golpes en la puerta, estaban en el comedor. Un grupo de soldados ingresó a la habitación, y el Fiel de Fechos anunció con voz altiva la orden de prisión. Y aunque él ya lo sabía desde antes, alguna suerte de instinto lo hizo resistir, y bastó un movimiento suyo para que cayeran sobre él los soldados y se ordenara que le pusieran grillos en los pies.

Josefa se estremeció y trató de contener la desesperación. Al ser el prisionero un hombre robusto, no podían cerrar el contorno del metal en los tobillos, y el jefe –no dispuesto a echarse atrás– pidió un martillo para terminar la operación. A fuerza de golpes que sonaban a martirio fue engrillado Don José Carísimo y se lo llevaron dejando un rastro de sangre, sin importar los ruegos de su esposa que suplicaba clemencia por él.

De más está decir que aquella noche Josefa no pudo conciliar el sueño pensando en los golpes de aquel martillo cruel. Y ni bien despuntó el alba fue a presentarse consternada ante el Dictador. Todavía le temblaba el cuerpo entero ante el dolor de su marido. No pedía su libertad, ni siquiera su perdón. Tan solo misericordia para cambiarle los grillos que llevaba incrustados en la piel. El Supremo la escuchó sin decir palabra alguna. Meditó un momento y luego tuvo un golpe de piedad:

–”Os concedo la gracia de autorizar el cambio de los grillos si vos misma señora, mandáis a hacer otros para reemplazarlos”.

Eso bastó para que la mujer sintiera que le volvía el alma al cuerpo. No tenían ya nada que empeñar, pero una idea de pronto resplandeció en su mente: Sin detener el paso, salió de la audiencia y se dirigió directamente a la sombra del naranjo de la huerta familiar. Ahí se postró en el suelo y empezó a escavar a manos desnudas con todas las fuerzas de su ser. Hasta que de pronto dio con su bien más preciado. Lo único que había logrado salvar del embargo cruel: La joya de bodas que le había regalado José. La había escondido como último baluarte de aquellos años felices. Como un último residuo de ilusión. ¡Tan llenos de esperanza y de futuro! Solo un acto de amor mayor podría hacerle renunciar a ella. Un destello bajo el sol fue el resplandor final de aquella inocencia perdida y con esa fortaleza que tendrían después en la Guerra Grande las mujeres de su estirpe, marchó resuelta a la herrería.

A su paso, se cerraban los ventanales de los vecinos temerosos que antes peleaban por su saludo y ahora nada querían con la mujer de un enemigo del Karai.

Tal vez le hubiera dado más importancia a eso si no estuviera tan apremiada en aliviar el dolor de su marido. Negoció la prenda como pudo y pronto quedó sellada la transacción. Y aquella joya preciada, la que don José había entregado a su mujer enamorada, terminó por una vuelta del destino, siendo el canje de la barra de hierro que aprisionarían a su gran amor.

*En esta semana que se cumplen 244 años del nacimiento del Doctor Francia, recreamos una anécdota extraída del relato “Francia Tiempopeguare”, de Teresa Lamas Carísimo, que narra la historia de su tatarabuelo José Carísimo y de Josefa de Haedo, su mujer.

Etiquetas: #Regalo de bodas

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